domingo, 25 de septiembre de 2022

Geometría del caos y la violencia

Las novelas, o al menos las mías, no se escriben en uno o dos años, ni siquiera en más. A menudo tardan una vida en gestarse; y la escritura física, o sea, ponerlas sobre el papel o la pantalla del ordenador, sólo es la parte final de un complicado proceso. En términos generales, según su capacidad narrativa y su talento, un novelista escribe con lo que imagina, con lo que ha leído y con lo que ha vivido. Quien no trabaja con esos materiales, o miente, o no son suyos y debe robarlos a otros. Un escritor de relatos más o menos extensos –me refiero al profesional, no a quien lo hace de forma casual o esporádica– vive con un mundo complejo de historias que lo acompañan y fraguan mientras crecen y se transforman. Ésa es su seña de identidad. Algunas de tales historias llegan a buen término y acaban por ser escritas con más o menos fortuna. Otras desaparecen, cambian con el tiempo o no llegan a ser escritas jamás y mueren con quien las imaginó. 

Acabo de terminar una novela de las que acompañan desde niño, antes incluso de tener intención de escribirlas algún día. Es una historia que trata de un hombre joven, tres mujeres, una revolución y un tesoro. Durante el último año y medio ocupó la mayor parte de mi vida, mi trabajo y mis pensamientos; y sin embargo, es una historia cuya base real, la que acabaría conectando el suceso originario con mi propia vida, empezó hace más de un siglo. Quizá sea útil para alguien que les cuente cómo ocurrió. Tal vez ayude a comprender cómo nacen ciertas historias. 

Uno de mis bisabuelos era ingeniero de minas. Con el tiempo trabajó en Linares, donde nació mi abuela, y luego se trasladó a Cartagena para ocuparse de otras explotaciones mineras. Nunca viajó a América, pero sí lo hizo un compañero suyo, íntimo amigo desde que estudiaron juntos en la escuela de ingenieros de minas de Madrid. Al amigo lo destinaron a México para trabajar en el norte del país, y allí estaba cuando estalló el primer episodio de la que sería la larga y sangrienta revolución mexicana. Durante un par de años, el amigo de mi bisabuelo le escribió cartas en las que narraba los sucesos de los que era testigo. Esas cartas, leídas y comentadas después en mi familia, me acostumbraron a palabras como revolución y nombres como Zapata y Pancho Villa. Siempre les presté, desde entonces, atención especial. Cuando mucho más tarde empecé a viajar a México visité lugares, compré libros y hablé con ancianos que habían vivido aquella época. Y así, poco a poco, sin más intención que conocer mejor las historias que mi abuela me contaba, acabé reuniendo abundante material sobre el asunto. 

Un día, como siempre ocurre, la novela, o la posibilidad de escribirla, se concretó del modo con que ocurren estas cosas. Vi clara una historia que contar y consideré que era momento adecuado. Y fue ahí donde la memoria infantil, lo leído y la vida vivida, o la mirada que esa vida dejó al novelista que ahora soy, se mezclaron de modo conveniente. Había un elemento que vertebraba el relato: el proceso de iniciación, el descubrimiento asombroso de la extraña geometría del caos y la violencia. Un peligroso recorrido, en plena revolución mexicana y en contacto con quienes la hicieron, que lleva a un joven ingeniero, cuya formación es más técnica que cultural o literaria, a intuir primero, y confirmar después, las reglas implacables que rigen el cosmos, la naturaleza, la vida y la muerte. La guerra, en fin. El horror, el amor, la lealtad, la condición humana en lo mejor y lo peor, como aprendizaje. Como fría escuela de lucidez. 

En todo eso, como el novelista que soy, hice trampas. Metí en la baraja cartas que conocía bien. No es una historia por completo real ni por completo imaginada, pero hay algo que la recorre por debajo, de principio a fin, que extraje de mi propia mirada. Mientras escribía esta aventura, casualmente al principio y luego de modo deliberado utilicé recuerdos personales, parte de mi propia juventud, para dar espesor narrativo al personaje protagonista, el joven cuya inocencia original se transforma en los años revolucionarios hasta convertirlo en alguien diferente al del punto de partida: el ingeniero de minas que el 8 de mayo de 1911 escucha un disparo lejano que cambiará su vida y su mundo para siempre. Es cierto que casi ninguna de mis novelas –excepto tal vez El pintor de batallas y Territorio comanche– es autobiográfica, pues todo, incluso la realidad más concreta, acaba diluyéndose en la ficción literaria, como debe ser. Pero también es cierto que hay novelas más autobiográficas que otras. En este caso, el protagonista de Revolución mira el mundo como a los veinte años lo miraba yo. Y hay lugares de los que nunca se regresa del todo. 

25 de septiembre de 2022

domingo, 18 de septiembre de 2022

Una historia de Europa (XXXVII)

Entre los siglos IX y X, el mundo más o menos mediterráneo en torno al que se articulaba la historia tenía tres espacios geográficos: la Europa occidental, el imperio bizantino de oriente y los países musulmanes. Pero a diferencia de los dos últimos (Constantinopla, Córdoba y Bagdad eran ciudades importantes), el territorio que podríamos llamar europeo era más bien rural: pocas ciudades, casi todas arruinadas; y en el campo, mercadillos locales, castillos de señores feudales más analfabetos que otra cosa, monasterios dedicados al ora et labora y población campesina. No es raro, con ese panorama, que en las crónicas de los musulmanes españoles de la época, intelectualmente muy refinados para su tiempo, se mencionara a los cristianos como bestias pardas y bárbaros del norte, cosa que (tampoco vamos a tirarnos pegotes con eso) en realidad eran, o éramos. En esencia, la vida en los estamentos sociales más bajos era una auténtica cabronada: los monjes rezaban y comían caliente y los nobles hacían la guerra y violaban a mujeres e hijas de sus siervos sin preguntar si sí es sí, o si no es no, mientras la mayoría de la gente echaba los hígados trabajando en el campo como animales. El comercio de esclavos como botín de guerra e incursiones piratescas se mantenía activo (también musulmanes y bizantinos lo practicaban con entusiasmo), y una crónica de la época señala, para no dejar dudas, que en Marsella se vendían hombres y mujeres, según la costumbre. Casi todos los campesinos medievales curraban tierras que no eran suyas sino de los reyes, la nobleza o la Iglesia. Y tanto les apretaban las tuercas con impuestos y abusos, que estallaron muchas revueltas, todas con menos futuro que hoy, en España, la biblioteca del Congreso de los Diputados. Por ejemplo, el Roman de la Rose detalla un estallido revolucionario que en el año 997 fue ahogado en sangre: A varios mandó el duque arrancar los dientes y a otros los ojos, y muchos fueron quemados vivos. Tal era, sin paños calientes, el mundo feudal: palabra que procede de feudo, o sea, concesión de un rey o señor a un vasallo a cambio de ayuda, respaldo político y asistencia en la guerra. Visto desde abajo no todo era malo, y también el sistema tenía sus ventajas; pues a cambio de impuestos, derechos de pernada y otros privilegios, el señor feudal contraía la obligación de impartir justicia, atender a su gente y protegerla de enemigos, saqueadores, bandoleros y otros incordios. Dicho esto, lo más destacable (basta consultar los textos de la época para comprobarlo) es que aquellos señores feudales eran una pandilla de hijos de la notoria y grandísima puta, que practicaban el asesinato político, la venganza, el atropello y el reventar al vecino con una naturalidad pasmosa. Pérfidos, brutales, sanguinarios, aquellos fulanos vivían (y morían) pendientes de quedarse con las tierras de otros mediante matrimonios, herencias, asesinatos y comidas de oreja al duque o al rey de turno. Hasta el siglo XII más o menos (a partir de ahí los fueron domando a estacazos) los monarcas toleraron ese estado de cosas y esa chulería feudal, porque necesitaban a aquellos animales con caballo y armadura, ligados a su rey por juramentos de lealtad, para verse respaldados o para hacer la guerra. Así, a cambio de ese apoyo político y militar, el noble no pagaba impuestos y era en su tierra señor de horca y cuchillo. Conferidas al clero las labores intelectuales, el oficio de las armas era el que daba prestigio, riqueza y poder. Y de ese modo, convertida en ejército profesional cuya distinción se legaba de padres a hijos, la nobleza feudal se convirtió en principal fuerza y símbolo de la Alta Edad Media. Si la Iglesia poseía las almas, ella poseía los cuerpos. Lo del refinamiento caballeresco, el amor espiritual y otras mariconadas cortesanas vendría más tarde. En aquella primera etapa, la cultura se dejaba a las mujeres (las de clase privilegiada, por supuesto), mientras que los varones de la nobleza eran educados desde niños exclusivamente en el arte de la guerra: toda su formación era el combate, y toda su cultura, romances y canciones bélicas. De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa.

[Continuará]. 

18 de septiembre de 2022

domingo, 11 de septiembre de 2022

Sobre toros, tradiciones y barbaries

Dos veces, siendo muy joven, corrí delante de toros, en encierros. Eran encierros de verdad, bien organizados, sin otro objeto que conducir los toros a la plaza. Ocurrió hace medio siglo y creo que no me arrepiento. O tal vez sí, un poco, puede que algo más, en el contexto actual del mundo y de mi vida. Recuerdo la sensación de peligro, la tensión, la adrenalina con los pitones rozando la espalda. Fue una experiencia, desde luego. Hoy no la repetiría, ni siendo joven de nuevo. La vida me cambió, y en eso fue para bien. Quizá sea útil que cuente cómo y por qué. 

Durante muchos años presencié corridas de toros. Enlazaban con mi infancia, las tardes de domingo en que mi abuelo me llevaba a la plaza: la música, el ruedo, la fiesta, el fascinante ritual. Mantuve esa afición durante cierto tiempo, e incluso viajé con Juan Ruiz Espartaco, hombre bueno, valiente, al que aprecio y admiro –con él comprendí muchas cosas de la mente de un torero–. También escribí sobre la materia y tuve el honor de pronunciar un pregón en la Maestranza de Sevilla. Nunca fui de verdad lo que se dice un taurino, aunque sí aficionado razonable, menos pendiente del arte de la lidia que del valor, las maneras y la pervivencia de ciertas tradiciones. Un simple observador, en fin, interesado en aspectos de la vida y la muerte con los que, por otra parte, me familiarizaba el oficio viajero y a menudo violento que ejercía en aquella época. 

Con los años, las cosas fueron cambiando. Supongo que el comienzo se lo debo a mi hija, cuando a los ocho años, leyendo Moby Dick, me dijo: «Papi, pobre ballena», y comprendí como en un relámpago que el mundo cambiaba y que parte de mí cambiaba con él. También mis perros –hasta ahora he tenido cinco– hicieron su trabajo. Dudo que nadie que haya vivido estrechamente con ellos, experimentado su devoción y lealtad, nadie que haya sentido la mirada de sus ojos fieles, sea capaz de ver con indiferencia el sufrimiento de un animal. A través de ellos, de mis perros –Sombra, Mordaunt, Morgan, Sherlock y Rumba– y de los de mi hija –Ágata y Conrad–, aprendí a ver el mundo de otra manera. No a buscar en los animales las virtudes de los seres humanos, sino buscando en los seres humanos, para soportar algunos de sus más perversos extremos, las virtudes que poseen ciertos animales. 

En noviembre de este año cumpliré setenta y uno, y ya no me gustan los festejos taurinos. Pero eso no me convierte en militante antitaurino: comprendo a los aficionados y creo que tienen derecho a defender su modo de entender la fiesta. No estoy capacitado para juzgarlos, así que me limito a quedarme fuera. Yo no voy a los toros, y punto. El año pasado organicé en Sevilla, con mis amigos Jesús Vigorra y Antonio Pulido, un debate de tres días al que asistieron destacadas figuras a favor y en contra –pueden ustedes encontrarlo en YouTube, si les interesa–. Como allí ocurrió, creo que todo el mundo, partidario o adversario, tiene derecho a expresar su opinión y a ser escuchado. El de las corridas de toros, y me refiero a las serias, es un debate interesante, españolísimo por otra parte, que creo útil se mantenga con serenidad, educación y respeto. Otra cosa son los festejos de pueblo: la salvajada de atormentar a animales que no pueden defenderse. Ahí sí que milito –si lo dudan, pregunten a los lanceros de Tordesillas y su Toro de la Vega–. En una plaza de verdad, al menos, el toro tiene la oportunidad de matar a quien lo martiriza, equilibrando un poco la balanza. Por eso me parece bueno, hasta necesario, que de vez en cuando mueran toreros. Tales son las reglas; y quien las conoce, las asume. Pero eso nada tiene que ver con la brutalidad que, en nombre de tradiciones locales y otras bestialidades –«Es que mi padre lo hacía, y mi abuelo, y la madre que los parió»–, se sigue perpetrando contra becerros, vaquillas y animales indefensos, torturados por la muchedumbre bárbara, la crueldad colectiva y la ruin condición humana. No hay valor, dignidad ni belleza en la matanza de un animalillo al que se acuchilla, se apalea, se arrastra, se despeña por un barranco entre el jolgorio y las carcajadas de una chusma borracha. Eso, que en tiempos de gente analfabeta y elemental era comprensible, ya no tiene justificación alguna. Hoy la razón no tolera tales espectáculos. Y si quienes votan en elecciones municipales no lo entienden, pues se les explica mejor. O se les sanciona duro, si hace falta. Los ayuntamientos y autoridades que aún permiten esa barbarie son tan culpables y cobardes como la gente que la exige y disfruta. Las tradiciones respetables dejan de serlo cuando se convierten en infamia. Y esa España negra, despreciable, que cada verano se complace en el retrato cruel de sí misma, es demasiado infame para soportarla. 

11 de septiembre de 2022

domingo, 4 de septiembre de 2022

Una historia de Europa (XXXVI)

El día de Navidad del año 800 después de Cristo entró en la gran historia de Europa, por la puerta grande y con las bendiciones de la Iglesia de Roma, un fulano interesante: se llamaba Carlomagno y lo coronó el papa León III. Aquélla fue una jugada maestra por parte de Su Santidad, que así mataba varios pájaros de un tiro. Por una parte ponía bajo su control, el de la Iglesia romana, las palabras imperio y Occidente; lo que no era ninguna tontería porque en la parte oriental, Bizancio, había heredado el trono Irene de Atenas, una mujer a la que complicaban la vida y el futuro revueltas políticas y disensiones religiosas. Con un emperador adicto a su persona en la parte occidental, el papa se lavaba las manos del imperio bizantino, dejándoselo a los griegos en plan tú mismo con tu mecanismo, y consolidaba su poder en poniente, que era el verdadero núcleo importante de Europa. Además, Carlomagno era listo, valiente y tenía carisma. En la Vita Caroli, el monje Eginardo lo describió alto, guapo, con el pelo blanco, autoritario y digno: Cultivó con extraordinario celo las artes liberales y veneraba a quienes las enseñaban. Por lo demás, el nuevo emperata combinó el espíritu guerrero de los pueblos germánicos (era rey de los francos) con una religiosidad que lo convertía en prototipo del caballero cristiano según el canon de la época. Y realmente era de armas tomar: dominó el reino de los lombardos, puso los pavos a la sombra a los sajones, ocupó Frisia y Panonia, y no hizo lo mismo con Hispania porque en Roncesvalles los guerreros, pastores y montañeses locales (imagínense a esos animales vestidos de pieles tirando piedras desde arriba) le escabecharon al caballero Roldán con toda su retaguardia, haciéndole comerse una derrota como el sombrero de un picador. Pero Roncesvalles aparte, el imperio carolingio, denominado pomposamente Sacro Imperio Romano, se estableció bajo el padrinazgo (espiritual pero también temporal) del papa de Roma, en mutua complicidad y más amigos que cochinos, convirtiéndose en el primer gran intento de reorganizar Europa occidental tras la caída de Roma. Al reino franco, más o menos la actual Francia, se añadían el norte de Italia y buena parte de lo que hoy llamamos Alemania, Austria, Suiza y Polonia. La capital se estableció en Aquisgrán, con una corte montada por todo lo alto con chambelanes, senescales y esa clase de títulos, y se dividía administrativamente en condados o reinos locales (que eran los territorios seguros) y marcas o zonas fronterizas (que hacían funciones defensivas). La idea resultaba estupenda, pero verdes las habían segado; era demasiado pronto para la Europa que barruntaban algunos. La extensión territorial resultaba excesiva para los medios de entonces, y los pueblos reunidos bajo el imperio eran diferentes entre sí. La religión católica con sus obispos, monjes y monasterios daba cierta unidad, pero no era suficiente (como nueve siglos más tarde escribió Voltaire: El Sacro Imperio Romano no fue sagrado, ni romano, ni fue un imperio). Así que el tinglado carolingio duró lo que Carlomagno: a su muerte se fragmentó de nuevo, dividido entre tres nietos que no tenían, ni hartos de sopas, la talla del abuelo; y otra vez fue la Iglesia Católica, con el papa de turno moviendo los hilos desde Roma, la que mantuvo unidos, aunque fuese relativamente, los restos del naufragio. Pero lo que más complicó el paisaje fueron las llamadas segundas invasiones (las primeras habían sido las de los bárbaros contra Roma) que devastaron Europa occidental entre los siglos IX y X: vikingos, magiares y sarracenos. Los primeros, primos hermanos de los germanos, procedían de Escandinavia (eran suecos, noruegos y daneses, llamados normandos en general), y además de expertos en navegación resultaron ser unas auténticas malas bestias, cuyo objetivo no era conseguir tierras, aunque en alguna se establecieron, sino saquear para conseguir botín. Por su parte, los magiares, o húngaros, eran una especie de bandoleros de las llanuras del este de Europa, buenos jinetes dedicados al robo y captura de esclavos, por la cara. En cuanto a los sarracenos (piratas musulmanes muy cabroncetes), asolaron el Mediterráneo y sus orillas, llegando a saquear las afueras de Roma. El caso es que, entre pitos y flautas, unos y otros devastaron regiones enteras con feroces incursiones, incendiaron pueblos, saquearon monasterios y llevaron la zozobra a aquella nueva y medieval Europa que empezaba a respirar tras el colapso imperial romano. No es casual que muchas poblaciones, costeras o no, se construyesen en lo alto de montañas fortificadas, y que ahí sigan. Ni que en los libros de oraciones de entonces figurase a menudo la significativa plegaria: Del terror normando (o magiar, o sarraceno) líbranos, Señor. 

[Continuará]. 

4 de septiembre de 2022