domingo, 12 de julio de 1998

El tren expreso

No imaginaba el arriba firmante que a estas alturas el buen don Ramón de Campoamor pudiera interesar a alguien, pero me alegro.

Porque el caso es que algunos lectores y amigos -casi todos jóvenes- me piden el contexto de una cita sobre hijas y madres que hice un par de semanas atrás, al hilo de otro asunto. Temo defraudar expectativas, porque en realidad la cosa no forma parte de un poema largo de Campoamor, si no de una de sus célebres Humoradas, tan breve que consta sólo de dos versos: «Las hijas de las madres que amé tanto, / me besan ya como se besa a un santo». Lo que en el caso de don Ramón, como en el mío propio y en el del común de varones de mi generación para arriba, empieza a ser, ay, verdad dolorosa e indiscutible.

De cualquier modo, celebro que esto me dé ocasión para hablar de don Ramón de Campoamor y Campoosorio (1817-1901), poeta que tras vivir la gloria y la adoración en vida fue atacado, vilipendiado, pisoteado y despreciado después durante décadas, y lo sigue siendo hoy, por los mandarines de las bellas letras. Por supuesto, vivo no le perdonaron el éxito; pero cainismo hispano aparte, en su condena y ejecución post mortem hay otras cosas de más enjundia. Lo más suave que se dice de él, aparte de burgués, viejo y chocho, es ripioso, ramplón y filósofo barato. y -las cosas como son- lo fue muchas veces, sin duda. Su arte para resaltar lo obvio, sus cursiladas de juzgado de guardia, sus dísticos de abanico, su facilidad para versificar sobre cualquier gilipollez, están en letra impresa y basta echarles un vistazo para hacerse cargo de la cantidad de bazofia que parió el abuelo.

Y sin embargo, bajo todo eso, Campoamor sigue siendo un gran poeta. Alguien que, cuando se llega al verso adecuado, a la reflexión idónea, al poema preciso, sigue arrancando al lector una sonrisa, un estremecimiento de placer, estupefacción, complicidad o respeto. Existe una muy recomendable antología de Víctor Montolí editada por Cátedra; ya ella pueden acudir los interesados en la vertiente selecta del asunto. En cuanto al arriba firmante, soy -aparte Quevedo, Machado, Miguel Hernández y alguna cosa suelta del gran Pepe Hierro- analfabeto en materia poética; y sobre ese particular dejo los dogmas y cánones a la nómina oficial de bobalios, sus mariachis y sus soplapollas. Así que a título exclusivamente personal diré que a don Ramón hay que entrarle a saco y sin complejos, de cabeza en la obra completa, que ignoro si conoce edición moderna, pero es fácil encontrar todavía en antiguas ediciones por las librerías de viejo. Con este asturiano de Navia, lúcido, irónico, bondadoso, que fue rey de los salones e ídolo de madres y jovencitas de finales del pasado siglo, hay que tragarse sin pestañear la morralla y buscar las perlas, en gozosa tarea de lector honrado. y así, pasando páginas llenas de vapor de encajes y tez de nieve nunca hollada, y chorradas como la de «Es misterioso el corazón del hombre / como una losa sepulcra [sin nombre], o lo de «Mi madre en casa y en el Cielo Dios», tropezar de pronto con la maliciosa ternura de ¡Quién supiera escribir!, la ironía amoroso-burguesa de una cita en el cielo, el poema sobre la vejez del don Juan de Byron, el magnífico diálogo de Las dos grandezas -«¿Qué quieres de mí?» «¿Yo?, nada /que no me quites el sol» o ese El tren expreso largo, melodramático, tedioso a veces y lleno de ripios, pero que es necesario leer con paciencia para llegar al canto tercero, donde hasta los más escépticos se estremecen al leer: «Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros / cuenta os dará de la memoria mía. / Aquel fantasma soy, que por gustaros / juró estar viva a vuestro lado un día...».

Adoré sin reservas cuando jovencito los versos de Campoamor, como los del Tenorio de Zorrilla y las rimas de Bécquer. Quizá porque una de mis abuelas, una señora rubia y elegante que cada tarde leía y hacía encaje de bolillos en un mirador, imaginando la felicidad que pocas veces tuvo, solía reunir a sus nietos y nos recitaba esos poemas de memoria, pues los había leído cientos de veces en su juventud. Recuerdo cada uno de los versos en su voz educada, limpia y grave. y recuerdo mis lágrimas, y las suyas, cuando llegaba conmovida a las últimas y fatales palabras de la carta de El Tren Expreso, que yo esperaba siempre con el alma en vilo: “Adiós, adiós! Como hablo delirando, / no sé decir lo que deciros quiero. / Yo sólo sé que estoy llorando, / que sufro, que os amaba y que me muero”.

12 de julio de 1998

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