Hace un par de días subí a El Escorial con mi amigo Pepe Perona, maestro de Gramática. Nos acercamos a rezarle un padrenuestro a la tumba de don Juan de Austria, nuestra favorita, y luego estuvimos respirando Historia en el panteón donde están enterrados -salvo un gabacho-todos los monarcas españoles desde Carlos V hasta ahora, o sea, casi nadie al aparato. Partiéndonos de risa, por cierto, con unas guiris que alucinaban por la cosa de los siglos, porque ellas lo más viejo e ilustre que tienen es el kleenex con que George Washington se limpió los mocos al cruzar el Potomac, o lo que cruzara el fulano. Que al fin y al cabo, como apuntó el maestro de Gramática, unos tienen una tecnología cojonuda y otros tenemos memoria.
El caso es que luego, caminando bajo la armonía simple y perfecta de aquellos muros y aquellas torres, nos acercamos hasta la exposición del cuarto centenario de la muerte de Felipe II. Zascandileamos por ella sin prisa, disfrutando como críos entre libros venerables, cuadros, armaduras, armas, objetos religiosos, monedas, retratos y todo lo que permite aproximarse, en sus dimensiones de luz y de sombra, a una época extraordinaria; cuando España, o las Españas, o lo que esa palabra significaba entonces, era potencia mundial indiscutible y tenía a la que hoy llamamos Europa bien agarrada por las pelotas.
Para nuestro bien y nuestro mal, nunca existió en el mundo monarquía como aquélla; donde confluyeron administración y arte, técnica y letras, diplomacia, guerra y defensa, crueldad e inteligencia, espíritu humanista y oscuro dogmatismo. Con aquella España, y con el rey que mejor la representa, fuimos grandes y terribles. Por eso, moverse por las salas de Felipe II: un monarca y su época, es acceder a las claves, a la comprensión del impresionante aparato que, durante un siglo y medio, hizo el nombre de España el más temido y respetado de la tierra. Es dejar afuera los prejuicios y las leyendas negras y toda la mierda fabricada por la hipócrita razón de Estado de otras potencias que aspiraban a lo mismo, y visitar con calma y reflexión los mecanismos internos de aquella máquina impresionante y poderosa. Es comprender la personalidad de un rey lúcido, prudente, con inmensa capacidad de trabajo y austeridad personal por encima de toda sospecha; acercarse a un monarca cuya correspondencia muestra hondos afectos y sentido del humor, y cuya biblioteca supone admirable catálogo de la cultura, el conocimiento, el arte, la inteligencia de su época. Personaje fundamental para entender la historia del mundo y la nuestra, que el final han tenido que ser hispanistas británicos quienes saquen de la injusticia y del olvido.
Visitar la exposición de El Escorial supone mirar con la mirada de un hombre de Estado, heredero de un orbe inmenso, que tuvo que batirse contra el Islam y contra Europa al tiempo que sus aventureros consolidaban un imperio ultramarino; y casi todo lo hizo con crueldad, idealismo, eficacia y éxito, mientras otros dirigentes y reyes contemporáneos, el beamés envidioso y chaquetero o la zorra pelirroja, sólo alcanzaron a ejercer la crueldad a secas. Un Felipe II a quien primero los enemigos calumniaron, después el franquismo contaminó con miserables tufos imperiales de sacristía, y luego un Pesoe analfabeto, ministros de Educación y de Cultura para quienes la palabra cultura nunca fue más allá de un diseño de Armani o una película de Almodóvar, llenaron de oprobio y de olvido.
Por eso me revienta que sean los del Pepé -los mismos que, no por casualidad, se llevan el Museo del Ejército de Madrid al Alcázar de Toledo-, los promotores del asunto; arriesgándose el buen don Felipe II, una vez más, a que este país de tontos del culo siga identificando historia y memoria histórica con derecha, y asociando cultura con reacción. Pero, bueno. Mejor eso que nada; y benditos sean quienes, Pepé o la madre que los parió, hacen tan noble esfuerzo con excelente resultado. Así que, si les place, acérquense vuestras mercedes a El Escorial, abran los ojos y miren. Comprenderán, de pasoEl , qué ridículos se ven, en comparación, ciertos provincianismos mezquinos y paletos, con esa ruin historia de andar por casa que los caciques locales se inventan para rascar votos en el mercado de los lunes. Y verán lo lejos y lo bien que miraba aquel rey malísimo, traga niños, cruel, fanático, oscurantista, que –sorpresa, sorpresa- tenía en casa una de las más espléndidas bibliotecas del mundo.
5 de julio de 1998
El caso es que luego, caminando bajo la armonía simple y perfecta de aquellos muros y aquellas torres, nos acercamos hasta la exposición del cuarto centenario de la muerte de Felipe II. Zascandileamos por ella sin prisa, disfrutando como críos entre libros venerables, cuadros, armaduras, armas, objetos religiosos, monedas, retratos y todo lo que permite aproximarse, en sus dimensiones de luz y de sombra, a una época extraordinaria; cuando España, o las Españas, o lo que esa palabra significaba entonces, era potencia mundial indiscutible y tenía a la que hoy llamamos Europa bien agarrada por las pelotas.
Para nuestro bien y nuestro mal, nunca existió en el mundo monarquía como aquélla; donde confluyeron administración y arte, técnica y letras, diplomacia, guerra y defensa, crueldad e inteligencia, espíritu humanista y oscuro dogmatismo. Con aquella España, y con el rey que mejor la representa, fuimos grandes y terribles. Por eso, moverse por las salas de Felipe II: un monarca y su época, es acceder a las claves, a la comprensión del impresionante aparato que, durante un siglo y medio, hizo el nombre de España el más temido y respetado de la tierra. Es dejar afuera los prejuicios y las leyendas negras y toda la mierda fabricada por la hipócrita razón de Estado de otras potencias que aspiraban a lo mismo, y visitar con calma y reflexión los mecanismos internos de aquella máquina impresionante y poderosa. Es comprender la personalidad de un rey lúcido, prudente, con inmensa capacidad de trabajo y austeridad personal por encima de toda sospecha; acercarse a un monarca cuya correspondencia muestra hondos afectos y sentido del humor, y cuya biblioteca supone admirable catálogo de la cultura, el conocimiento, el arte, la inteligencia de su época. Personaje fundamental para entender la historia del mundo y la nuestra, que el final han tenido que ser hispanistas británicos quienes saquen de la injusticia y del olvido.
Visitar la exposición de El Escorial supone mirar con la mirada de un hombre de Estado, heredero de un orbe inmenso, que tuvo que batirse contra el Islam y contra Europa al tiempo que sus aventureros consolidaban un imperio ultramarino; y casi todo lo hizo con crueldad, idealismo, eficacia y éxito, mientras otros dirigentes y reyes contemporáneos, el beamés envidioso y chaquetero o la zorra pelirroja, sólo alcanzaron a ejercer la crueldad a secas. Un Felipe II a quien primero los enemigos calumniaron, después el franquismo contaminó con miserables tufos imperiales de sacristía, y luego un Pesoe analfabeto, ministros de Educación y de Cultura para quienes la palabra cultura nunca fue más allá de un diseño de Armani o una película de Almodóvar, llenaron de oprobio y de olvido.
Por eso me revienta que sean los del Pepé -los mismos que, no por casualidad, se llevan el Museo del Ejército de Madrid al Alcázar de Toledo-, los promotores del asunto; arriesgándose el buen don Felipe II, una vez más, a que este país de tontos del culo siga identificando historia y memoria histórica con derecha, y asociando cultura con reacción. Pero, bueno. Mejor eso que nada; y benditos sean quienes, Pepé o la madre que los parió, hacen tan noble esfuerzo con excelente resultado. Así que, si les place, acérquense vuestras mercedes a El Escorial, abran los ojos y miren. Comprenderán, de pasoEl , qué ridículos se ven, en comparación, ciertos provincianismos mezquinos y paletos, con esa ruin historia de andar por casa que los caciques locales se inventan para rascar votos en el mercado de los lunes. Y verán lo lejos y lo bien que miraba aquel rey malísimo, traga niños, cruel, fanático, oscurantista, que –sorpresa, sorpresa- tenía en casa una de las más espléndidas bibliotecas del mundo.
5 de julio de 1998
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