
Cava umbra. El enigma me anima el día. Con los dedos hormigueantes voy a la biblioteca, donde el viejo diccionario Spes, maltrecho pero fiel, me recuerda que cavo, transitivo de la primera, significa cavar, vaciar, ahuecar, horadar, ahondar. Envolver, ni por el forro. Estoy perplejo. Don Antonio Gil –tres años de latín en el instituto después de que me expulsaran de los maristas– era un catedrático joven y comprensivo, pero también muy riguroso. Nunca me habría dejado pasar una alegría, pienso. ¿Y si toda mi vida lo he recordado mal? Consulto otras traducciones. La que tengo más a mano simplifica: rodeados por las tinieblas de la noche. No me vale. Recurramos al canon. Acudo a los estantes de la biblioteca clásica Gredos. Volumen 166. Lo abro: La negra noche vuela en derredor ciñéndonos en su cóncava sombra. Recristo, me digo. Doctores tiene la materia, pero lo de volar en derredor suena pretencioso, libérrimo e inexacto. Aunque lo de cóncava, la verdad, es más literal que envolvente. Sólo literal, ojo. Pues lo cóncavo, si estás dentro, envuelve. Y vista la cosa desde la perspectiva de los guerreros troyanos que se disponen a morir en la oscuridad de la noche, que ésta sea cóncava o convexa se la debe de traer a cada uno de ellos bastante floja. Lo que se ven es envueltos, claro. La imagen no es casual. Caminan envueltos en la noche negra de sus vidas y su ciudad, hacia la muerte.
Me voy a la parte menos accesible de la biblioteca, desempolvo cajas, pilas de viejos libros desencuadernados y hechos polvo. Y al fin me alzo con el botín: mi Ilíada, mi Odisea y mi Eneida anotadas. A. P-R. Preu Letras. Abro el Virgilio: Arma virumque cano. Cuánto tiempo, pardiez. Cuántos años y cuántas cosas. Con emocionada melancolía paso los dedos por las líneas de los hexámetros virgilianos con mis trazos a lápiz marcando cada dáctilo, espondeo y cesura, y con la traducción anotada a bolígrafo junto a cada verso. Y ahí está, en el libro II. Nox atra cava circumvolat umbra: la noche negra nos rodea con su envolvente sombra. No hay duda. En aquel curso 1968-69, don Antonio Gil dio por bueno el envoltorio que dispuse para los guerreros troyanos. Sonrío, evocador. Luego recuerdo el título de un ensayo de don Manuel Alvar: La lengua como libertad. Sonrío más y me recuesto en la silla, pensando que tengo el privilegio de poseer una lengua, la española, que es una herramienta eficaz y maravillosa. Y qué profunda –envolvente y cóncava–, concluyo, es la deuda con quienes me ayudaron a conocer sus nobilísimas claves y a utilizarla, antes de que ministros y psicólogos imbéciles pasaran a cuchillo la formación de los jóvenes, confundiendo renovación con igualitarismo educativo –igualitario por abajo– y desmemoria.
Y así estoy, sentado con Virgilio, cuando regresa mi hija de clase, ve el libro y charlamos un rato sobre aqueos, troyanos y peligrosos caballos de madera con soldados cubiertos de bronce ocultos en su vientre. Mi vástaga estudia Historia y Arqueología, pero en su facultad –tiene intríngulis la cosa– no puede estudiar latín ni griego. Debe apañarse con lo que pudo estudiar en el colegio y buscarse la vida por su cuenta. Ya lo definió Virgilio, claro: Nox atra cava circumvolat umbra. A todos.
Hijos de puta, pienso, cerrando la Eneida. Hijos de la gran puta.
29 de marzo de 2004