Qué coincidencia. Llevo unos días con los vídeos de una estupenda serie inglesa sobre la Segunda Guerra Mundial, hace poco leí El incendio –el libro de Jörg Friedrich sobre los bombardeos aliados en Alemania–, y ahora acabo de toparme con unas declaraciones del propio Friedrich, afirmando que las pilas de civiles alemanes muertos bajo las bombas son idénticas a las de los campos de exterminio nazis, y que ambas situaciones tienen en común el sufrimiento de inocentes que no querían aniquilar a nadie. Y oigan. Quizá por las fechas en que andamos, la palabra inocentes se me queda pegada a la mollera y a las teclas del ordenador. Y no termino de digerirla, fíjense. Inocentes, según y para qué.
A ver si me explico. Una cosa es que a Ana Frank le venga un animal de bellota vestido de SS, la obligue a lucir una estrella amarilla y luego se la lleve a tomar una ducha de gas Cyclon porque a los judíos, a los gitanos, a los rojos y a los maricones hay que darles matarile, y otra es que a los súbditos de un país que ha puesto el mundo patas arriba con arrogancia y crueldad inauditas, les pasen factura, como dicen en México, mochando parejo. Y no me vengan con murgas igualitarias, porque toda esa barrila de los inocentes me la sé de memoria, mejor que muchos cantamañanas teóricos del asunto. Pasé casi la mitad de mi vida abonado a esa clase de espectáculos, y de inocentes y verdugos tengo información de primera mano. Por eso digo que en todas partes hay inocentes, claro. Pero no todos son iguales.
A ver si me explico más. Inocente absoluto es, sin duda, el niño de ojos asustados que levanta las manos ante el fusil de un verdugo nazi en el gueto de Varsovia –como lo es, también, el niño palestino que ahora las levanta ante el fusil de un verdugo israelí–. Pero sobre la inocencia del niño rubio achicharrado junto a sus papis entre las ruinas de Dresde, tengo ciertas dudas. No hablo de inocencia individual, claro, sino de inocencia colectiva. Histórica. Porque oigan. Yo he visto a ese mismo niño vestido de cachorro de las juventudes hitlerianas, saludando entusiasmado a su Führer, con la mamá rubia, sana, aria, con sus trenzas y todo, llorando emocionada al paso del tío Adolfo. Un tío Adolfo, por cierto, que con su pandilla de gangsters y psicópatas llegó al poder en Alemania, no mediante golpe de estado ni guerra civil como Franco en España, sino legal y con papeles, con urnas de por medio, sencillamente porque era la encarnación del ideal exacto que en ese momento rumiaba Alemania: un reich, un pueblo, un führer. Aunque ahora se llamen a altana mis primos, Hitler no fue un accidente, sino la encarnación de un sueño alemán, de una forma de entender el pasado, el presente y el futuro. De un concepto nacional del mundo y de la vida: una Weltanschauung colectiva, o como carajo lo dijera Spengler, del mismo modo que los criminales Milosevic y Karadzic –a los que tanto sonreía, por cierto, don Javier Solana en los telediarios mientras otros contábamos muertos en Sarajevo–, con sus matanzas y limpieza étnica, eran la encarnación del ideal colectivo del pueblo serbio, e igual que hoy la imbecilidad de George Bush encarna el ideal arrogante, analfabeto y paranoico de, por lo menos, la media Norteamérica que lo votó.
Lo que intento decir es que, en términos históricos, a los inocentes hay que cogerlos con pinzas. Las víctimas juntas, vale. Pero no revueltas. Aunque se parezcan mucho, y aunque los tontos del haba de lo políticamente correcto sostengan lo contrario, no todos los muertos son iguales. Y es injusto, y peligroso, meter en el mismo cazo a quienes no cometieron otro pecado que ser rubios o morenos, tener la nariz larga, la sangre con errehache tal, o situar la nuca cerca de la pistola de un hijo de la gran puta, que los cómplices, y los clientes, y los que recogen las nueces, y los cobardes que callan, y los que miran hacia otro lado porque la tragedia no afecta a sus intereses. Dicho en bonito: los mierdas que aplauden emocionados cuando pasa el Mercedes con la esvástica y luego, cuando les enseñan el horno crematorio con huesos humeantes, pretenden convencernos de que ellos no sabían nada, de que sólo pasaban por allí, de que los obligaron. Esos inocentes postizos que, a la larga, terminan formando pilas parecidas, pero nunca iguales, a las de aquellos a quienes dejaron morir por cobardía y por vileza.
14 de marzo de 2004
A ver si me explico. Una cosa es que a Ana Frank le venga un animal de bellota vestido de SS, la obligue a lucir una estrella amarilla y luego se la lleve a tomar una ducha de gas Cyclon porque a los judíos, a los gitanos, a los rojos y a los maricones hay que darles matarile, y otra es que a los súbditos de un país que ha puesto el mundo patas arriba con arrogancia y crueldad inauditas, les pasen factura, como dicen en México, mochando parejo. Y no me vengan con murgas igualitarias, porque toda esa barrila de los inocentes me la sé de memoria, mejor que muchos cantamañanas teóricos del asunto. Pasé casi la mitad de mi vida abonado a esa clase de espectáculos, y de inocentes y verdugos tengo información de primera mano. Por eso digo que en todas partes hay inocentes, claro. Pero no todos son iguales.
A ver si me explico más. Inocente absoluto es, sin duda, el niño de ojos asustados que levanta las manos ante el fusil de un verdugo nazi en el gueto de Varsovia –como lo es, también, el niño palestino que ahora las levanta ante el fusil de un verdugo israelí–. Pero sobre la inocencia del niño rubio achicharrado junto a sus papis entre las ruinas de Dresde, tengo ciertas dudas. No hablo de inocencia individual, claro, sino de inocencia colectiva. Histórica. Porque oigan. Yo he visto a ese mismo niño vestido de cachorro de las juventudes hitlerianas, saludando entusiasmado a su Führer, con la mamá rubia, sana, aria, con sus trenzas y todo, llorando emocionada al paso del tío Adolfo. Un tío Adolfo, por cierto, que con su pandilla de gangsters y psicópatas llegó al poder en Alemania, no mediante golpe de estado ni guerra civil como Franco en España, sino legal y con papeles, con urnas de por medio, sencillamente porque era la encarnación del ideal exacto que en ese momento rumiaba Alemania: un reich, un pueblo, un führer. Aunque ahora se llamen a altana mis primos, Hitler no fue un accidente, sino la encarnación de un sueño alemán, de una forma de entender el pasado, el presente y el futuro. De un concepto nacional del mundo y de la vida: una Weltanschauung colectiva, o como carajo lo dijera Spengler, del mismo modo que los criminales Milosevic y Karadzic –a los que tanto sonreía, por cierto, don Javier Solana en los telediarios mientras otros contábamos muertos en Sarajevo–, con sus matanzas y limpieza étnica, eran la encarnación del ideal colectivo del pueblo serbio, e igual que hoy la imbecilidad de George Bush encarna el ideal arrogante, analfabeto y paranoico de, por lo menos, la media Norteamérica que lo votó.
Lo que intento decir es que, en términos históricos, a los inocentes hay que cogerlos con pinzas. Las víctimas juntas, vale. Pero no revueltas. Aunque se parezcan mucho, y aunque los tontos del haba de lo políticamente correcto sostengan lo contrario, no todos los muertos son iguales. Y es injusto, y peligroso, meter en el mismo cazo a quienes no cometieron otro pecado que ser rubios o morenos, tener la nariz larga, la sangre con errehache tal, o situar la nuca cerca de la pistola de un hijo de la gran puta, que los cómplices, y los clientes, y los que recogen las nueces, y los cobardes que callan, y los que miran hacia otro lado porque la tragedia no afecta a sus intereses. Dicho en bonito: los mierdas que aplauden emocionados cuando pasa el Mercedes con la esvástica y luego, cuando les enseñan el horno crematorio con huesos humeantes, pretenden convencernos de que ellos no sabían nada, de que sólo pasaban por allí, de que los obligaron. Esos inocentes postizos que, a la larga, terminan formando pilas parecidas, pero nunca iguales, a las de aquellos a quienes dejaron morir por cobardía y por vileza.
14 de marzo de 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario