Lo encontré por primera vez cuando era joven e impulsivo, inexperto provinciano montado en su jaco amarillo para rechifla de los paisanos y de los agentes del cardenal Richelieu. Y cuatrocientos veinticinco capítulos después de que entablásemos conocimiento en Meunp sur Loire aquel primer lunes de abril de 1626, cincuentón y resabiado, curtido en mil peripecias, cuando por fin estaba a punto de con seguir el bastón de mariscal frente a las murallas y trincheras de Maastricht, me lo mató una bala holandesa. De estar vivo para comentar el suceso, Athos nos habría mirado con aquellos ojos serenos donde al emborracharse aparecía la imagen de Milady, diciendo que era una más de las jugarretas del destino. Porthos habría soltado una risotada jovial, quitándole importancia a ese incidente de morirse. En cuanto a Aramis, el único que no murió jamás, habría asentido en silencio desde la penumbra, como si todo estuviese escrito de antemano en un libro secreto que él tuviera en su poder.
Hay libros tan íntimamente ligados a viejas imágenes, olores, sensaciones, que resulta imposible abrirlos de nuevo sin que, de golpe, revivas todo ese fragmento de pasado que antaño rodeó su lectura. Si el solar de un hombre lo constituyen, sobre todo, su memoria y sus recuerdos de infancia, ciertos libros, los que más huella dejaron, terminan adoptando ellos mismos, con el paso del tiempo, el carácter de bandera o de patria. Esto ocurre a menudo con algunas páginas leídas en años fértiles, cuando la poderosa imaginación de un niño o un muchacho aún mantiene, por fortuna, difusas las fronteras entre realidad y ficción que después, tan cruelmente, delimitarán el mundo de los adultos razonables.
Son tres los libros que, por diversas razones y circunstancias, más veces he releído en mi vida: La Cartuja de Parma, La montaña mágica y el ciclo completo de las andanzas de d'Artagnan y sus amigos, que incluye Los tres mosqueteros, primera parte y la más conocida, que antecede a Veinte años después y a El vizconde de Bragelonne. De todos ellos, la más temprana pasión corresponde a la trilogía escrita por Dumas. Una fascinación surgida en un jovencísimo lector de nueve años al descubrir cuatro antiguos volúmenes encuadernados en piel en la biblioteca de su abuelo, y que se fraguó en días de lluvia y gripe en la cama devorando páginas, o largas tardes de verano a la orilla del mar.
Novela folletinesca, sin duda. Caudal de peripecias con todos los pecados propios en las obras de su clase. Pero también folletín ilustre, muy superior a los niveles comunes del género, que permanece fresco y vivo, que dispara ecos, resortes íntimos en la imaginación y los sentimientos de quien se enfrenta a sus páginas, sumiéndolo en una aventura apasionante para hacerlo correr galopando sin aliento de la ruta de Calais a Belle Isle, batirse en las posadas o en los caminos, esquivar el veneno y el puñal en los corredores del Louvre, amando, matando y muriendo en una aventura que en realidad no es sino la aventura que late en cualquier corazón humano: voluntad ardiente, melancolía, amistad, elegancia sutil y galante, valentía, lealtad y ese tono de escéptica sabiduría, de ligero pesimismo que impregna el relato, lucidez ante la condición humana con lo que ésta tiene de abyecto y entrañable.
Sobre todo, los héroes de Dumas están vivos: tienen carne y sangre. D'Artagnan y sus compañeros son seres humanos sujetos a pasiones y recuerdos. Hombres que aman y odian, que se quieren y son leales a pesar de las contradicciones y de las piruetas que, con el paso de los años, la vida impone. Puestos a extremar con ellos el rigor, Athos puede resultar un fatuo trasnochado y borracho que se aferra a su honor como único recurso para no volarse la tapa de los sesos; Porthos, un gigante irresponsable y fanfarrón; Aramis, un mujeriego intrigante e hipócrita. En cuanto a d'Artagnan, no saldría mejor librado. Su fama de espadachín es discutible, pues en Los tres mosqueteros sólo asistimos personalmente a cuatro de sus duelos y en algunos vence aprovechando que Jussac, por ejemplo, se está levantando, o que el adversario, ciego en el ataque, se ensarta solo en su espada. En el desafío con los ingleses únicamente desarma al barón, que al retroceder resbala y cae. En cuanto a su ética, al duque de Wardes le roba un salvoconducto con malas artes y recurre a una baja maniobra para acostarse con su amante. Por cierto, en cuanto a amantes sólo conquista cuatro: Milady - con subterfugios -, una criada de la que se aprovecha, la pequeña burguesa Bonancieux y la fondista Magdalena que lo mantiene veinte años después. Y no hablemos de dinero: la primera ronda general que vemos pagar a d'Artagnan es después de capturar al general Monk, cuando hace tres décadas que lo conocemos sin verle soltar un duro. Quizá ahí está la clave: en la abrumadora humanidad de los cuatro héroes de Dumas. En Veinte años después militan en bandos opuestos, desconfían unos de otros, se engañan y acuden armados a la cita de la Plaza Real en el capítulo XXXI, donde discuten y sacan las espadas. Después, d'Artagnan se lleva al buen Porthos a Inglaterra con engaños y ambos ayudan a Cromwell mientras sus amigos defienden a Carlos I. Todavía en Inglaterra, el gascón se negará a estrechar la mano de Athos, cuyo anticuado sentido del honor los ha puesto en peligro. Sin embargo, la amistad inquebrantable que se profesan los mantiene unidos, aunque vuelvan a enfrentarse en El vizconde de Bragelonne por el asunto Fouquet y la Máscara de Hierro, mintiéndose y adorándose al mismo tiempo unos a otros, dispuestos a batirse contra el mundo si es necesario, jugándose a cara o cruz, por lealtad al pasado, a los peligros que compartieron y a su vieja amistad, posición, dinero, honor y vida. Ejemplo admirable de valor, fidelidad y constancia. En un mundo hostil de adversarios, cortesanos y enemigos poderosos, de reyes ingratos y maniobras políticas, en el torbellino de las sucesivas intrigas en que participan, los cuatro antiguos mosqueteros jamás perderán de vista un límite ético, un vínculo moral indisoluble que justifica cualquiera de sus actos y mantiene a salvo su honor y dignidad.
Y de ese modo, durante 2.200 páginas y cuarenta años de sus vidas extraordinarias, los acompañamos hasta el ocaso. Cumpliendo la ley de la vida se van acercando a él cansados, con el alma llena de ingratitudes y desengaños, pero también de los buenos momentos vividos juntos, del heroísmo compartido, de la amistad que sobrevivió a todo lo demás como un hilo de acero constante bajo la trama. Sobre sus viejos corazones fíeles va cayendo el telón con un tono de melancolía resignada y valerosa. Los cuatro hombres que hicieron temblar a reyes y cardenales aceptan resignadamente su destino y se extinguen con el relato. Los héroes están cansados; sus sombras se apagan con los rescoldos de su época mientras recuerdan con nostalgia a los viejos enemigos, que el tiempo vuelve tan entrañables como los viejos amigos. Desaparecidos unos y otros porque ya no quedan hombres de su temple, de su clase, el mundo en que vivieron y lucharon agoniza con ellos. El buen Porthos, el gigante generoso, es el primero en irse. «Es demasiado peso», dice antes de sucumbir en la gruta de Locmaría, rodeado de cadáveres de adversarios que, fiel a sí mismo, se lleva por delante. Le seguirá Athos, mirando con serenidad al ángel de la muerte cara a cara, digno y honrado como vivió siempre. Y después, mientras Aramis se sume en las sombras convertido en general de los jesuitas, d'Artagnan morirá de pie como los viejos soldados valientes, con sangre en el pecho y el nombre de sus amigos en los labios, rozando con la punta de los dedos el rostro, que siempre le fue esquivo, de la gloria.
Esas líneas las habré leído ocho o nueve veces en mi vida, y siempre llego a ellas con una sospechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro el último tomo no puedo evitar hacerlo despacio, como quien corre la lápida de una tumba, con la misma melancolía que rodea los últimos momentos de mis mosqueteros perdidos. Al fin y al cabo, con ellos muere también cada vez lo mejor, lo más noble y generoso que existe en la condición humana. Pero también queda el consuelo de saber que Athos, Porthos, Aramis y d'Artagnan no se han ido para siempre. Dentro de dos, cuatro o cinco años, un día abriré el primer volumen por la primera página, y todo empezará otra vez desde el principio. Una mujer rubia y enigmática en una carroza. Un hombre con una cicatriz. Y un joven gascón de dieciocho años sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de abril de 1626. Y yo cabalgaré con él, de nuevo joven y valeroso, en busca de aventuras y peligros. Al encuentro de los mejores amigos que tuve jamás.
25 de abril de 1993
Hay libros tan íntimamente ligados a viejas imágenes, olores, sensaciones, que resulta imposible abrirlos de nuevo sin que, de golpe, revivas todo ese fragmento de pasado que antaño rodeó su lectura. Si el solar de un hombre lo constituyen, sobre todo, su memoria y sus recuerdos de infancia, ciertos libros, los que más huella dejaron, terminan adoptando ellos mismos, con el paso del tiempo, el carácter de bandera o de patria. Esto ocurre a menudo con algunas páginas leídas en años fértiles, cuando la poderosa imaginación de un niño o un muchacho aún mantiene, por fortuna, difusas las fronteras entre realidad y ficción que después, tan cruelmente, delimitarán el mundo de los adultos razonables.
Son tres los libros que, por diversas razones y circunstancias, más veces he releído en mi vida: La Cartuja de Parma, La montaña mágica y el ciclo completo de las andanzas de d'Artagnan y sus amigos, que incluye Los tres mosqueteros, primera parte y la más conocida, que antecede a Veinte años después y a El vizconde de Bragelonne. De todos ellos, la más temprana pasión corresponde a la trilogía escrita por Dumas. Una fascinación surgida en un jovencísimo lector de nueve años al descubrir cuatro antiguos volúmenes encuadernados en piel en la biblioteca de su abuelo, y que se fraguó en días de lluvia y gripe en la cama devorando páginas, o largas tardes de verano a la orilla del mar.
Novela folletinesca, sin duda. Caudal de peripecias con todos los pecados propios en las obras de su clase. Pero también folletín ilustre, muy superior a los niveles comunes del género, que permanece fresco y vivo, que dispara ecos, resortes íntimos en la imaginación y los sentimientos de quien se enfrenta a sus páginas, sumiéndolo en una aventura apasionante para hacerlo correr galopando sin aliento de la ruta de Calais a Belle Isle, batirse en las posadas o en los caminos, esquivar el veneno y el puñal en los corredores del Louvre, amando, matando y muriendo en una aventura que en realidad no es sino la aventura que late en cualquier corazón humano: voluntad ardiente, melancolía, amistad, elegancia sutil y galante, valentía, lealtad y ese tono de escéptica sabiduría, de ligero pesimismo que impregna el relato, lucidez ante la condición humana con lo que ésta tiene de abyecto y entrañable.
Sobre todo, los héroes de Dumas están vivos: tienen carne y sangre. D'Artagnan y sus compañeros son seres humanos sujetos a pasiones y recuerdos. Hombres que aman y odian, que se quieren y son leales a pesar de las contradicciones y de las piruetas que, con el paso de los años, la vida impone. Puestos a extremar con ellos el rigor, Athos puede resultar un fatuo trasnochado y borracho que se aferra a su honor como único recurso para no volarse la tapa de los sesos; Porthos, un gigante irresponsable y fanfarrón; Aramis, un mujeriego intrigante e hipócrita. En cuanto a d'Artagnan, no saldría mejor librado. Su fama de espadachín es discutible, pues en Los tres mosqueteros sólo asistimos personalmente a cuatro de sus duelos y en algunos vence aprovechando que Jussac, por ejemplo, se está levantando, o que el adversario, ciego en el ataque, se ensarta solo en su espada. En el desafío con los ingleses únicamente desarma al barón, que al retroceder resbala y cae. En cuanto a su ética, al duque de Wardes le roba un salvoconducto con malas artes y recurre a una baja maniobra para acostarse con su amante. Por cierto, en cuanto a amantes sólo conquista cuatro: Milady - con subterfugios -, una criada de la que se aprovecha, la pequeña burguesa Bonancieux y la fondista Magdalena que lo mantiene veinte años después. Y no hablemos de dinero: la primera ronda general que vemos pagar a d'Artagnan es después de capturar al general Monk, cuando hace tres décadas que lo conocemos sin verle soltar un duro. Quizá ahí está la clave: en la abrumadora humanidad de los cuatro héroes de Dumas. En Veinte años después militan en bandos opuestos, desconfían unos de otros, se engañan y acuden armados a la cita de la Plaza Real en el capítulo XXXI, donde discuten y sacan las espadas. Después, d'Artagnan se lleva al buen Porthos a Inglaterra con engaños y ambos ayudan a Cromwell mientras sus amigos defienden a Carlos I. Todavía en Inglaterra, el gascón se negará a estrechar la mano de Athos, cuyo anticuado sentido del honor los ha puesto en peligro. Sin embargo, la amistad inquebrantable que se profesan los mantiene unidos, aunque vuelvan a enfrentarse en El vizconde de Bragelonne por el asunto Fouquet y la Máscara de Hierro, mintiéndose y adorándose al mismo tiempo unos a otros, dispuestos a batirse contra el mundo si es necesario, jugándose a cara o cruz, por lealtad al pasado, a los peligros que compartieron y a su vieja amistad, posición, dinero, honor y vida. Ejemplo admirable de valor, fidelidad y constancia. En un mundo hostil de adversarios, cortesanos y enemigos poderosos, de reyes ingratos y maniobras políticas, en el torbellino de las sucesivas intrigas en que participan, los cuatro antiguos mosqueteros jamás perderán de vista un límite ético, un vínculo moral indisoluble que justifica cualquiera de sus actos y mantiene a salvo su honor y dignidad.
Y de ese modo, durante 2.200 páginas y cuarenta años de sus vidas extraordinarias, los acompañamos hasta el ocaso. Cumpliendo la ley de la vida se van acercando a él cansados, con el alma llena de ingratitudes y desengaños, pero también de los buenos momentos vividos juntos, del heroísmo compartido, de la amistad que sobrevivió a todo lo demás como un hilo de acero constante bajo la trama. Sobre sus viejos corazones fíeles va cayendo el telón con un tono de melancolía resignada y valerosa. Los cuatro hombres que hicieron temblar a reyes y cardenales aceptan resignadamente su destino y se extinguen con el relato. Los héroes están cansados; sus sombras se apagan con los rescoldos de su época mientras recuerdan con nostalgia a los viejos enemigos, que el tiempo vuelve tan entrañables como los viejos amigos. Desaparecidos unos y otros porque ya no quedan hombres de su temple, de su clase, el mundo en que vivieron y lucharon agoniza con ellos. El buen Porthos, el gigante generoso, es el primero en irse. «Es demasiado peso», dice antes de sucumbir en la gruta de Locmaría, rodeado de cadáveres de adversarios que, fiel a sí mismo, se lleva por delante. Le seguirá Athos, mirando con serenidad al ángel de la muerte cara a cara, digno y honrado como vivió siempre. Y después, mientras Aramis se sume en las sombras convertido en general de los jesuitas, d'Artagnan morirá de pie como los viejos soldados valientes, con sangre en el pecho y el nombre de sus amigos en los labios, rozando con la punta de los dedos el rostro, que siempre le fue esquivo, de la gloria.
Esas líneas las habré leído ocho o nueve veces en mi vida, y siempre llego a ellas con una sospechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro el último tomo no puedo evitar hacerlo despacio, como quien corre la lápida de una tumba, con la misma melancolía que rodea los últimos momentos de mis mosqueteros perdidos. Al fin y al cabo, con ellos muere también cada vez lo mejor, lo más noble y generoso que existe en la condición humana. Pero también queda el consuelo de saber que Athos, Porthos, Aramis y d'Artagnan no se han ido para siempre. Dentro de dos, cuatro o cinco años, un día abriré el primer volumen por la primera página, y todo empezará otra vez desde el principio. Una mujer rubia y enigmática en una carroza. Un hombre con una cicatriz. Y un joven gascón de dieciocho años sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de abril de 1626. Y yo cabalgaré con él, de nuevo joven y valeroso, en busca de aventuras y peligros. Al encuentro de los mejores amigos que tuve jamás.
25 de abril de 1993
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