domingo, 6 de febrero de 1994

Mi amigo el espía


No es uno de esos fontaneros chapuzas a los que pillan siempre pinchándole el teléfono a Mario Conde, o que salen con nombres, apellidos y alias en los ajustes de cuentas entre grupos de poder que utilizan los periódicos como campo de batalla. No es un espía corrupto, ni chismoso, ni de los que harían chantaje y fotos a la amante del ministro si en este país los ministros se atrevieran -que no se atreven, por si las moscas- a tener amantes. Ni siquiera es un ex sargento o algo así de la Guardia Civil. Mi amigo es un espía de verdad, un profesional que ejerce su oficio para el organismo oficial correspondiente desde hace la pila de años. Tiene su correspondiente graduación militar, que a estas alturas y por escalafón es muy respetable, aunque no ejerce de tal en su vida pública, sino que viaja bajo diversos nombres y oficios, como en las películas y las novelas de John le Carré. Novelas que, por cierto, lee.

A veces, cuando salta un escándalo sobre espionaje nacional y se nos llena la olla de basura, de husmeadores de andar por casa tipo Pepe Gotera y Otilio, de bocazas que se van de la lengua por cuatro duros, de tercería en mezquinos ajustes de cuentas entre políticos y banqueros, o periodistas, pienso en mi amigo y decido que todo esto resulta injusto. Esa imagen de confidentes de tren de cercanías, de chivatos de a veinte duros, de escoria oliendo a calcetín usado que suele difundirse a raíz de estos asuntos, no se corresponde con la realidad. O a toda la realidad. Porque, aparte el indudable menos con elenco de golfos, mangantes, correveidiles, fantasmas y personal vario que los servicios secretos -CESID, Benemérita, etcétera- recluían para trabajar en las diferentes, entrecruzadas y complejas cañerías y desagües varios del Estado hay otras gentes a las que no podemos meter en el mismo cazo.

Por esos azares del oficio y de la vida, de vez en cuando se encuentra uno, en lugares perdidos de la mano de Dios, a compatriotas cuya edad, talante y algún detalle adicional permitirían situar por su nombre en las relaciones del escalafón militar, si dispusiéramos de un nombre auténtico al efecto. Así conocí a media docena de ellos: uno en cierto lugar insólito entre las fronteras de Malawi y Mozambique, otro en el Líbano -donde nos mataron a un amigo común, el embajador Pedro de Arístegui-, un par en los Balcanes y otro en un país caluroso y tropical cuyo nombre me callo. Eran tipos normales, individuos que trabajaban por su país -por ese concepto para unos difuso y para otros muy claro al que llamamos España- y lo hacían a menudo en condiciones difíciles, incluso peligrosas. Un par de ellos se convirtieron en amigos y uno, especialmente, en muy amigo mío. Ése es mi amigo el espía. Amistad que proclamo aquí, con la cabeza muy alta, en estos tiempos en que la palabra espía -Quevedo lo fue, por ejemplo- es sinónimo de tanta mugre y de tanta mierda.

Mi amigo y el que suscribe vivimos juntos un par de peripecias divertidas, a las que asistí como testigo: desde una incursión nocturna en territorio enemigo, africano y ecuatorial, en compañía de una hermosísima joven de piel oscura, hasta el día en que, muerto de risa, vigilé la puerta del despacho de cierto embajador mientras él fotocopiaba, entre pasos de baile, documentos confidenciales que al día siguiente viajaban a España en valija diplomática. El azar y su habilidad, combinados, lo colocaron entre los protagonistas de algunos acontecimientos históricos de la última década, cuya confianza ganó y utilizó al servicio de su país. Durante estos años bebí martinis con él, escuché sus neuras y sus problemas conyugales, y llegué a apreciar a ese vagabundo inteligente, caballeroso y patriota, con un profundo sentido del humor y una extraordinaria lucidez sobre la condición humana.

Ahora está en un lugar donde se juega la vida a menudo, y ni siquiera tiene derecho a lucir medallas. Por eso, a veces, cuando miro el telediario o las páginas de los diarios y veo que el mundo se agita y que ocurren cosas, creo reconocer, a veces, su mano o su presencia en ellas. Entonces levanto un vaso y brindo a la salud de mi amigo, el espía tranquilo. Sé que un día volverá, y lo harán general o -lo más probable- lo enviarán a un despacho de chupatintas, como suele hacerse en nuestra ingrata tierra para premiar los servicios prestados. Pero nadie le quitará aquella noche de gloria que vivió junto a la valiente princesa de piel oscura.

Ni nadie podrá quitarle mi amistad y mi respeto.

6 de febrero de 1994

1 comentario:

Anónimo dijo...

Doy fe. Trabajé hace treinta años como informador externo para este espía...