De vez en cuando se salen de una curva y se matan quince, y por la cuneta se desparraman las sandalias, la cazuela del cuscús y la bicicleta para el sobrino Hassanito. Antes iban siempre así, quemando etapas hacia el norte, o rumbo a Algeciras por vacaciones. Ahora muchos se quedan aquí: albañiles, basureros, peones en los campos o los invernaderos del sur. Buena parte de ellos son ilegales, pero temo decepcionar a los lectores. Hoy no me pide el cuerpo hacer demagogia barata sobre el pobre morito que se ahoga en el Estrecho y el malvado español que le restriega su opulencia por el morro. Eso se lo dejo a los cantamañanas que tienen la Verdad sentada en el hombro y siempre saben quiénes son los buenos y quiénes son los malos de todas las películas.
Pero volvamos al moro. A quien, por cierto, nadie se atreve a llamar en público por ese hermoso y antiguo nombre histórico, sino con los eufemismos norteafricano, musulmán, magrebí -que es moro dicho de otra forma y cosas así, que suena todo mucho más solidario y menos xenófobo. Aunque de puertas adentro todos los sigamos llamando moros. Como mi amigo Ángel, que fue timador callejero durante casi cuarenta años de su vida, y suele quejarse amargamente, entre caña y caña de cerveza, de la cantidad de morisma que se tropieza ahora en su antiguo oficio, desplazando a los manguis nacionales en modalidades como distribución de chocolate, tirones de bolsos y atracos a punta de navaja.
Yo, fíjense, estoy de acuerdo con Ángel. En esto de que me atraquen soy de lo más xenófobo, y prefiero que me ponga la navaja en el cuello un chorizo nacional antes que uno de afuera. Sobre todo por el idioma. Así que me parece muy bien que a los magrebíes, norteafricanos, moros, o lo que sea, que deciden resolver por su cuenta y a las bravas la distribución de riqueza norte-sur, los agarre la policía por el pescuezo y los reexpida a Tánger. Donde -allí sí- me parece de perlas que atraquen a sus turistas. Porque los turistas, sobre todo algunos que conozco, están exactamente para eso. Para ser atracados e ir a quejarse y complicarles la vida a los cónsules y a los secretarios de embajada, que suelen ser bastante capullos.
Pero la mayor parte de los moros que uno se cruza por la calle no son así. Vienen, lejos de su tierra, a buscar una vida mejor a costa de soledad y de humillación. Los vemos con sus raídas chaquetas y sus gorros de lana, oliendo a hambre, a miedo y miseria. Soñando con volver a su tierra conduciendo un flamante coche de segunda mano, con regalos para deslumbrar a la familia y los vecinos, con esa bicicleta de Hassanito que a veces se queda tirada en la cuneta. Uno se los cruza como fantasmas solitarios el día de Aid al Faír, la noche del Cordero que es su Nochebuena, con la certeza de que esa noche darían lo poco que poseen, el jergón en el semisótano, los cuatro ahorros y la mitad de sus sueños, por estar en Xauen con la familia, rodeados de padres, críos, parientes y vecinos, con calor en el corazón, y no en esta tierra fría, hostil, donde para comer hay que ser el morito bueno que dice sí, jefe, sí, paisa. Donde te basta mirar a los ojos de cualquier cristiano, de cualquier español, para leer en ellos el desprecio y la desconfianza. Donde, ya en la misma frontera, los policías se dirigen a ti con el más grosero tuteo, como si en Marruecos los hombres fueran siervos o delincuentes, y las mujeres fueran putas.
Sin embargo llevamos la misma sangre, hecha de historia y de siglos, de mutuo conocimiento, guerras, matanzas, olivos y sal mediterránea. Buena parte de los españoles, incluido el arriba firmante, estamos más en nuestra casa, el sol nos calienta más los huesos y el corazón, en un cafetín de Tetuán o un mercado de Nador que en la plaza mayor de Bruselas o en los cafés de Viena. Ustedes piensen lo que quieran, pero a menudo me reconozco en mi paisa, el moromierda, más que en esos bastardos anglosajones que se ponen ciegos de alcohol para destrozar bares, o esos alemanes que se me antojan marcianos, o esos mingafrías escandinavos que se suicidan porque se aburren.
Prefiero Marruecos a esa Europa pulcra y bien afeitada que trabaja por sentido del deber, que procrea sin pasión, que mata sin odio. Nada de todo eso vale la mirada de Mohamed, o Cherif, cuando, con sólo tres palabras pronunciadas en su lengua -la Paz, hermano-, consigues que el rostro se le ilumine en una sonrisa radiante y agradecida.
6 de marzo de 1994
Pero volvamos al moro. A quien, por cierto, nadie se atreve a llamar en público por ese hermoso y antiguo nombre histórico, sino con los eufemismos norteafricano, musulmán, magrebí -que es moro dicho de otra forma y cosas así, que suena todo mucho más solidario y menos xenófobo. Aunque de puertas adentro todos los sigamos llamando moros. Como mi amigo Ángel, que fue timador callejero durante casi cuarenta años de su vida, y suele quejarse amargamente, entre caña y caña de cerveza, de la cantidad de morisma que se tropieza ahora en su antiguo oficio, desplazando a los manguis nacionales en modalidades como distribución de chocolate, tirones de bolsos y atracos a punta de navaja.
Yo, fíjense, estoy de acuerdo con Ángel. En esto de que me atraquen soy de lo más xenófobo, y prefiero que me ponga la navaja en el cuello un chorizo nacional antes que uno de afuera. Sobre todo por el idioma. Así que me parece muy bien que a los magrebíes, norteafricanos, moros, o lo que sea, que deciden resolver por su cuenta y a las bravas la distribución de riqueza norte-sur, los agarre la policía por el pescuezo y los reexpida a Tánger. Donde -allí sí- me parece de perlas que atraquen a sus turistas. Porque los turistas, sobre todo algunos que conozco, están exactamente para eso. Para ser atracados e ir a quejarse y complicarles la vida a los cónsules y a los secretarios de embajada, que suelen ser bastante capullos.
Pero la mayor parte de los moros que uno se cruza por la calle no son así. Vienen, lejos de su tierra, a buscar una vida mejor a costa de soledad y de humillación. Los vemos con sus raídas chaquetas y sus gorros de lana, oliendo a hambre, a miedo y miseria. Soñando con volver a su tierra conduciendo un flamante coche de segunda mano, con regalos para deslumbrar a la familia y los vecinos, con esa bicicleta de Hassanito que a veces se queda tirada en la cuneta. Uno se los cruza como fantasmas solitarios el día de Aid al Faír, la noche del Cordero que es su Nochebuena, con la certeza de que esa noche darían lo poco que poseen, el jergón en el semisótano, los cuatro ahorros y la mitad de sus sueños, por estar en Xauen con la familia, rodeados de padres, críos, parientes y vecinos, con calor en el corazón, y no en esta tierra fría, hostil, donde para comer hay que ser el morito bueno que dice sí, jefe, sí, paisa. Donde te basta mirar a los ojos de cualquier cristiano, de cualquier español, para leer en ellos el desprecio y la desconfianza. Donde, ya en la misma frontera, los policías se dirigen a ti con el más grosero tuteo, como si en Marruecos los hombres fueran siervos o delincuentes, y las mujeres fueran putas.
Sin embargo llevamos la misma sangre, hecha de historia y de siglos, de mutuo conocimiento, guerras, matanzas, olivos y sal mediterránea. Buena parte de los españoles, incluido el arriba firmante, estamos más en nuestra casa, el sol nos calienta más los huesos y el corazón, en un cafetín de Tetuán o un mercado de Nador que en la plaza mayor de Bruselas o en los cafés de Viena. Ustedes piensen lo que quieran, pero a menudo me reconozco en mi paisa, el moromierda, más que en esos bastardos anglosajones que se ponen ciegos de alcohol para destrozar bares, o esos alemanes que se me antojan marcianos, o esos mingafrías escandinavos que se suicidan porque se aburren.
Prefiero Marruecos a esa Europa pulcra y bien afeitada que trabaja por sentido del deber, que procrea sin pasión, que mata sin odio. Nada de todo eso vale la mirada de Mohamed, o Cherif, cuando, con sólo tres palabras pronunciadas en su lengua -la Paz, hermano-, consigues que el rostro se le ilumine en una sonrisa radiante y agradecida.
6 de marzo de 1994
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