Hace un par de años escribí en esta misma página que la visita a un antiguo campo de batalla puede ser mala o buena, según quién te guíe por él. Y que si dejamos a un lado la demagogia patriotera barata y la otra demagogia estúpida que se niega a aceptar que la Historia y la condición humana están llenas de tantas luces como ángulos en sombra, un lugar así puede convertirse, para las generaciones jóvenes, en una excelente escuela de lucidez y tolerancia. Lamentaba también en ese comentario que, mientras en otros lugares de Europa y América uno encuentra a menudo grupos de escolares recorriendo esos lugares históricos, en España no ocurra otro tanto. Aquí, generaciones de oportunistas con sotana, charreteras, escaño en el Parlamento o salón del trono en un palacio real, han conseguido, con su manipulación y su infamia, que los españoles nos avergoncemos de nuestro pasado. Nombres como Las Navas de Tolosa, el Jarama, los Arapiles o el cabo Trafalgar, no son más que paisajes comunes entre muchos cientos de sitios olvidados. Y con ellos hemos perdido, también, las lecciones a veces hermosas y siempre terribles que quienes allí yacen nos dejaron al pelear en nombre de un deber, un ideal, o simplemente porque no tenían más remedio y era obligado estar en ese sitio y no en otra parte.
Tal era mi queja: el olvido y la orfandad suicida a que condenamos nuestra memoria. Pero, tras la publicación de aquello, recibí una puntualización del ayuntamiento de un pueblecito extremeño. Aquí no hemos olvidado, decían. El lugar se llama la Albuera. Y allí, en efecto, el 16 de mayo de 1811 y en plena guerra de la Independencia, 30.000 españoles, ingleses y portugueses, mandados por los generales Beresford y Castaños, avanzaron entre la lluvia y la niebla para situarse ante 20.000 franceses que, dirigidos por el mariscal Soult, pretendían socorrer Badajoz. El combate, durísimo, se prolongó durante cinco horas. Una brigada británica fue aniquilada, siéndole capturadas tres banderas, toda su artillería, 600 prisioneros y sus jefes y oficiales. La división española del mariscal Zayas, registrando incluso las cartucheras de los muertos, mantuvo la línea frente a los asaltos en masa de las columnas francesas, su artillería y la caballería polaca. Y cuando llegó la tarde, Soult se replegaba hacia Sevilla, en el campo de batalla quedaban 10.000 hombres muertos o heridos, y el agua de lluvia corría por los arroyos de Chicapierna y Valdesevilla, roja de sangre.
De todo eso el viernes hizo exactamente ciento ochenta y un años. Y el ayuntamiento de la Albuera, en cuya plaza hay un monumento en recuerdo de aquel día, y en cuyas lomas —que aún se llaman Las Baterías— hay un monolito donde los artilleros angloespañoles situaron sus cañones en la batalla, conmemora cada año el aniversario de aquella jornada en la que hubo, como en toda empresa humana, mucha crueldad e insania, pero también abnegación, sentido del deber y amor a la tierra de cada cual. A través de su concejalía de Cultura, el pueblo de la Albuera, a cuyo 6 de mayo de 1811 dedicó Lord Byron un poema —en las filas, tal como lucharon / yacían igual que mieses en el campo...—, ha editado, incluso, un bello memorial de la batalla en inglés y español, con fotos de los lugares, un excelente relato histórico de Julio Cienfuegos, y un magnífico mapa de la época con el que es posible recorrer el escenario reconstruyendo la distribución de las tropas y los avatares del combate.
De ese modo, el pueblo de la Albuera, que aquel día funesto quedó reducido a escombros por el cañoneo, ha sabido convertir tal fecha en una lección de Historia, reconciliación y tolerancia. Allí, los escolares aprenden que las guerras las declaran los reyes y los gobernantes pero las sufren los pueblos; y que sobre los huesos de los caídos construyen sus negocios políticos, mercachifles, nacionalistas barateros y patriotas de boquilla. Pero aprenden también que, a pesar de eso, incluso aunque siempre ganen los mismos y todo siga igual, a veces no hay más remedio que ponerse en pie y pelear. No por esa estupidez, abrevadero de miserables, que algunos empaquetan en himnos y banderas y llaman Patria. Tampoco para imponer nada, y ni siquiera para vencer. Sólo por demostrar que nadie pisotea impunemente una idea, un sueño o el humilde rincón de tierra en que has nacido.
18 de mayo de 1997
Tal era mi queja: el olvido y la orfandad suicida a que condenamos nuestra memoria. Pero, tras la publicación de aquello, recibí una puntualización del ayuntamiento de un pueblecito extremeño. Aquí no hemos olvidado, decían. El lugar se llama la Albuera. Y allí, en efecto, el 16 de mayo de 1811 y en plena guerra de la Independencia, 30.000 españoles, ingleses y portugueses, mandados por los generales Beresford y Castaños, avanzaron entre la lluvia y la niebla para situarse ante 20.000 franceses que, dirigidos por el mariscal Soult, pretendían socorrer Badajoz. El combate, durísimo, se prolongó durante cinco horas. Una brigada británica fue aniquilada, siéndole capturadas tres banderas, toda su artillería, 600 prisioneros y sus jefes y oficiales. La división española del mariscal Zayas, registrando incluso las cartucheras de los muertos, mantuvo la línea frente a los asaltos en masa de las columnas francesas, su artillería y la caballería polaca. Y cuando llegó la tarde, Soult se replegaba hacia Sevilla, en el campo de batalla quedaban 10.000 hombres muertos o heridos, y el agua de lluvia corría por los arroyos de Chicapierna y Valdesevilla, roja de sangre.
De todo eso el viernes hizo exactamente ciento ochenta y un años. Y el ayuntamiento de la Albuera, en cuya plaza hay un monumento en recuerdo de aquel día, y en cuyas lomas —que aún se llaman Las Baterías— hay un monolito donde los artilleros angloespañoles situaron sus cañones en la batalla, conmemora cada año el aniversario de aquella jornada en la que hubo, como en toda empresa humana, mucha crueldad e insania, pero también abnegación, sentido del deber y amor a la tierra de cada cual. A través de su concejalía de Cultura, el pueblo de la Albuera, a cuyo 6 de mayo de 1811 dedicó Lord Byron un poema —en las filas, tal como lucharon / yacían igual que mieses en el campo...—, ha editado, incluso, un bello memorial de la batalla en inglés y español, con fotos de los lugares, un excelente relato histórico de Julio Cienfuegos, y un magnífico mapa de la época con el que es posible recorrer el escenario reconstruyendo la distribución de las tropas y los avatares del combate.
De ese modo, el pueblo de la Albuera, que aquel día funesto quedó reducido a escombros por el cañoneo, ha sabido convertir tal fecha en una lección de Historia, reconciliación y tolerancia. Allí, los escolares aprenden que las guerras las declaran los reyes y los gobernantes pero las sufren los pueblos; y que sobre los huesos de los caídos construyen sus negocios políticos, mercachifles, nacionalistas barateros y patriotas de boquilla. Pero aprenden también que, a pesar de eso, incluso aunque siempre ganen los mismos y todo siga igual, a veces no hay más remedio que ponerse en pie y pelear. No por esa estupidez, abrevadero de miserables, que algunos empaquetan en himnos y banderas y llaman Patria. Tampoco para imponer nada, y ni siquiera para vencer. Sólo por demostrar que nadie pisotea impunemente una idea, un sueño o el humilde rincón de tierra en que has nacido.
18 de mayo de 1997
No hay comentarios:
Publicar un comentario