Mil millones de mil rayos. No sé ustedes, pero el arriba firmante se ha emborrachado muchas veces con el capitán Haddock, y el whisky Loch Lomond carece de secretos para mí. Salté en paracaídas sobre la Isla Misteriosa con la bandera verde de la FEIC entre los brazos, crucé innumerables vecesla frontera entre Syldavia y Borduria, navegué en el Karabotuljan, el Ramona, el Speedol Star, el Auroray el Sirius, busqué el tesoro de Rackham el Rojo-ya saben, siempre al oeste- y caminé sobre la Luna mientras Hernández y Fernández, con el pelo de colorines, hacían de payasos en el circo de Hiparco.
Cuando me eché una mochila al hombro, mi primer viaje fue, como Tintin, a bordo de un petrolero y rumbo al País del Oro negro. Y todo aquello tuvo tanto que ver con mi vida que años más tarde, cuando murió Georges Remi, Hergé, mis jefes del diario Pueblo me preguntaron si no me importaba cambiar durante unos días Beirut por Moulinsart, y publicaron una doble página en la que yo contaba cómo fui a darles el pésame a mis viejos amigos, y junto a una mesa llena de telegramas de condolencia -Abdallah, Alcázar, Serafín Latón, Oliveira de Figueira- había charlado largo rato con un abatido y envejecido Tintin, antes de mamarme a conciencia con el viejo capitán Haddock, mientras en el tocadiscos sonaba el aria de las joyas en una antigua grabación de Bianca Castaflore. Del mismo modo que el mundo se divide en stendhalianos y flaubertianos, también se divide en tintinófilos y asterixófilos. Y a mí, que amo a Matilde de la Mole mientras que Enma Bovary me parece una perfecta gilipollas, a la hora de situarme ante un álbum ilustrado puedo disfrutar mucho con las aventuras del galo irreductible; pero nada tiene eso que ver con el inmenso placer que sentí siempre al pasarlas páginas de un Tintín. Recuerdo que valían sesenta pesetas, y que ahorraba esa suma a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como un Scrooge cualquiera -todos mis tintines los compré yo salvo el primero, que fue El cetro de Ottokar- para ir a la librería Escarabajal, en Cartagena, y salir de ella con uno de aquellos álbumes en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, el lomo de tela, los magníficos colores de las siempre espléndidas portadas. Y luego, a solas, con invariable ritual, abría sus páginas y respiraba el olor a buen papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su gozosa lectura. De aquellos momentos magníficos han transcurrido casi treinta y cinco años, y todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que ya siempre, a partir de entonces, asocié con la aventura y con la vida. Con Los tres mosqueteros, El talismán, Las aventuras de Guillermo, La leyenda del Cid, el cine de John Ford y los tebeos de Hazañas Bélicas, aquellos tintines formatearon para siempre el disquete de mi infancia.
Ahora, la biografía que sobre Hergé escribió Pierre Assouline ha sido publicada en España. Assoulinees franchute, un buen tipo, excelente crítico y biógrafo de Simenon, Kahnveiler y Gallimard; un fulano bigotudo e inteligente, contagiado desde siempre por el virus de la literatura, que entiende como un lugar amplio y hospitalario, donde sólo son extranjeros los imbéciles y los hombres de mala fe. Conmigo siempre fue acogedor y generoso; y desde hace años debo a la revista Lire, que él dirige, más cordialidad, franqueza y simpatía desprovista de reticencias y complejos que a la mayor parte de los críticos literarios españoles que conozco. Así que celebro tener un pretexto justificado y honorable para corresponder de algún modo, contándoles a ustedes que Hergé, el denso libro de Assouline-426 páginas en la edición española- es un extraordinario recorrido por la biografía del autor de Tintin, una minuciosa investigación a base de archivos privados y centenares de testimonios, donde se nos desvelan todos los mecanismos y procesos de creación de los personajes y las 23 historias de la serie. Y es, también, una fascinante panoplia de claves sobre el autor: el Georges Remi que se inició en el periodismo, que estuvo fascinado por China, que fue acusado de colaborar con los nazis, y que siguió trabajando, internacionalmente reconocido, hasta su muerte. Un Hergé contradictorio y genial, capaz de crear un mundo imaginario con historia y geografía propias, dotarlo de una sociedad con códigos y rituales, y poblar ese universo maravilloso con personajes inolvidables, para eterno goce de lectores de 7 a 77 años. Por los bigotes de Pleksy-Gladz. Amén.
1 de marzo de 1998
Cuando me eché una mochila al hombro, mi primer viaje fue, como Tintin, a bordo de un petrolero y rumbo al País del Oro negro. Y todo aquello tuvo tanto que ver con mi vida que años más tarde, cuando murió Georges Remi, Hergé, mis jefes del diario Pueblo me preguntaron si no me importaba cambiar durante unos días Beirut por Moulinsart, y publicaron una doble página en la que yo contaba cómo fui a darles el pésame a mis viejos amigos, y junto a una mesa llena de telegramas de condolencia -Abdallah, Alcázar, Serafín Latón, Oliveira de Figueira- había charlado largo rato con un abatido y envejecido Tintin, antes de mamarme a conciencia con el viejo capitán Haddock, mientras en el tocadiscos sonaba el aria de las joyas en una antigua grabación de Bianca Castaflore. Del mismo modo que el mundo se divide en stendhalianos y flaubertianos, también se divide en tintinófilos y asterixófilos. Y a mí, que amo a Matilde de la Mole mientras que Enma Bovary me parece una perfecta gilipollas, a la hora de situarme ante un álbum ilustrado puedo disfrutar mucho con las aventuras del galo irreductible; pero nada tiene eso que ver con el inmenso placer que sentí siempre al pasarlas páginas de un Tintín. Recuerdo que valían sesenta pesetas, y que ahorraba esa suma a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como un Scrooge cualquiera -todos mis tintines los compré yo salvo el primero, que fue El cetro de Ottokar- para ir a la librería Escarabajal, en Cartagena, y salir de ella con uno de aquellos álbumes en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, el lomo de tela, los magníficos colores de las siempre espléndidas portadas. Y luego, a solas, con invariable ritual, abría sus páginas y respiraba el olor a buen papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su gozosa lectura. De aquellos momentos magníficos han transcurrido casi treinta y cinco años, y todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que ya siempre, a partir de entonces, asocié con la aventura y con la vida. Con Los tres mosqueteros, El talismán, Las aventuras de Guillermo, La leyenda del Cid, el cine de John Ford y los tebeos de Hazañas Bélicas, aquellos tintines formatearon para siempre el disquete de mi infancia.
Ahora, la biografía que sobre Hergé escribió Pierre Assouline ha sido publicada en España. Assoulinees franchute, un buen tipo, excelente crítico y biógrafo de Simenon, Kahnveiler y Gallimard; un fulano bigotudo e inteligente, contagiado desde siempre por el virus de la literatura, que entiende como un lugar amplio y hospitalario, donde sólo son extranjeros los imbéciles y los hombres de mala fe. Conmigo siempre fue acogedor y generoso; y desde hace años debo a la revista Lire, que él dirige, más cordialidad, franqueza y simpatía desprovista de reticencias y complejos que a la mayor parte de los críticos literarios españoles que conozco. Así que celebro tener un pretexto justificado y honorable para corresponder de algún modo, contándoles a ustedes que Hergé, el denso libro de Assouline-426 páginas en la edición española- es un extraordinario recorrido por la biografía del autor de Tintin, una minuciosa investigación a base de archivos privados y centenares de testimonios, donde se nos desvelan todos los mecanismos y procesos de creación de los personajes y las 23 historias de la serie. Y es, también, una fascinante panoplia de claves sobre el autor: el Georges Remi que se inició en el periodismo, que estuvo fascinado por China, que fue acusado de colaborar con los nazis, y que siguió trabajando, internacionalmente reconocido, hasta su muerte. Un Hergé contradictorio y genial, capaz de crear un mundo imaginario con historia y geografía propias, dotarlo de una sociedad con códigos y rituales, y poblar ese universo maravilloso con personajes inolvidables, para eterno goce de lectores de 7 a 77 años. Por los bigotes de Pleksy-Gladz. Amén.
1 de marzo de 1998
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