domingo, 20 de febrero de 2000

Campanarios y latín


Detesto subir a los sitios, y las vistas panorámicas me importan un huevo de pato. Puedo vanagloriarme de no haber estado nunca en la torre Eiffel, pese al poderoso argumento de que ése es el único sitio de París desde donde no puede verse la torre Eiffel. He visto la Giralda exclusivamente desde la terraza del hotel Doña María; el campanile y las alturas de San Marcos sentado al sol del invierno en la terraza del café Quadri; y las pirámides de Teotihuacán a la sombra de las piedras de abajo, observando las hileras de osados escaladores que, como hormigas laboriosas, desfallecían cargados con sus videocámaras. Sólo una vez, en Beirut, durante la batalla de los hoteles de 1976, subí a pie veinte pisos del Sheraton para hacer unas fotos desde arriba; y me sacudieron tantos cebollazos por el camino que se me quitaron para siempre las ganas de panorámicas. Quiero decir con todo esto que no tengo nada contra esa digna afición ascendente, que practican gentes a las que quiero mucho. Pero yo prefiero quedarme abajo, mirando. Siempre tuve la impresión de que así se ven mejor ciertos paisajes. A eso añadamos el placer de estar cómodamente sentado bajo un toldo, con un café turco, mientras centenares de individuos disfrazados de coronel Tapioca echan los higadillos por la glotis y fallecen congestionados en la pirámide de Keops, en su obsesión de hacerse arriba una foto.

Hace unos días, paseando por una hermosa ciudad andaluza donde la gente hacía cola para subir al campanario de turno, encontré en la pared de un antiguo edificio, grabada por mano espontánea sobre la piedra venerable, una inscripción en latín. Ya he dicho alguna vez que soy enemigo acérrimo de las manos anónimas que dejan huella de su paso —generalmente abyecto— en paredes y monumentos públicos; pero confieso que esta vez me quedé con la copla. Quiero decir que me interesó lo que allí estaba escrito, y lo anoté para conservarlo. La frase estaba en latín: Non pudet obsidione teneri. Creía que me era familiar, remitiéndome a los tiempos en que aprendí a desconfiar de los aqueos incluso cuando traen regalos. Cicerón, me dije. Tenía tono de una catilinaria. ¿No os avergüenza estar asediados?, traduje después más o menos libremente, tirando del cajón de la memoria y del viejo diccionario Vox. Días más tarde, cuando le comenté el asunto, mi amigo Pepe Perona, el maestro de Gramática, me sacó del error. Virgilio, apuntó. Eneida, 9, 598.

Aquellas palabras, comprendía, tenían el valor de una pintada en la pared en tiempos de resistencia. En pleno cruce de cuatro culturas —en esa plaza hay un subsuelo romano, una catedral cristiana y una antigua sinagoga—, en un país despojado de su identidad y de su historia por una pandilla de ágrafos y de delincuentes centrales y autonómicos sentados en bancos del gobierno y de la oposición, alguien nos recuerda el expolio en latín. La elección de esa lengua no es casual: sin ella no es posible entender la historia de España, que es la historia de Roma y la historia de Europa, ni las catedrales, ni el derecho, ni la astronomía, ni la medicina, ni los sufijos y los prefijos, ni a Séneca, ni a Quintiliano, ni a Alfonso X, ni a Gracián, ni a Cervantes. Por eso, en pleno corazón de una ciudad milenaria, alguien recurre a Virgilio para decir que somos unos impresentables sin vergüenza y que esto, culturalmente hablando, es una puñetera mierda. Que subimos a las giraldas y a las torres inclinadas de Pisa y a las pirámides y viajamos a Bangkok y Nueva York sin conocer la historia de nuestra propia plaza o calle. Sin saber ni siquiera dónde estamos, ignorando cuanto vemos, desconociendo lo que significan las piedras que tocamos. Nos hacemos fotos y vídeos con los tópicos de un pasado del que cada vez sabemos menos. Consumimos Velázquez o Goya sólo cuanto toca: cuando el ministerio de turno decide gastarse quinientos kilos en celebrar el absurdo centenario de alguien a quien cualquier puede visitar a diario en su correspondiente museo; pero preferimos hacerlo con espectáculo de diseño, luminotecnia incluida y colas de seis horas. Somos tan idiotas que nos paseamos boquiabiertos por bibliotecas cuyos libros no abrimos, nos fotografiamos junto a cuadros cuya historia, autor y motivo ignoramos, y contemplamos desde los campanarios paisajes que sólo asociamos con películas de americanos en Europa que vemos en la tela. Non pudet obsidione teneri. Estamos asediados por nuestra propia estupidez e ignorancia. Y lo que es peor: no nos avergüenza en absoluto.

20 de febrero de 2000

1 comentario:

Abelardo Martínez dijo...

Hay fulanos, normalmente nuevos ricos, que lo primero que hacen es comprarse un apartamento en una torre, a ser posible en el último piso, seguramente para dejar de lejos la mierda que a ras de suelo pisan continuamente.
Al rico siempre le fascinaron las alturas, seguramente para mirar por encima del hombro a sus semejantes sin tener que hacer esfuerzo alguno.
Odio las alturas, siempre que puedo voy a ras del suelo, que no culebreando. Normalmente, los que sufrimos de mal de altura, sufrimos caustrofobia. En mis largos años dedicado al campo comercial, es decir, representante, me pasaba noches sin dormir pensando que al día siguiente tenía que visitar a un fulano que vivía en la treceava planta de un inmueble, para colmo no usaba los ascensores. Cuando llegaba al piso, tras remar con los cientos de peldaños con el maletín a cuestas, llegaba exhausto, sudado y sin fuerzas para venderle la moto al cliente.
Como escritor, sigo aferrado a la tierra, a la línea del horizonte, las alturas las dejo para los fulanos valientes y atrevidos, esos que gustan de mirar por encima del hombro, que es la peor forma de mirar.
Quien está en las alturas, teniendo el culo pelado de arrastrarlo por la tierra, ese sí que merece mis respetos, a pie de trinchera, de obus o del llanto de un niño.