domingo, 19 de marzo de 2000

El amigo americano


Acabo de recibir un grabado magnífico: el puente de Brooklyn, en Nueva York, de noche y bajo la nieve. Está firmado por Magyll en 1995: el puente difuminado entre una neblina oscura y gris, y en primer plano un farol encendido y un banco cubierto de nieve. Llegó hace un par de días, enmarcado, y me lo manda Howard Morhaim, que además de ser mi agente literario en los Estados Unidos, es mi amigo. En realidad es mucho más que un amigo. Una noche, en un restaurante japonés, con el sushi saliéndonos por las orejas y la lengua floja porque estábamos hasta arriba de sake, juramos ser hermanos de sangre hasta que la muerte resuelva el asunto. Y así seguimos. Howard vendrá a España dentro de unos días, para mi nueva novela. Con ese pretexto procuro reunir siempre a unos cuantos amigos: el maestro de Gramática viene desde la Universidad de Murcia, el almogávar Montaner baja de las estribaciones pirenaicas, Sealtiel Alatriste se trae una botella de Herradura Reposado desde Méjico, Claude Glüntz deja de fotografiar guerras y cambia su casa de Lausana por el hotel Suecia de Madrid, y Antonio Cardenal se olvida de Laetitia Casta por un rato. Esta vez estará Howard con ellos, y sólo pensarlo me pone de buen humor. Quiero mucho a ese fulano.

Howard Morhaim es uno de los tres norteamericanos que más aprecio, y que con mayor contundencia han desmontado buena parte de mis suspicacias y prejuicios. Los otros son Drenka, mi dulce y eficiente editora neoyorkina, y Daniel Sherr, un tipo estrafalario y genial junto al que cada comida se convierte en una pintoresca aventura porque es al mismo tiempo judío, alérgico y vegetariano. El arriba firmante, europeo y mediterráneo muy satisfecho de serlo, siempre se negó en redondo a viajar a Norteamérica, que en veintitantos años de viajes profesionales nunca me interesó un carajo. Para tí y para tu primo, decía yo, remedando a los Chunguitos. Ahora no sé si rectificar será o no de sabios, pero sí es de justicia. Hace año y medio estuve allí por fin cierto tiempo, por ineludibles razones editoriales, y confirmé, en efecto, mis más horribles temores. Pero también descubrí lugares, cosas y gentes hermosas y entrañables. Descubrí respeto, cultura, amigos. Me extasié ante librerías, bibliotecas, universidades y museos extraordinarios, y enmudecí entre damas y caballeros que hablaban de mi propia memoria histórica con un conocimiento y una lucidez que ya querríamos muchos de aquí.

En cuanto a Howard, somos amigos desde hace años; desde que le enseñé Sevilla y los bares de Triana, y le compré un vaso de plata en una joyería de la Campana, cerca del kiosco de mi amigo Curro. Un vaso auténtico de torero, aunque no dio tiempo a que le grabaran el nombre, y eso lo hizo él luego, en otra joyería de Brooklyn. Porque Howard nació en Brooklyn y sigue viviendo allí, pero ahora con vistas al río y al puente. El chico pobre que trabajó duro, como en las clásicas historias del sueño americano, tiene una casa magnífica; que es lo único que no se ha llevado su ex mujer, una rockera morena y bellísima que le amargo la vida, pero a cambio le dio una hija que él adora. Tanto la adora Howard, que se ha hecho íntimo amigo del nuevo novio de su ex, a fin de mantenerse lo más cerca posible de la cría. Howard es un tipo elegante, muy europeo de gustos, y tiene éxito con las mujeres; pero jamás permite que se interpongan entre su hija y él. Los ves paseando, padre e hija junto al puente de Brooklyn, cogidos de la mano como enamorados. Y Howard se vuelve hacia mí y dice: Mírala. Mira qué ojos tiene. Es tan guapa como su madre, la muy bruja. Como ven, el puente de mi grabado sale todo el rato en esta historia. Además, a Howard y a mí nos encanta un restaurante que hay justo debajo, frente a Manhattan. Una vez, comiendo allí, me habló todo el tiempo del orgullo que siente por haber sido un humilde chico de Brooklyn. Se entusiasmaba al hablar de su barrio, él, un tipo ahora elegante y cosmopolita. No sé si te has fijado, dijo, que en todas las películas de guerra de Hollywood sale siempre un chico duro que es de Brooklyn. En realidad me estaba hablando de él mismo; de su infancia y sus recuerdos. Y escuchándolo, comprendí más sobre los Estados Unidos de lo que había llegado a comprender en toda mi vida. Sobre todo cuando Howard se quedó pensativo, mirando los altos edificios al otro lado del río, y de pronto dijo «my city», señalándolos con un gesto breve, absorto, orgulloso. Mi ciudad. Y en ese instante consiguió que yo quisiera a Nueva York tanto como a él.

19 de marzo de 2000

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