Alguna vez les he hablado aquí de Patrick O'Brian, el autor de las veinte novelas sobre la Armada inglesa protagonizadas por el capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor Maturin. Se trata de la mejor serie de novelas navales que se ha escrito nunca, muy superiores en calidad y cantidad a las de C. S. Forester sobre Horacio Hornblower, o a las más recientes de Alexander Kent sobre el capitán Richard Bolitho. Patrick O'Brian murió hace tres meses, a los 86 años, con trece de esas novelas ya publicadas en España. Vivía retirado de casi todo, en un pueblecito del sur de Francia; y para morir viajó a Dublín, dejando inacabada la entrega número veintiuno de su extraordinaria serie náutica. El pasado 8 de enero, cuando supe la noticia, disparé trece salvas de honor en mi corazón de lector huérfano. Luego recorté la noticia del periódico, y la pegué en la primera página de La fragata Surprise, el tercer volumen de la serie, junto a unas palabras allí escritas con tinta negra y pulcra caligrafía: a Arturo Pérez-Reverte, con mis amistades, Patrick O'Brian.
Nunca fui entusiasta de los libros firmados. Ni siquiera la dedicatoria de Patrick O'Brian la tengo por iniciativa propia, sino que la debo a su editor español, quien durante una de sus visitas al novelista quiso obsequiarme con ella. Debo decir, sin embargo, que cada vez que abro ese volumen por la dedicatoria, el orgullo de lector satisfecho y agradecido me caliente los dedos. A veces se la restriego por el morro a ciertos amigos, haciéndoles rechinar los dientes. Alguno de ellos, nostálgico de combates penol a penol y cazas largas por la popa, sería capaz de matar por una dedicatoria como esa.
Pese a todo, nunca quise conocer al autor. Durante años rechacé varias propuestas, incluida una invitación a su casa transmitida por un amigo común. Siempre tuve la certeza de que los autores de los libros que uno ama no deben conocerse en persona jamás. Estoy seguro de que Thomas Mann, un fulano maniático e insoportable, me habría desgraciado para siempre el placer de leer y releer La montaña mágica; que Stendhal me habría parecido un snob gordito y ordinario que iba de ingenioso con las señoras en los salones, y que el conocimiento de Mujica Lainez o del aristócrata Lampedusa me habría estropeado para siempre Bomarzo, o El gatopardo. En ese registro, ni de Cervantes me fío.
Ahora, como para darme la razón, acaba de aparecer en Estados Unidos una biografía de Patrick O'Brian donde el fulano, según parece, no queda muy guapito de cara; empezando porque en realidad se llamaba Patrick Russ y no era irlandés como afirmaba, sino inglés. Además, nunca fue héroe de guerra, no lo aceptaron en la marina de Su Majestad, y cambió de apellido en 1945, después de abandonar por el morro a su mujer y a dos criaturas. Pero lo más gordo es que apenas navegó en su vida, en la práctica no sabía hacer nudos marineros, y sus conocimientos sobre la Armada inglesa los obtuvo a base de leer y documentarse a tope. Resumiendo, que el supuesto irlandés en realidad era inglés —y como buen anglosajón despreciaba a los españoles— fue un farsante, un embustero y un poquito hijo de puta.
Y sin embargo, ahí están sus libros. En esas espléndidas ocho o diez mil páginas, O'Brian, o como diablos se llamara, creó un mundo fascinante que tipos como yo, lectores de infantería, seguidores entusiastas, tenemos el privilegio de apropiarnos al navegar por ese mar de tinta y papel. El autor quedó atrás, a la deriva, cual si hubiera caído por la borda en una noche oscura, navegando a un largo con gavias y trinquete. Ya no tienen nada que ver con esto, sus libros pertenecen a sus lectores, que los poseemos al proyectar en ellos nuestro mundo, nuestra imaginación, nuestros sueños. O'Brian, como todo autor, es un vulgar intermediario que deja de tener importancia al concluir su trabajo. Agotados sus recursos, consumada la acción creativa, puede salir de escena sin que la obra se resienta por ello. El libro es lo que cuenta, lo que tiene vida propia; y al autor no habría que conocerlo nunca. Por eso resulta tan patético el espectáculo de los que se aferran a su obra, incapaces de esfumarse una vez acabado el curro. Obligados por la vanidad, el marketing o la presión de los lectores y las circunstancias, algunos se obstinan —nos obstinamos— en seguir ahí con mueca sonriente mientras los focos nos deshacen el maquillaje como a un vedette acabada, mostrando los ruines agujeros del traje de lentejuelas, asistiendo a mesas redondas y dando conferencias y concediendo entrevistas para explicar lo que ningún lector necesita que le expliquen. Devaluando con ese innecesario protagonismo libros que a veces, si no los envileciéramos con el espectáculo de nuestra miserable condición humana, tal vez serían libros interesantes, inolvidables o hermosos.
9 de abril de 2000
Nunca fui entusiasta de los libros firmados. Ni siquiera la dedicatoria de Patrick O'Brian la tengo por iniciativa propia, sino que la debo a su editor español, quien durante una de sus visitas al novelista quiso obsequiarme con ella. Debo decir, sin embargo, que cada vez que abro ese volumen por la dedicatoria, el orgullo de lector satisfecho y agradecido me caliente los dedos. A veces se la restriego por el morro a ciertos amigos, haciéndoles rechinar los dientes. Alguno de ellos, nostálgico de combates penol a penol y cazas largas por la popa, sería capaz de matar por una dedicatoria como esa.
Pese a todo, nunca quise conocer al autor. Durante años rechacé varias propuestas, incluida una invitación a su casa transmitida por un amigo común. Siempre tuve la certeza de que los autores de los libros que uno ama no deben conocerse en persona jamás. Estoy seguro de que Thomas Mann, un fulano maniático e insoportable, me habría desgraciado para siempre el placer de leer y releer La montaña mágica; que Stendhal me habría parecido un snob gordito y ordinario que iba de ingenioso con las señoras en los salones, y que el conocimiento de Mujica Lainez o del aristócrata Lampedusa me habría estropeado para siempre Bomarzo, o El gatopardo. En ese registro, ni de Cervantes me fío.
Ahora, como para darme la razón, acaba de aparecer en Estados Unidos una biografía de Patrick O'Brian donde el fulano, según parece, no queda muy guapito de cara; empezando porque en realidad se llamaba Patrick Russ y no era irlandés como afirmaba, sino inglés. Además, nunca fue héroe de guerra, no lo aceptaron en la marina de Su Majestad, y cambió de apellido en 1945, después de abandonar por el morro a su mujer y a dos criaturas. Pero lo más gordo es que apenas navegó en su vida, en la práctica no sabía hacer nudos marineros, y sus conocimientos sobre la Armada inglesa los obtuvo a base de leer y documentarse a tope. Resumiendo, que el supuesto irlandés en realidad era inglés —y como buen anglosajón despreciaba a los españoles— fue un farsante, un embustero y un poquito hijo de puta.
Y sin embargo, ahí están sus libros. En esas espléndidas ocho o diez mil páginas, O'Brian, o como diablos se llamara, creó un mundo fascinante que tipos como yo, lectores de infantería, seguidores entusiastas, tenemos el privilegio de apropiarnos al navegar por ese mar de tinta y papel. El autor quedó atrás, a la deriva, cual si hubiera caído por la borda en una noche oscura, navegando a un largo con gavias y trinquete. Ya no tienen nada que ver con esto, sus libros pertenecen a sus lectores, que los poseemos al proyectar en ellos nuestro mundo, nuestra imaginación, nuestros sueños. O'Brian, como todo autor, es un vulgar intermediario que deja de tener importancia al concluir su trabajo. Agotados sus recursos, consumada la acción creativa, puede salir de escena sin que la obra se resienta por ello. El libro es lo que cuenta, lo que tiene vida propia; y al autor no habría que conocerlo nunca. Por eso resulta tan patético el espectáculo de los que se aferran a su obra, incapaces de esfumarse una vez acabado el curro. Obligados por la vanidad, el marketing o la presión de los lectores y las circunstancias, algunos se obstinan —nos obstinamos— en seguir ahí con mueca sonriente mientras los focos nos deshacen el maquillaje como a un vedette acabada, mostrando los ruines agujeros del traje de lentejuelas, asistiendo a mesas redondas y dando conferencias y concediendo entrevistas para explicar lo que ningún lector necesita que le expliquen. Devaluando con ese innecesario protagonismo libros que a veces, si no los envileciéramos con el espectáculo de nuestra miserable condición humana, tal vez serían libros interesantes, inolvidables o hermosos.
9 de abril de 2000
2 comentarios:
Mis saludos mas cordiales. Aunque hace tiempo que le conozco y le sigo con admiracion ,tengo que contarle que voy por EL PUERTO DE LA TRAICION y aun me queda el resto por descubrir...jajajaja Me dan ganas de irme al puerto y robar un velero!Un abrazo FRAN ALONSO
Feliz con la peli máster and Commander.
La costa más lejana del mundo.
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