domingo, 7 de octubre de 2001

Dos profesionales


Calle Preciados de Madrid. Media tarde. Corte Inglés y todo el panorama. Gente llenando la calle de punta a punta con el adobo cotidiano de mendigos, vendedores y carteristas. Los mendigos me los trajino bastante a casi todos, en especial a los que se relevan con exactitud casi militar en las bocas del aparcamiento, que unos me caen bien y otros me caen mal, y a unos les doy siempre algo y a otros ni los miro; sobre todo porque me quema la sangre verle a un menda joven y sano la mano tendida por la cara y con tan poco arte, habiendo tomateras en El Ejido y en Mazarrón y tanta necesidad de albañiles en el ramo de la construcción. El caso es que justo en mitad de la calle, interrumpiendo el paso de todo cristo frente a la terraza de un bar, hay un hombre joven arrodillado con las manos unidas y suplicantes, la frente contra el suelo y una estampa del Sagrado Corazón entre los dedos. «Una limosna, por el amor de Dios -dice-. Tengo hambre. Tengo mucha hambre». Lo repite con una angustia que parece como si el hambre le retorciera las tripas en ese preciso instante; o como si tuviera, además, seis o siete huérfanos de madre aguardando en una chabola a que llegue su padre con unos mendrugos de pan, igual que en las películas italianas de los años cincuenta.

En realidad lo de tengo hambre no lo dice sino que lo berrea a grito pelado, con una potencia de voz envidiable que atruena la calle y hace sobresaltarse a algunas señoras de edad y a unos turistas japoneses, que incluso se detienen a hacerle una foto para luego poder enseñar a sus amistades, en Osaka, las pintorescas costumbres españolas. Y no me extraña que ese fulano tenga hambre, pienso, porque llevo año y medio viéndolo en el mismo sitio cada vez que paso por allí, arrodillado con las manos en oración y gritando lo mismo. Podría irse a su casa, me digo, y comer algo. Lo mismo debe de pensar un tipo que se ha parado junto al pedigüeño y lo mira. Se trata de un treintañero con barba que lleva una mochila pequeña y cochambroso a la espalda, una flauta metida en el cinturón de los tejanos hechos polvo, un perro pegado a los talones -en vez de collar el perro luce un pañuelo al cuello, igual que John Wayne en Río Bravo-, y tiene pinta absoluta de Makoki, o sea, entre macarra, pasota y punki, chupaillo pero fuerte de brazos y hombros, con tatuajes.

El caso es que el tipo y el perro se han parado junto al que grita que tiene hambre y lo miran muy de arriba abajo, arrodillado allí, la cara contra el suelo y las manos implorantes. Y el Makoki pone los brazos en jarras y mueve la cabeza con aire de censura, despectivo, y nos dirige miradas furibundas a los transeúntes como poniéndonos por testigos, hay que joderse con la falta de profesionalidad y de vergüenza, parece decir sin palabras y sin dejar de mover la cabeza. Que uno sea un mendigo como Dios manda, con su flauta y su perro, y tenga que ver estas cosas. Y cuando el arrodillado de la estampita, sin levantar la cara del suelo, vuelve a vocear eso de «una limosna, por compasión, que tengo hambre», el Makoki ya no puede aguantarse más y le dice en voz alta «pero qué morro tienes». Lo repite todavía un par de veces con los brazos en jarras y moviendo la cabeza, casi pensativo; y hasta mira al perro John Wayne como si el chucho y él hubieran visto de todo en la vida, trotando de aquí para allá, pero eso todavía les quedara por ver. Y cuando el arrodillado, que sigue a lo suyo como si nada, vuelve a gritar «tengo hambre, tengo hambre», el Makoki se rebota de pronto y le contesta: «Pues si tienes hambre come, cabrón, que no sé cómo te pones a pedir de esa manera». Y luego levanta un pie calzado con una bota militar de esas de suela gorda, amagando como si fuera a darle un puntapié. «Asín te daba en la boca», masculla indignado, y después volviéndose de nuevo a la gente los mira a todos como diciendo habrase visto qué miserable y qué poca vergüenza. Después saca del bolsillo un par de monedas de veinte duros, se las enseña al del suelo y le dice: «Pues si tienes hambre, tío, levanta que yo te pago una birra y un bocata». Pero el otro sigue echado de rodillas con la estampita y la cara pegada al suelo como si no lo oyera; así que al fin el Makoki mueve la cabeza despectivo, chasquea la lengua, le dice al perro «venga, vámonos, colega», y él y John Wayne echan a andar calle arriba. De pronto el Makoki parece que lo piensa, porque se para y se vuelve otra vez al pedigüeño que retorna su cantinela de tengo hambre, tengo hambre, y le suelta de lejos: «Ni para pedir tienes huevos, hijoputa». Y luego echa a andar otra vez con su mochila y su flauta y su perro, pisando fuerte, como si afirmara cada uno es cada uno, y a ver si no confundimos una cosa con otra, que hasta en esto hay clases. John Wayne lo sigue pegado a sus botas, el pañuelo de cowboy al cuello y meneando la cola, seguro de sí. Y de ese modo los veo irse a los dos, amo y chucho, con la cabeza muy alta. Serios. Dignos. Dos profesionales.

7 de octubre de 2001

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