domingo, 19 de enero de 2003

Bajo el ala del sombrero


No cualquiera puede llevar sombrero. Me refiero a sombrero de verdad, canónico, de fieltro en invierno y de panamá en verano. Y a los fulanos, o sea, a los hombres. Porque a la mayor parte nos sienta como un escopetazo. Lo pensaba el otro día en una ciudad antigua, invernal y adriática, viendo pasar a la gente. Que no sé por qué, en invierno y en ciudades con presunto caché mundano, a tíos que en su vida se han puesto nada en la cabeza les da por encasquetarse un sombrero. Pero no se trata de vestir correctamente o no, concluí tras mucho mirar, o de tener un careto así o asá. Se trata de hábito, supongo. De maneras que vienen de ciertos hábitos. En cualquier película norteamericana de los años 40, el sombrero sentaba de cine. Hasta a los malos. Por no hablar de cómo lo llevaba aquí Alfredo Mayo. O Carlos Gardel. Decía mi abuelo, con cinismo republicano y elegante, que en sus tiempos la boina se llevaba para que los obreros se la quitaran delante del patrón, y el sombrero para que los caballeros se lo quitaran delante de las señoras. Y supongo que se trata de eso. No lo de quitarse la boina y el sombrero, sino lo otro. Lo de sus tiempos. Desplazado por Jamiroquai, por las puñeteras gorras de béisbol o por la falta de costumbre, el sombrero de toda la vida ha pasado de moda, y la gente ya no tiene práctica. Se lleva mal, o con torpeza. Postizo. Sienta como a un Cristo un Kalashnikov AK-47. Pasa como con los sombreros blandos que ahora se usan para la lluvia o para acompañar camisetas de oenegés. Los viejos reporteros, Alfonso Rojo, el abuelo Leguineche y yo mismo, los usábamos hace veinte o treinta años, cuando eran del ejército británico y de lona, y se llamaban sombreros de jungla -no Panama Jack, o Rain Barbour o como carajo ponga en la etiqueta- porque eran para eso: para usarlos en la jungla o en el desierto. Antes era rarísimo encontrarlos. Y lo que son las cosas. Este invierno se han puesto de moda. Sales a la calle y, en vez de paraguas, todo el mundo lleva uno arrugado en la cabeza. Como si fueran de pesca por la Gran Vía.

En fin. Volviendo a lo de la boina y el sombrero de toda la vida, la verdad es que lo de cubrirse la testa no se improvisa. Lo haces como parte de tu educación, profesión o costumbre, o no hay nada que rascar. Sólo recuerdo a dos fulanos capaces de lucir boina o sombrero como si tal cosa. El sombrero lo usa con mucha dignidad mi amigo Sealtiel Alatriste. En cuanto a la boina, hay un hombre joven que la porta con naturalidad: Montero Glez, antes Roberto del Sur. Todo chupaillo y flaco, sin perder la cara de hambre aunque ahora coma caliente, cuando se pone la boina, la gabardina y lleva la colilla de un truja en la boca, el autor de Sed de champán sigue siendo la viva estampa del escritor maldito al que Alfonso le fiaba el tabaco en el café Gijón. Y es que hasta para la boina hay que tener casta. Pasa como con las gorras marineras. Tengo una de marino mercante -la de comandante de submarino alemán, como la llamo pero sólo la uso mar adentro, cuando pega el sol y no me ve nadie. Porque llevarla bien, lo que se dice llevarla como Dios manda, quien la llevaba era John Wayne en El zorro de los océanos. Y, en la vida real y en mis recuerdos, don Daniel Reina en el puente del Puertollano, don Carlos de la Rocha en el Escatrón, o don Antonio Pérez-Reverte en el viejo candrai Viera y Clavijo. Igual que sus colegas, esos capitanes llevaban la gorra como lo de más: en su sitio y bien puesta. Aunque eran otros tiempos, claro. Otros barcos y otros hombres.

En cuanto al sombrero de fieltro tradicional, y a quienes se lo ponen, supongo que el problema no es que encaje fatal con la ropa o el aspecto que tenemos ahora, sino el hecho evidente de que no sabemos qué hacer con él. La legítima, que tampoco tiene ni pajolera idea, dice: te ves muy guapo y elegante, Pepe. Pareces el caballero que no has sido en tu puta vida. Y Pepe, tras probárselo veinte veces ante el espejo, sale a la calle sintiéndose caballero y cosmopolita. Y así ves a Pepe con el sombrero encasquetado en un café, en el vestíbulo del hotel, visitando una catedral o paseándose entre las mesas de un restaurante. Tan satisfecho, el soplapollas. Ignorando que al entrar bajo un techo, lo mismo que en presencia de una señora o de alguien mayor o respetable, lo primero que hace un hombre educado es destocarse. Lleve lo que lleve. Aparte la pinta de cada cual, cuando de veras se nota si alguien sabe usar sombrero o no, es cuando se tiene en las manos, y no en la cabeza. Ahí está el detalle, que decía Cantinflas. La diferencia entre un caballero y un payaso.

19 de enero de 2003

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