lunes, 12 de abril de 2004

La pescadera de La Boquería

Mercado de San José, en Barcelona. Más conocido por La Boquería. El fulano tiene cincuenta y tantos tacos largos, o los aparenta, y una pinta infame de mendigo desaliñado, con deportivas rotas y una sucia camiseta de una feria del libro de hace la tira; de cuando el cabo de Creus era soldado raso. La camiseta me llama la atención, y por eso me fijo en el individuo mientras camino detrás, entre los puestos de fruta y verdura, las especias, la carne, los salazones. Me gusta La Boquería en particular y los mercados en general; sobre todo los mediterráneos, supervivientes asomados a las orillas de ese mar viejo y sabio, sin que la modernidad, y la higiene, y todas esas murgas sanitariamente correctas de la asepsia, el plástico y el envase al vacío les hayan hecho perder carácter; y aun vestidos de limpio y de bonito siguen siendo lo que fueron, llenándote los sentidos de colores abigarrados, aromas entremezclados, rumor intenso de voces que pregonan, interrogan, tocan, regatean. Disfruto como Charlton Heston con un rifle –el hijoputa– paseando por esos lugares: miro, me paro a tender la oreja, recordando. Nada se parece tanto como uno de esos mercados a otro de esos mercados: Barcelona, Nápoles, Tánger, Estambul, Beirut, Cádiz, Melilla. Etcétera. También eso es cultura. Y no me refiero a lo que algunos soplapollas llaman aquí cultura: la gastronomía como cultura, el fútbol como cultura, el teléfono móvil como cultura. Sus muertos más frescos como cultura. Ahora se le llama cultura a todo -acabo de oír a un político imbécil hablando de la cultura de la violencia-. No. Hablo de cultura de verdad. Historia y explicación, memoria y presente. Huellas y claves de lo que fuimos y lo que somos. 

Pero estamos en La Boquería, les contaba. Caminando detrás del fulano con pinta de mendigo, que al pasar ante los puestos saluda a los tenderos. Viéndolo arrastrar los pies deduzco que es uno de esos habituales de sitios así, que se buscan la vida limosneando, llevando cargas o haciendo pequeños recados. Éste saluda a todo el mundo con aire ido, como muy para allá. Algunos le devuelven el saludo. Llega así –y yo detrás–, a la zona de la pescadería. Y va a pasar de largo, hacia la salida de atrás del mercado, cuando lo llama una pescadera. El hombre se vuelve y se acerca despacio a la mujer, que es madura, grandota, con delantal. Una pescadera canónica. De toda la vida. Esa mujer coge un pescado del mostrador, lo envuelve en papel y se lo ofrece casi discretamente, sin decir palabra. Entonces el mendigo, o lo que sea, sonríe con su boca desdentada, asiente y hace ademán de besar el envoltorio. Y se va. 

Me quedo mirando a la pescadera, que sin darle importancia vuelve a lo suyo, a amontonar mejor el hielo picado bajo las gambas y a disponer con más arte las rodajas de emperador. Estoy estupefacto. Esa mujer no puede saberlo, claro. Acabo de presenciar punto por punto algo que viví hace más de cuarenta años en el mercado de la calle Gisbert, en Cartagena, una mañana que, acompañando a mi abuela a la compra –a la plaza, como dice la gente del sur–, vi cómo a un pobre hombre, un infeliz desharrapado que allí barría los restos de verduras y ayudaba a cargar las cestas para buscarse la vida con una propinilla, una pescadera muy parecida a ésta, gordota, con el mismo delantal e idénticas manos enrojecidas por el trabajo, le daba un pescado grande, envuelto en papel de periódico. Tal cual. Al niño que yo era le pareció aquello el colmo de la compasión, y como tal lo recordé siempre. Y resulta que hoy, en La Boquería de Barcelona, casi medio siglo después, veo repetir el mismo gesto hacia el mismo hombre, en manos de la misma mujer. Un gesto que, pese a cómo está el patio y a lo retorcido que cada cual tiene el colmillo, lo reconcilia a uno con muchas cosas. Con quien todavía, por ejemplo, es capaz de actuar bajo el impulso personal de la caridad sin esperar aplausos, votos, bendiciones apostólicas ni nada a cambio. Sólo porque sí. Por la cara.

Total. Que sigo frente al puesto de pescado cuando la mujer levanta la vista y me mira hosca, notando que la observo. Suspicaz. Qué diablos tendrá este tío, debe de pensar viéndome sonreír como un idiota. No sabe que lo que tengo es ganas de acercarme, apoyar las manos entre los lenguados y los salmonetes y estamparle un beso. Smuac. En los morros. Por seguir siendo ella después de tantos años. 

12 de abril de 2004 

8 comentarios:

Amig@mi@ dijo...

Son éstos, pequeños retazos que nos ayudan a seguir creyendo en el ser humano.
Un saludo

Soledad dijo...

Hola, todas las semanas leo sus artículos de la revistas XLSemanal y ahora he descubierto su Blog. Me encanta como escribe y el lenguaje que emplea cuando se dirige a según que personas.
Yo también tengo un blog con el único afán de recopilar relatos, historias, biografías, etc. de mujeres. Lo hago porque así busco información y aprendo cosas que si no, no las sabría.
En mi blog, he colocado su blog en la lista de blogs que sigo.
Mi blog es: http://mujeresdetodoelmundo.blogspot.com.es/
La verdad es que siempre hay personas que viendo la necesidad de otra, le ayuda, sin esperar nada a cambio o quizá sólo una sonrisa de agradecimiento, porque sigue habiendo personas buenas, caritativas, con empatía hacía sus semejantes.
Yo también he visto a tenderos que a alguna persona que me imagino saben que lo necesita, le meten unas cuantas cosas a la bolsa después de terminar de pedir lo que querían comprar. Sin decir nada, para no humillar a esa persona.
Un saludo.

Patucos dijo...

Podemos creer ya en tan poco y si que nos reconcilia con el genero humano que haya gente buena, buena porque si,uno cree en dios solo cuando ve lo la carita de un bebe y poco mas...a partir de ahi solo necesito creer.
- EL GRAMOLA es un articulo que siempre me ha conmovido leerlo.

Gonzalo Del Castillo dijo...

Voy a quedar francamente insensible e insolidario, pero lo que me más me ha gustado es la frase "cuando el cabo de Creus era soldado raso". Y no sólo por su gracia inherente, que la tiene a raudales, sino también por constatar que hay alguien más que se niega a llamarlo "Cap de Creus" por imposición. Un saludo y adelante con la bitácora.

Gonzalo Del Castillo dijo...

Voy a quedar francamente insensible e insolidario, pero lo que me más me ha gustado es la frase "cuando el cabo de Creus era soldado raso". Y no sólo por su gracia inherente, que la tiene a raudales, sino también por constatar que hay alguien más que se niega a llamarlo "Cap de Creus" por imposición. Un saludo y adelante con la bitácora.

Anónimo dijo...

Ole, ole y olé por la pescadera. Y un Príncipe de Asturias también se merecen ella y algunas personas buenas que nos redimen de tanto hijoputismo.

Nessort dijo...

Encuentro en la versión impresa de este artículo ("No me cogeréis vivos", Punto de Lectura, 2008, p. 421) un párrafo final que aquí, -quizás por error- no consta.
Dice así:
"Total. Que sigo frente al puesto de pescado cuando la mujer levanta la vista y me mira hosca, notando que la observo. Suspicaz. Qué diablo tendrá este tío, de de pensar viéndome sonreír como un idiota. No sabe que lo que tengo es ganas de acercarme, apoyar las manos entre los lenguados y los salmonetes y estamparle un beso. Smuac. En los morros. Por seguir siendo ella después de tantos años".

Migmun dijo...

Cierto Nessort, se había quedado fuera el último párrafo. Muchas gracias por el aviso. Ya está corregido. Un saludo