Mientras el 21 de octubre se acerca despacio, con viento flojo del nornoroeste, te apoyas en la barra del bar de Lola, que hoy se llama La Gallinita de Cai y está en el barrio de la Viña, con el Atlántico y el Estrecho ahí mismo. Y en la barra, a tu lado, hay compadres que entran y salen, piden esto o lo otro, preguntan cuánto se debe y pagan como hombres cabales, de esos que puedes dejar tranquilamente a tu espalda sabiendo que por ahí nadie te la endiña. Y te miras en el espejo donde pone Coñac Fundador y piensas: qué suerte tienes, colega, de que esta tropa te llame amigo. El caso es que estás, como digo, con una manzanilla y una tapita de jamón, mientras Fito Cózar cuenta el chiste del burro y el león, y Juan Eslava sonríe guasón, leal, como un armario lleno de historias. Junto a ellos, el joven Fran, de Casas Viejas, se emociona recordando cómo Seisdedos y sus paisanos dijeron hasta aquí hemos llegado y se liaron a tiros con la Guardia Civil, Dani Heredia pone ojos de soñar con libros y con un mundo de gente que lea, y Óscar Lobato, el viejo zorro con memoria de linotipia y esa cara tallada por los siglos y por la vida, te cuenta la prosapia, con nombre y apellidos, de quien plantó la viña que alumbra la manzanilla que te bebes.
Siguen entrando, y cada uno paga una ronda. Mientras el fantasma entrañable de Carlos Cano le cuenta a Javier Collado, el piloto del Pájaro, la historia de María la Portuguesa, Antonio Marchena, el de la Caleta, viene de darse un remojón en el bajo de la Aceitera y cuenta, mirándote con ojos de bronce tartésico, que las cuadernas de los setenta y cuatro se distinguen todavía, a pesar de que los cabrones de los ingleses de Gibraltar lo han expoliado todo mientras aquí las autoridades se tocaban la minga. España, pisha. Etcétera. Y al rato entra Paco Molero, con veintiséis tacos y ese corazón que le salta en el pecho cuando mira hacia el mar y la historia, con la cabeza ocupada por el proyecto histórico-pedagógico-textil que tiene entre manos, esas camisetas conmemorativas de una batalla perdida para las que se ha entrampado hasta las cejas. Y mientras se toma un vino de Jerez, a su lado Miguel Galeote pone sobre la barra, para que la admiremos, la reproducción perfecta, a escala, del almirante Gravina. Que sólo le falta hablar.
El caso, como digo, es que estás entre ellos y dices: son mis compadres y la siguiente andanada de a 36 libras la pago yo. Entonces ves al final de la barra un periódico con los titulares llenos de esa otra España virtual, divorciada de la real. De ese zoco moruno de golfos encorbatados y sin encorbatar que te agría la leche, quieras o no quieras, a cada paso que das en este país desgraciado que tan mala suerte tiene. Y piensas: hay que ver. Tanto sinvergüenza donde siempre, que para eso no pasa el tiempo. Tanto oportunista, tanto demagogo, tanto cretino arrogante, tanto analfabeto, tanto insolidario, tanto irresponsable gobernando u oponiéndose, turnándose en la infamia desde hace siglos. Devolviéndonos al pozo cada vez que estamos a punto de sacar dignamente la cabeza, y lavándose luego las manos diciendo yo no sabía, no era mi intención, yo sólo pasaba por ahí. Entiéndaselas con el almirante francés, o con el maestro armero. Siempre salió barato hacer el destrozo y escurrir luego el bulto en este país con tan mala memoria, donde ningún culpable paga los tiestos rotos. Y sin embargo, pese a todo, tan siniestros fulanos no consiguieron acabar nunca con los Nicolás Marrajo que estaban de turno, con la delgada línea gris que todavía vertebra lo que nos queda. Con la gente que apechugó junto a la Aceitera, o donde fuera, y que hoy aguanta cada día en el trabajo, en la vida, en los sueños que ni siquiera nuestra nauseabunda clase política ha podido truncar. Tataranietos, nietos, hijos de aquellos pobres héroes sacados de hospitales, cárceles y tabernas, que pagaron, como siempre, por los que no pagan nunca. Reflexionar sobre todo eso cabrea mucho, claro. Pero también salva un poquito. O un muchito. De pronto echas un vistazo alrededor, miras los caretos honrados que tienes cerca, te asomas la calle y piensas, bueno. Menos mal que existe el bar de Lola, y ahí se te quita el frío. Si uno se fija, aún queda gente, y ganas. Y dignidad. Quizá, después de todo, esos hijos de puta no puedan con nosotros. Y esta vez no me refiero a los ingleses.
8 de mayo de 2005
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