Los dos mil años de piedra e historia de la plaza de la Rotonda, en Roma, me gustan mucho. Es mi lugar favorito de esa ciudad, donde suelo sentarme durante horas, desde hace casi cuarenta años, a leer, a observar a la gente, o a sentir, cuando admiro el pequeño obelisco egipcio y la espectacular mole del Panteón, que no soy extranjero allí. Que aquellas piedras confirman mi verdadera patria: un mundo antiguo, culto y extraordinario que se llama la vieja Europa, en cuya memoria me educaron para que estuviese orgulloso de ella, pese a las contradicciones y emboscadas terribles de la Historia. Un mundo hoy en liquidación, sin duda; pero que, con las lecturas y la atención adecuadas, descubres siempre ahí debajo, útil y hermoso todavía, pese a tanto analfabeto, tanto bárbaro y tanto hijo de la gran puta.
Las terrazas de dos cafés de esa plaza son mi apostadero predilecto, que alterno según quedan al sol o a la sombra, las horas del día o las estaciones del año. A ellas debo momentos gratos, inolvidables páginas leídas, rostros anónimos que pasaron sugiriéndome una historia. Durante mucho tiempo admiré allí las evoluciones del jefe de camareros de uno de los pequeños restaurantes de la plaza; un profesional muy competente que atendía con una dignidad y una cortesía impecables. También allí cogí la borrachera más tonta de mi vida, cuando un día caluroso me calcé sin respirar una jarra de frascati frío, y luego tardé media hora, pese a mis esfuerzos, en poderme levantar de la silla.
Hace unos días volví a esa plaza, como suelo. Y después di un paseo por dentro del Panteón, bajo el artesonado de aquella cúpula fantástica, con su ojo luminoso derramando, sobre el recinto, la luz de los dioses, o de Dios. Me gusta, en horas tranquilas y de poco público, escuchar el sonido de mis zapatos sobre el mármol mientras hago el recorrido habitual: una vuelta al recinto y una parada ante la madonna que preside la tumba de Rafael. Pero esta vez era imposible captar el ruido de los zapatos, ni otro que el clamor ensordecedor de cientos de turistas parloteando a voz en grito. Tan turistas como yo mismo, supongo. Soy parte de la multitud como lo es cualquiera. La diferencia estriba en que ese día, en el Panteón, yo iba solo y estaba callado, sin gritarle a nadie que me hiciera una foto ni dejando restos de comida y vasos de plástico en el suelo. Además vestía pantalón largo, camisa y chaqueta. Quiero decir que no iba en chanclas por el centro de Roma restregándole pantorrillas y axilas peludas a la gente, ni me acompañaban morsas luciendo tatuajes, piercings y sudorosas lorzas de tocino. Además, como me ducho cada día, mi contribución al hedor de transpiración colectiva que llenaba el recinto era, supongo, escasa. Se trataba, en fin, de circunstancias en las que -háganse cargo de mi estado de ánimo- resulta fácil odiar a la Humanidad. Uno de esos momentos en que, si de pronto apareciese sobre la bóveda el ángel Exterminador entre trompetas del Juicio Final, algunos, incluso sabiendo que nos íbamos al carajo con el resto de la peña, soltaríamos una carcajada vengativa mientras encendíamos un pitillo. A fin de cuentas, para lo que sirve la cultura es para eso: para no gritar cuando se cae el avión.
Entonces ocurrió el milagro. Entre aquel gentío había un grupo de quince o veinte hombres y mujeres; belgas, me parece. Y de pronto, improvisando, un par de ellos empezaron a cantar algo suave y armónico, de aire sacro y extraordinaria belleza. Debían de pertenecer a un coro profesional o aficionado; porque, sonriéndose unos a otros, el resto del grupo unió sus voces, y así se elevaron bajo la inmensa cúpula, por encima del griterío de la gente. Que, sorprendida al principio y admirada después, enmudeció poco a poco, hasta que el hermoso cántico sonó limpio, bellísimo, conmovedor, entre el más respetuoso de los silencios; creando un momento extraordinario, mágico, que se prolongó durante un par de minutos. Después, cuando se extinguieron las voces, de nuevo relampaguearon los flashes de las cámaras, resonaron los clics de los teléfonos móviles, y el griterío ensordecedor volvió a adueñarse del recinto. Entonces miré hacia lo alto, hacia el ojo impasible de la cúpula. Hoy, pensé, no vendrá el ángel de la espada. Sería demasiado injusto. Una vez más nos hemos salvado.
10 de septiembre de 2006
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