Estoy sentado en una terraza, leyendo junto al viejo puerto del castillo del Huevo, en Nápoles. Y me digo que los libros sirven, entre otras cosas, para amueblar paisajes. Llegas a tal o cual sitio, aunque nunca antes hayas estado allí, y las páginas leídas permiten ver cosas que otros, menos afortunados o previsores, no son capaces de advertir. Un islote despoblado y rocoso del Mediterráneo, por ejemplo, es sólo un pedrusco seco cuando quien lo contempla desconoce las peripecias de Ulises y sus compañeros. Sin Lampedusa y su Gatopardo, Palermo no sería más que una calurosa e incómoda ciudad siciliana. Quien viaja a México ignorando los textos de Bernal Díaz del Castillo o de Juan Rulfo, no sabe lo mucho que se pierde. Y no es lo mismo pasear por Oviedo, o por Buenos Aires, con o sin La regenta, Roberto Arlt y Borges en el currículum.
Con Nápoles me ocurre exactamente eso. Amo esta ciudad pese a su carácter ruidoso, sucio y caótico. Y la amo no sólo por su bellísima bahía, sus islas próximas y el mar venerable al que se asoma, sino por las imágenes y lecturas acumuladas durante toda mi vida: Curzio Malaparte, Totó, Stendhal, el duque de Rivas, Sofía Loren, Benedetto Croce, Giuseppe Galasso y tantos otros. Pero sucede que, aparte todo eso, en Nápoles no soy extranjero; ningún español lo es. Desde Alfonso V de Aragón y durante trescientos cincuenta años, nuestra presencia fue intensa y constante, sobre todo en los siglos XVI y XVII, cuando esta ciudad y su entorno eran tan españoles como Andalucía, Vizcaya o Cataluña. Aquí estuvo Francisco de Quevedo con su amigo el duque de Osuna; y de este puerto, bajo las cuatro torres negras de Castelnuovo, salieron las galeras españolas para corsear en el mar de Levante, combatir la piratería turca y vencer en Lepanto. Soldados embarcados en esas galeras –uno de ellos se llamaba Miguel de Cervantes– dejarían cumplida constancia en memorias, relaciones y escritos. Todos, además, hablaron de Nápoles con cálida añoranza: clima templado, hermoso país, dinero de botines para gastar, ventorrillos de Chiaia, mujeres guapas, mancebías de la vía Catalana, tabernas del Mandaracho y del Chorrillo. Ciudad magnífica, la llamaron: pepitoria del orbe y escenario de su dorada juventud, cuando España era todavía la potencia más poderosa de Europa, tenía a medio mundo agarrado por el pescuezo y estaba en guerra con el otro medio.
Así, visitar esta ciudad es pasear también por la historia de España. Hasta el dialecto napolitano quedó trufado de españolismos espléndidos: mperrarse, mucciaccia, mantiglia, fanfarone, guappo. Las iglesias están empedradas de lápidas funerarias con nombres de gobernantes, religiosos y soldados españoles, y en cada esquina despunta un recuerdo, un nombre, una referencia inalterada, directa: calle del Sargento Mayor, Trinidad de los Españoles, Santiago de los Españoles, vía Toledo, vía Catalana, calle de Cervantes, Barrio Español… Este último, que todavía se llama así, Quartieri Spagnoli, es un conjunto de calles que durante el virreinato albergó las posadas y casas particulares donde vivían los tres mil soldados de la guarnición. Recorrer despacio sus calles adornadas con hornacinas de vírgenes y santos supone moverse aún por aquellos viejos siglos. Y si a uno lo acompañan las lecturas idóneas, el itinerario se convierte en deliciosa incursión por el pasado y la memoria. Eso incluye también guiños personales, pues me es imposible pasar por la esquina de la calle San Matteo con el vico della Tofa sin recordar que allí imaginé la posada de Ana de Osorio, donde el capitán Alatriste e Íñigo Balboa se alojaron en 1627, cuando servían en el tercio de Nápoles. Y sin las relaciones de los veteranos soldados españoles –ahora me refiero a las auténticas–, la vía del Cerriglio, situada en otro lugar de la ciudad, no sería hoy más que una calle fea y desangelada; pero allí estuvo la famosa hostería del Chorrillo, frecuentada por la más ruda soldadesca del virreinato: pícaros, buscavidas, valentones y otras joyas de la chanfaina hispana. Visitarla con el eco de Alonso de Contreras, Miguel de Castro, Jerónimo de Pasamonte o Diego Duque de Estrada en la memoria, subir esquivando inmundicias por la estrecha –y muy sucia– calle de los escalones de la Piazzeta, permite detenerse, cerrar los ojos, escuchar y advertir cuanto late todavía en sus viejos rincones; vislumbrar las sombras entrañables que se mueven alrededor, hablándote al oído de lo que Nápoles fue, de lo que tú mismo fuiste, y de lo que somos. Entonces compadeces a quienes son incapaces de amueblar el mundo con libros.
1 de julio de 2007
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