domingo, 25 de febrero de 2007

Oliendo a ajo

Rara vez tiro un libro, pero el otro día hice una excepción. Navegaba con brisa de poniente, todo el trapo arriba: uno de esos días soleados y tranquilos en los que es innecesario andar con un ojo en el cielo y otro en el anemómetro, y puedes sentarte, relajado, con un libro en las manos. Éste era el último de Dudley Pope, un escritor de novelas sobre la marina británica en tiempos de Nelson, género del que soy veterano lector. No en vano, a dos palmos sobre mi cabeza, en el lugar donde ahora tecleo estas líneas, está enmarcada una de mis más valiosas posesiones: una foto del maestro Patrick O’Brian, con una carta autógrafa en la que me hace el honor de mencionar mi nombre con afecto. 

O’Brian, con su capitán Aubrey, es el clásico de los clásicos; y en mi biblioteca de novelistas navales –serie española sólo tenemos la de Luis Delgado, director del museo naval de Cartagena– brilla por encima del Hornblower de Forester y del Bolitho de Alexander Kent. En último lugar tengo a Dudley Pope, con su personaje Ramage, que antes traducía mi amigo Miguel Antón, experto en náutica del XVIII. Por eso, aunque Pope –fallecido en 1997– es el más torpe de todos, lo he ido leyendo también, pese a la poca calidad de su prosa y personajes, y al arrogante desdén que muestra hacia todo lo que no sea inglés. En sus novelas, los franceses son despreciables y los españoles cobardes y mugrientos, hasta el punto de que los valerosos ingleses, en los abordajes, llegan a percibir, entre sablazo y sablazo, el aliento con olor a ajo de los sucios spaniards. Por ejemplo. 

Pero son novelas marítimas. Al barco, por tradición y costumbre, sólo llevo libros sobre el mar. Y estaba leyendo uno, como digo. Pese a que admito sin complejos –escribí una novela sobre eso– que la marina española de la época no estaba en su mejor momento, esta vez ese tal Ramage empezaba a mosquearme en serio. Era la octava entrega de la serie, inspirada en un caso real: la deserción y entrega a los españoles de la fragata Hermione y su audaz recuperación por cien hombres de la Suprise. Pero aquella hazaña inglesa, arriesgada y heroica, se convertía, en las páginas de Pope, en camelo de superhombres patriotas frente a chusma latina repugnante, cobarde e incapaz: los marinos españoles no sabían orientar las velas o virar por avante, y sus barcos «estaban llenos de bichos, pulgas y piojos». También eran ladrones –dicho por un inglés tiene su guasa–, no sabían nadar y se pasaban el tiempo rezando, quemando incienso a los santos y tocando la guitarra. «Por eso siempre derrotamos a los españolitos, porque ellos no tienen disciplina», apuntaba un personaje. Por supuesto, cualquier centinela español podía ser degollado fácilmente porque estaba dormido, todos los capitanes españoles eran bajitos y morenos, y frente a un inglés «se les aflojaban las rodillas y les temblaban los labios». Para colmo, los españoles pasaban el tiempo ociosos, diciendo caramba, y escupiendo por la borda; y encima «ni tenían café de calidad ni tampoco sabían tostarlo», en opinión de los marinos ingleses: expertos de toda la vida, como se sabe, en tostar café. 

En ésas estaba, digo, página tras página, y de vez en cuando me ciscaba en los muertos de Dudley Pope, recordando el brazo que Nelson dejó en Tenerife, lo que a sus compatriotas les costó Trafalgar, Cádiz, Buenos Aires, o las muchas veces que les salió el cochino mal capado. Entonces, a punto de abandonar la lectura, mientras juraba que ése era el último libro de Pope que entraba en mi barco, leí: «Al español debía de resultarle difícil comunicarse en la mar: Su libro de señales sólo recogía cincuenta combinaciones». Afirmación hecha por el imbécil del autor sobre una época en la que ya, desde 1776, circulaba la Táctica Naval de Mazarredo –el mejor tratado de su tiempo–, y estaba a punto de publicarse el extraordinario Señales e Hipótesis sobre Ataques y Defensas, sin contar los reputados textos científicos de Jorge Juan, Ulloa, Mendoza y Ríos, Churruca y otros, o los espectaculares trabajos hidrográficos de Tofiño. Así que le van a dar al inglés, resolví. A él, a sus personajes y a la perra que los parió. Y entonces hice algo que nunca había hecho antes: bajé a la camareta, cogí de los estantes los otros siete volúmenes de la serie que allí tenía, y los tiré todos, uno tras otro, por la borda. Chof, hicieron. Gesto poco ecológico, cierto; pero de un alivio extremo. Demasiado honroso, pensé luego: el mar, tumba de tan infame prosa. Pero compréndanlo. No cabían ocho libros en el cubo de la basura. 

25 de febrero de 2007 

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