Ha palmado Schulberg, o sea, el amigo Budd. El príncipe de Hollywood chivato y eficaz cuyas novelas he leído varias veces. Me encontraba a varias millas de la costa más próxima, venturosamente lejos de los periódicos, la radio y la tele, y por eso tardé en enterarme. Ahora, al corriente del asunto, bajo a la parte más subterránea de mi biblioteca, busco en la parte de novela guiri y en la de cine, y emerjo con tres libros en las manos. A dos tengo que soplarles el polvo, y a otro no. Uno de los que soplo empieza: «La primera vez que lo vi no debía de tener más de dieciséis años; era un muchacho listo y despierto como una ardilla. Se llamaba Sammy Glick. Su misión era llevar las cuartillas desde la redacción a la imprenta. Siempre corría. Siempre tenía sed». Un buen comienzo, la verdad. De los que uno envidia. Ese libro me lo regaló mi amigo el productor de cine José Vicuña, en la edición de Planeta del año 61. ¿Por qué corre Sammy?, se llama. No es una obra maestra, pero sí una novela extraordinaria. Ascenso y caída de un trepa ambicioso y genial. Tan buena que duele. El otro con polvo encima -un polvo simbólico, no exageremos o se enfadará Conchi, la señora que limpia la casa- es un libro de memorias. De cine, es el título. Memorias de un príncipe de Hollywood. Decepcionante, éste. Buen retrato de los primeros años del cine, contados por el hijo de uno de los grandes productores de la Paramount, pero incapaz de ir más allá. Recuerdo que, cuando lo leí, pensé que, si lo hubiera firmado otro, no volvería a pensar en él. Me fastidió, sobre todo, que el autor pasara de largo, sin detenerse, por la gran mancha puerca y negra de su vida: cuando en 1951, asustado por la caza de brujas en Hollywood, delató a sus compañeros comunistas ante el siniestro Comité de Actividades Antiamericanas.
Pero, bueno. Cada uno es como es, y una cosa no quita la otra. O no debe. También Louis Ferdinand Celine o el barón Corvo -ese Adriano VII de editorial Siruela nunca reeditado, maldita sea-, por citar un par de ejemplos a voleo, entre millones, eran dos pájaros de cuenta. Sería como no reconocer que Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, es una novela muy bien escrita, argumentando que su autor era más de derechas que una boda de Celia Gámez. O insinuar que los turbios medros políticos del joven Cela empañan la perfección cainita y carpetovetónica de La familia de Pascual Duarte. Chorradas. Cuando uno lee, lo que quiere es talento. Un talento, por volver a nuestro asunto, que Budd Schulberg desvió también, para desgracia de lectores y alegría de cinéfilos -váyase una cosa por la otra-, hacia guiones de películas como Más dura será la caída o el Óscar al mejor guión de 1954 La ley del silencio.
Pero quería hablarles del libro que no tiene polvo. Se titula El desencantado, lo he leído dos veces y media -hay una tarjeta de embarque de avión Florencia-Madrid en el punto donde abandoné la última lectura-, y dudo que ninguna otra novela, excepto la inconclusa El último magnate, de Scott Fitzgerald, cuente, la mitad de bien que lo cuenta ésta, el decadente final de una época extraordinaria en la historia de los Estados Unidos, del cine y de la literatura: los míticos años veinte y su glamour. A Budd Schulberg, en la vida real, le cupo el singular privilegio de trabajar en un guión infame, titulado Amor y hielo, en compañía precisamente de Scott Fitzgerald, cuando el escritor daba las últimas boqueadas arruinado por el alcohol y la disparatada convivencia con Zelda, su conflictiva mujer. E igual que el mismo Fitzgerald se inspiró en su propia historia para escribir la obra maestra Suave es la noche -novela que tampoco tiene polvo en mi biblioteca-, Schulberg recurrió a su experiencia junto a él para escribir la historia de Shep, el joven guionista encargado de trabajar con quien hasta entonces fue su ídolo, Manley Halliday: un escritor icono de su generación que ahora, intentando recuperarse de una vida desastrada y un alcoholismo crónico, es la sombra patética de lo que fue. Y con ese desencanto, la caída del mito y la certeza paralela del extraordinario talento que con él se extingue sin remedio, Budd Schulberg, mediante el personaje interpuesto del joven narrador que cuida del escritor en otro tiempo grande y ahora borracho y acabado, construye un retrato asombroso de la época en que, como apuntó Anthony Burgess -Poderes terrenales, otra novelaza-, tanto el cine como la literatura produjeron algunas de las obras de arte más asombrosas de todos los tiempos. El desencantado está en la estela de esas grandes obras; y si es verdad que no las iguala, tampoco desmerece de ellas, pues sobre su huella nace y mucho nos acerca. Gracias a tan soberbia novela, hoy puedo lamentar que haya muerto un magnífico escritor, en lugar de alegrarme porque desaparezca un miserable chivato.
20 de septiembre de 2009
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