No soy mal hablado. Al contrario. Como mi viejo amigo el maestro de esgrima Jaime Astarloa, me precio de no haber sido grosero nunca, incluso ante casos de impertinencia pertinaz. Rara vez se me escapa una palabra gruesa en el transcurso de una conversación civilizada, y lo mismo puedo decir de mis novelas. Otra cosa es esta página pecadora y semanal, donde quien se expresa no es el arriba firmante, sino un personaje literario, o algo por el estilo, situado a medias entre el novelista que soy, el reportero que fui y el ciudadano de barra de bar inclinado a ajustar cuentas con métodos y expresiones que buscan la eficacia; sobre todo considerando que estos artículos se publican en un país de autistas voluntarios, donde nadie se da por aludido a menos que `permítanme esta contradicción perifrástica que refuerza lo que pretendo decir´ le pateen directamente los huevos.
Veinte años de teclear aquí con cierta desvergüenza han producido un efecto curioso. De vez en cuando me aborda gente convencida de que, para que un comentario parezca realmente mío, debe ir adobado con algún taco sonoro o concepto agresivo. Y parecen decepcionados cuando comprueban que no; que el arriba firmante puede mantener largas conversaciones sin mentar a nadie los muertos. Con amabilidad, incluso. Sin gruñir, insultar ni escupir al otro en un ojo. Me ocurre con frecuencia, sobre todo con señoras de cierta edad y educación razonable, o con periodistas: las primeras se acercan con cierto morbo expectante, casi esperando con anticipado deleite que las mandes a hacer puñetas, les digas zorra o algo así. Relamiéndose con un posible maltrato verbal cuya perspectiva las hiciera, clup, clup, clup, gotear limonada. Estilo señora finolis que acudiese por morbo a un puticlub infame, a mirar escandalizada, y la decepcionara que nadie intente robarle las joyas, o violarla.
En cuanto a ciertos periodistas, a alguno se le nota mucho que acude a entrevistarte imaginando sabrosos titulares del tipo `Me cisco en la madre que te parió´; y se queda medio cortado cuando comprueba que no. Que no me cisco. Y ahí surge el problema. En tales casos, a veces cae el interrogador, incluso de buena fe, en la tentación de adornar un poco la cosa, poniendo algo de su parte. Ayudando a tu personaje a ser lo que él supone que debería ser. Sacando frases de contexto y hasta poniendo en tu boca lo que no has dicho. Completando él la cosa con el toque artístico final. Con la guinda del pastel. Algo así como si concluyera: `A mí no va a engañarme con disimulos este cabrón´.
Es como lo de las fotos. Cualquiera -político, deportista, escritor- que comparezca en público ante fotógrafos sabe que nada importa que haya mantenido una compostura impecable durante la hora larga que pueda durar el asunto. Bastará que por un breve instante el individuo sienta un picor irresistible en la nariz, y se roce la punta con un dedo durante el breve espacio de dos segundos, para que relampagueen docenas de flashes, y la foto que al día siguiente publiquen los periódicos sea la del fulano tocándose la nariz; preferentemente aquéllas en las que, debido al ángulo de cámara, parezca que tiene el dedo metido dentro.
Eso mismo -no lo del dedo, sino lo anterior- me ocurrió por quincuagésima vez hace unas semanas. Me hacían una entrevista, y en el curso de ésta el periodista preguntó por `los hijos de puta´, creyendo, imagino, establecer cierta complicidad semántica con el entrevistado. Como dije, rara vez utilizo expresiones malsonantes en conversaciones o entrevistas; así que todo el tiempo -conozco el paño y puse mucha atención en ello- me referí al inconcreto personal por el que se interesaba mi interrogador como `los malos´ y, con más frecuencia, `los canallas´. Precaución táctica, ésta, que resultó inútil: al día siguiente, en la transcripción de la entrevista, aparte resúmenes discutibles de conceptos más o menos complejos -hacerte hablar no como tú hablas sino como habla el redactor es frecuente en tales casos-, el autor de la información puso cuatro veces en mi boca la expresión `hijos de puta´, que con tanta precaución, la de quien en materia de periodismo fue furcia antes de ser monja, me había esforzado en evitar.
Así que háganme un favor. Cuando a través de teclas ajenas me lean echando espumarajos por la boca, apliquen con cautela el beneficio de la duda sobre qué parte es genuinamente mía, y cuál corresponderá al entrevistador de turno. Porque ya les digo. En materia de hijos de puta, ni son todos los que están, ni están todos los que son.
6 de noviembre de 2011
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