Confitería La Ideal, calle Suipacha, Buenos Aires. Anoche estuve calzándome una botella de Luigi Bosca en el Torcuato Tasso, un elegante lugar que no conocía, en la calle Defensa, escuchando a la gente joven del grupo Violent Tango, y hoy retorno -cuatro años no es nada- a mis clásicos entrañables: este viejo local en el corazón de la ciudad, con su magnífica y centenaria decoración, en cuya planta baja puedes pagar 160 pesos por una copa de vino infame y un espectáculo tanguero, tan depresivo y cutre que el Príncipe Gitano cantando In the ghetto en La Trompeta a finales de los 70 parecía, a su lado, Frank Sinatra en las Vegas. El caso es que aguanto un rato razonable en la planta baja de La Ideal gracias a que una de las tanguistas faldicortas, que es china o se operó hace poco, le pone arte al frote porteño con su pareja; pero cuando el cantante, cabeza afeitada y traje de chaqueta gris perla, se hace el simpático micrófono en mano con la docena de clientes que ocupamos las mesas en torno a la pista de baile -«¿Cuántos norteamericanos tenemos aquí? ¿Y cuántos brasileiros?»-, pongo pies en polvorosa antes de que me incluya en los pormenores, o la china me saque a bailar Garufa.
Decido refugiarme en el primer piso, donde las cosas son diferentes. Allí funciona una escuela de tango, y los sábados el viejo salón se cuaja de noctámbulos que bailan tango y milonga de toda la vida. A la señora de la puerta no la impresiona que yo sea un súbdito de la madre patria rajándose del cantante calvo, y me saca otros 16 mangos por subir. A cambio, elijo mesa con buena vista y observo a la peña mientras disfruto cual roedor en incunable. Fiel a mi memoria, como la última vez, una variopinta nómina de aficionados cumple el ritual tanguero: se mueven al compás de la música, observan a los bailarines, se invitan unos a otros con la familiaridad, formal y al mismo tiempo natural, de quienes se saben viejos miembros de una grata cofradía. A los compases de Danzarín o de La última grela, las parejas salen a la pista, los hombres se paran ante las mesas y aguardan inmóviles mientras ellas se ponen en pie, pasan una mano por los hombros del varón y extienden la derecha sobre la mano izquierda de éste; y tras unos instantes de inmovilidad para que la música circule por sus venas e imprima el ritmo adecuado, los dos se alejan lentos, majestuosos, enlazados entre las otras parejas que danzan.
Me gusta imaginarles historias. Clasificarlos por su aspecto y maneras: el maduro elegante, el joven aprendiz, la joven que nunca niega un baile, el matrimonio que acude cada fin de semana. Algunos vienen vestidos expresamente para el tango, faldas cortas ellas y medias oscuras caladas, como la madura de buen tipo que aún tiene rastros de una cercana belleza, que baila muy junta, apasionada, con el hombre todavía joven y pintón. O el abuelete de piel amarillenta que acude trajeado y de corbata con una señora flaca que parece la suya, o tal vez no, y se mueve muy bacán, con artrítico donaire, dando un paso atrevido pierna por alto de vez en cuando, y del que piensas: le queda un tango y seguramente lo está bailando ahora. O la señora embarazada de muchos meses, con cara de llamarse Margot o Malena. O la abuela pellejuda y amojamada, con un vestido corto hasta la indecencia: una especie de gran pañuelo de seda bajo el que asoman dos canillas flacas y largas, y que por alguna extraña razón me recuerda a mi tía Pura que saliera de la tumba para marcarse un tango vestida sólo con el liviano sudario.
Todos bailan de maravilla, y envidio el arte. Si yo hubiera tangueado así alguna vez, concluyo, me habría comido a las minas de dos en dos. Y al que esta noche más envidio es al gordo: ciento veinte kilos en canal, menos de treinta años, camisa y pantalón negros que perfilan unas formas paquidérmicas. Parece salido del tango El gordo triste, de Ferrer y Piazzolla, aunque de triste no tenga nada: su sonrisa es tranquila, dulcísima, y baila con una señora que por la apariencia debe de ser su madre; pero luego va sacando una por una a todas las mujeres del recinto. Ninguna se niega, pues resulta asombroso ver cómo baila. Con qué sobria elegancia mueve los pies calzados para la coyuntura con zapatos de dos colores mientras se marca un tango tras otro, sereno, canchero, seguro de sí. Hasta guapo, parece. Y observándolo pienso que seguramente fue objeto de rechifla en el colegio, y que algunas chicas lo mirarán por la calle con burla o indiferencia. Ignorantes, todas, de que con música de tango este joven gordo y desgarbado se transforma en el bailarín más elegante de la noche porteña; y que cada sábado, en el salón de arriba de la Confitería Ideal, consigue sin esfuerzo aparente lo que yo no lograría en mi vida: abrazar a cualquier mujer, hermosa o no, y que todas las guapas goteen agua de limón, clup, clup, clup, locas por bailar con él.
3 de julio de 2011
1 comentario:
con respecto al gordito que sacaba a bailar a todas las minas me paso algo parecido en una salsoteca de Santiago de Chile saque a bailar a una gordita que cotizaba cero en bolsa pero ella al darse cuenta que yo no sabia nada de salsa a los 20 segundos me dejo plantado
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