A buenas horas, malditos. Llevo décadas blasfemando en arameo, desesperado, buscando corbatas estrechas como Dios manda, jurando a los doctrinales cada vez que entraba en una tienda engañado por un escaparate y salía con las manos vacías. Media vida arreglándomelas a mi aire, gracias a los amigos y a las reservas de antaño, echando espumarajos cada vez que me topaba con uno de esos baberos fosforito o multicolor de nudo grueso que políticos y presidentes de clubs de fútbol -siempre confundo a unos con otros, debido a su pulcra sintaxis-, pusieron de moda a base de telediarios. Todo ese tiempo, oigan, ciscándome en los diseñadores y fabricantes de corbatas. Y ahora, después de tantos años obsesionado hasta la psicopatía por encontrar corbatas idóneas, tras explorar, inasequible al desaliento, ciudades y países abalanzándome sobre toda corbata estrecha que veía, y de alzarme con ella soltando escalofriantes carcajadas propias del profesor Moriarty, resulta que vuelven las corbatas estrechas. Así, tal cual. Por la cara. Que la serie Mad Men y algunas otras tendencias retro por el estilo han decidido a los diseñadores de moda, mal rayo los parta por el eje, a estrechar corbatas. Pero a buenas horas, digo yo. Tengo sesenta y un tacos de calendario, y a estas alturas de guardarropa me pilláis con el armario lleno. Ni una me cabe ya. Cacho cabrones.
Algunos de ustedes, veteranos de esta página, quizá lo recuerden. Hace años me quejé aquí del ancho de las corbatas. Las uso estrechas y sobrias, decía. De toda la vida. Preferentemente de punto marrón o azul oscuro, o de seda con pintas o rayitas en tonos discretos. Cuando era reportero dicharachero de barrio Sésamo las usaba menos; pero cuando entré en la Real Academia tuve que recurrir a ellas cada jueves, por respeto a los compañeros y a la institución. Las reglas son las reglas. Sin embargo, lamentaba en el artículo -lo escribí en abril de 2006-, ya no hay manera de encontrar una así: sobria, discreta, estrecha. Como Dios manda. Ahora, me quejaba, todas las corbatas son anchas, desaforadas, estridentes. Obligan a llevar nudos gruesos que aprisionan incómodamente el cuello y despliegan bajo el mentón auténticos espantos de color butano o fosforito, estilo Camps y Pepé valenciano: explosiones cromáticas y arcoiris cegadores que, para mi asombro, usuarios desaprensivos pasean por el mundo sin complejo aparente, encantados de haberse conocido. La moda parece hecha exclusivamente para esos fantoches, concluía mi artículo. Y yo vago por las tiendas como alma en pena, buscando algo normal que ponerme.
Aquella queja tuvo un efecto inesperado, divertido y benéfico. En los meses siguientes, docenas de amigos y de lectores solidarios o guasones me hicieron llegar muchísimas corbatas estrechas, sobrias, perfectas, nuevas o usadas, que tenían en casa: más de un centenar, y no exagero. Algunas señoras viudas enviaron las de sus difuntos maridos, lectores solidarios se desprendieron en mi beneficio de algunas piezas realmente bonitas, y hasta mis queridos y venerables compañeros de la RAE Antonio Mingote y Gregorio Salvador contribuyeron al asunto con sendas corbatas procedentes de sus respectivos guardarropas, en muy buen estado, que lucí y sigo luciendo, de jueves en jueves, con el orgullo cimarrón de quien se niega a anudarse al cuello un destello fluorescente y hortera de palmo y medio de ancho. Así que, gracias a esa generosidad y a esa guasa, el arriba firmante pudo tirarse el pegote, durante todos estos años, de no acatar esa moda idiota de anudarse servilletas multicolores en torno al pescuezo, y pudo pasear con aplomo insumiso, de chaqueta y sobre camisas por lo común azul muy claro o blancas, magníficas corbatas estrechas que antes ciñeron cuellos respetables de amigos y lectores. Corbatas sobrias, elegantes, discretas. Corbatas de toda la vida.
Ahora cambia la tendencia, como digo, aunque tímidamente -cuesta liberarse de tantos años de hábito hortera-, y las corbatas estrechas vuelven a ser trendy, como dicen los idiotas para contarnos que algo está de moda. Dicho en normal, vuelven a verse por la calle y en los escaparates de algunas tiendas. Según los sitios, ya puede uno adquirir esos complementos con razonable normalidad. Y no saben lo que me alegro, porque el mundo y los telediarios serán ahora más soportables. Aunque para mí es demasiado tarde: mi modesto armario ropero, con previsión sistemática de hormiga atenta al invierno de la vida, está hoy más atiborrado de corbatas estrechas, conseguidas con sudor y sangre, que de dólares la piscina del tío Gilito. A despecho del inglés. De la moda y de la madre que la parió.
13 de enero de 2013
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