Estábamos, creo recordar, en que los dos guapitos que a finales del XV reinaban en lo que empezaba a parecer España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lo tenían claro en varios órdenes de cosas. Una era que para financiar aquel tinglado hacía falta una pasta horrorosa. Y como el ministro Montoro no había nacido aún y su sistema de expolio general todavía no estaba operativo, decidieron -lo decidió Isabel, que era un bicho- ingeniar otro sistema para sacar cuartos a la peña por la cara. Y de paso tenerla acojonada, sobre todo allí donde los fueros y otros privilegios locales limitaban el poder real. Ese invento fue el tribunal del Santo Oficio, conocido por el bonito nombre de Inquisición, cuyo primer objetivo fueron los judíos. Éstos tenían dinero porque trabajaban de administradores, recaudaban impuestos, eran médicos prestigiosos, controlaban el comercio caro y prestaban a comisión, como los bancos; o más bien ellos eran los bancos. Así que primero se les sacó tela por las buenas, en plan préstame algo, Ezequiel, que mañana te lo pago; o, para que puedas seguir practicando lo tuyo, Eleazar, págame este impuesto extra y tan amigos. Aparte de ésos estaban los que se habían convertido al cristianismo pero practicaban en familia los ritos de su antigua religión, o los que no. Daba igual. Ser judío o tener antepasados tales te hacía sospechoso. Así que la Inquisición se encargó de aclarar el asunto, primero contra los conversos y luego contra los otros. El truco era simple: judío eliminado o expulsado, bienes confiscados. Calculen cómo rindió el negocio. A eso no fue ajeno el buen pueblo en general; que, alentado por santos clérigos de misa y púlpito, era aficionado a quemar juderías y arrastrar por la calle a los que habían crucificado a Cristo; a quienes, por cierto, todavía uno de mis libros escolares, editado en 1950 (Imprímase. Lino, obispo de Huesca), aseguraba «eran objeto del odio popular por su avaricia y sus crímenes». Total: que, en vista de que ése era un instrumento formidable de poder y daba muchísimo dinero a las arcas reales y a la santa madre Iglesia, la Inquisición, que había tomado carrerilla, siguió campando a sus anchas incluso después de la expulsión oficial de los judíos en 1492, dedicada ahora a otros menesteres propios de su piadoso ministerio: herejes, blasfemos, sodomitas. Gente perniciosa y tal. Incluso falsificadores de moneda, que tiene guasa. En un país que acabaría en manos de funcionarios -el duro trabajo manual era otra cosa- y en tales manos sigue, el Santo Oficio era un medio de vida más: innumerables familias y clérigos vivían del sistema. Lo curioso es que, si te fijas, compruebas que Inquisición hubo en todos los países europeos, y que en muchos superó en infamia y brutalidad a la nuestra. Pero la famosa Leyenda Negra alimentada por los enemigos exteriores de España -que acabaría peleando sola contra casi la totalidad del mundo- nos colocó el sambenito de la exclusiva. Hasta en eso nos crecieron los enanos. Leyenda no sin base real, ojo; porque el Santo Oficio, abolido en todos los países normales en el siglo XVII, existió en España hasta avanzado el XIX, y aún se justificaba en el XX: «Convencidos nuestros Reyes Católicos de que más vale el alma que el cuerpo», decía ese libro de texto al que antes aludí. De todas formas, el daño causado por la Inquisición, los reyes que con ella se lucraron y la Iglesia que la dirigía, utilizaba e impulsaba, fue más hondo que el horror de las persecuciones, tortura y hogueras. Su omnipresencia y poder envenenaron España con una sucia costumbre de sospechas, delaciones y calumnias que ya no nos abandonaría jamás. Todo el que tenía cuentas que ajustar con un vecino procuraba que éste terminara ante el Santo Oficio. Eso acabó viciando al pueblo español, arruinándolo moralmente, instalándolo en el miedo y la denuncia, del mismo modo que luego ocurrió en la Alemania nazi o en la Rusia comunista, por citar dos ejemplos, y ahora vemos en las sociedades sometidas al Islam radical. O, por venir más cerca, a lo nuestro, en algunos lugares, pueblos y comunidades de la España de hoy. Presión social, miedo al entorno, afán por congraciarse con el que manda, y esa expresión que tan bien define a los españoles cuando nos mostramos exaltados en algo a fin de que nadie sospeche lo contrario: La fe del converso. Añadámosle la envidia, poderoso sentimiento nacional, como aceituna para el cóctel. Porque buena parte de las ejecuciones y paseos dados en los dos bandos durante la guerra civil del 36 al 39 -o los que ahora darían algunos si pudieran- no fueron sino eso: nuestra vieja afición a seguir manteniendo viva la Inquisición por otros medios.
[Continuará].
19 de enero de 2014
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