«En marzo de 1812 se aprobó, tras acaloradas discusiones, la desdichada Constitución por la que España debería regirse...» Esa cita, que procede de un libro de texto escolar editado -ojo al dato- siglo y medio más tarde, refleja la postura del sector conservador de las Cortes de Cádiz y la larga proyección que las ideas reaccionarias tendrían en el futuro. Con sus consecuencias, claro. Traducidas, fieles a nuestro estilo histórico de cadalso y navaja, en odios y en sangre. Porque al acabar la guerra contra los franceses, las dos Españas eran ya un hecho inevitable. De una parte estaban los llamados liberales, alma de la Constitución, partidarios de las ideas progresistas de entonces: limitar el poder de la Iglesia y la nobleza, con una monarquía controlada por un parlamento. De la otra, los llamados absolutistas o serviles, partidarios del trono y del altar a la manera de siempre. Y, bueno. Cada uno mojaba en su propia salsa. A la chulería y arrogancia idealista de los liberales, que iban de chicos estupendos, con unas prisas poco compatibles con el país donde se jugaban los cuartos y el pescuezo, se oponía el rencor de los sectores monárquicos y meapilas más ultramontanos, que confiaban en la llegada del joven Fernando VII, recién liberado por Napoleón, para que las cosas volvieran a ser como antes. Y en medio de unos y otros, como de costumbre, se hallaba un pueblo inculto y a menudo analfabeto, religioso hasta la superstición, recién salido de la guerra y sus estragos, cuyas pasiones y entusiasmos eran fáciles de excitar lo mismo desde arengas liberales que desde púlpitos serviles; y que lo mismo jaleaba la Constitución que, al día siguiente, según lo meneaban, colgaba de una farola al liberal al que pillaba cerca. Y eso fue exactamente lo que pasó cuando Fernando VII de Borbón, el mayor hijo de puta que ciñó corona en España, volvió de Francia (donde le había estado succionando el ciruelo a Napoleón durante toda la guerra, mientras sus súbditos, los muy capullos, peleaban en su nombre) y fue acogido con entusiasmo por las masas, debidamente acondicionadas desde los púlpitos, al significativo grito de «¡Vivan las caenas!» (hasta el punto de que, cuando entró en Madrid, el pueblo ocurrente y dicharachero tiró del carruaje en sustitución de las mulas, evidenciando la vocación hispana del momento). En éstas, los liberales más perspicaces, viendo venir la tostada, empezaron a poner pies en polvorosa rumbo a Francia o Inglaterra. Los otros, los pardillos que creían que Fernando iba a tragarse una Pepa que le limitaba poderes y le apartaba a los obispos y canónigos de la oreja -su nefasto consejero principal era precisamente un canónigo llamado Escóiquiz-, se presentaron ante el rey con toda ingenuidad, los muy pringados, y éste los fulminó en un abrir y cerrar de ojos: anuló la Constitución, disolvió las Cortes, cerró las universidades y metió en la cárcel a cuantos pudo, lo mismo a los partidarios de un régimen constitucional que a los que se habían afrancesado con Pepe Botella. Hasta Goya tuvo que huir a Francia. Por supuesto, en seguida vino el ajuste de cuentas a la española: todo cristo se apresuró a proclamarse monárquico servil y a delatar al vecino. La represión fue bestial, y así volvió a brillar el sol de las tardes de toros, mantilla y abanico, con todo el país devuelto a los sainetes de Ramón de la Cruz, la inteligencia ejecutada, exiliada o en presidio, el monarca bien rociado de agua bendita y la bajuna España de toda la vida de nuevo católica, apostólica y romana. Manolo Escobar no cantaba Mi carro y El porrompompero porque el gran Manolo no había nacido todavía, pero por ahí andaba la cosa en nuestra patria cañí. Aunque, por supuesto, no faltaron hombres buenos: gente con ideas y con agallas que se rebeló contra el absolutismo y la desvergüenza monárquica en conspiraciones liberales que, en el estado policial en que se había convertido esto, acabaron todas fatal. Muchos eran veteranos de la guerra de la Independencia, como el ex guerrillero Espoz y Mina, y le echaron huevos diciendo que no habían luchado seis años para que España acabara así de infame. Pero cada intento fue ahogado en sangre, con extrema crueldad. Y nuestra muy hispana vileza tuvo otro ejemplo repugnante: el Empecinado, uno de los más populares guerrilleros contra los franceses, ahora general y héroe nacional, envuelto en una sublevación liberal, fue ejecutado con un ensañamiento estremecedor, humillado ante el pueblo que antes lo aclamaba y que ahora lo estuvo insultando cuando iba, montado en un burro al que cortaron las orejas para infamarlo, camino del cadalso.
[Continuará].
17 de mayo de 2015
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