Ya no era una niña. En aquel amanecer que imaginamos con niebla baja y las botas de los soldados resonando rítmicamente en la tierra húmeda del bosque de Vincennes, Margaretha Geertruida Zelle rondaba ya los cuarenta años. Había sido hermosa, mucho. Tal vez aún lo era, y al oficial que mandaba el piquete -diez balas, una de fogueo al azar como coartada para las conciencias pusilánimes - quizá se le atragantó una fracción de segundo la voz de fuego. Era un 15 de octubre del año 1917. Algo más al este, al otro extremo de Europa, se desencadenaba una tormenta que alteraría durante tres cuartos de siglo el curso de la Historia, y, sin ir tan lejos, aquel mismo día iban a dispararse aún muchas más balas en otros lugares del continente. Centenares de hombres y de mujeres habrían de morir sin tanta ceremonia antes de la puesta de ese sol que - aún eran las 6.30 de la mañana - iluminaba tímidamente el último acto tranquilo, estúpido y gris del drama: un cuerpo de mujer tendido en el suelo, unos militares de bigotes engomados, quepis con galones y estrellas y porte grave - Mais oui, Duppont, c’est terrible mais c’est la guerre -, y un oficial demasiado pálido - no dan medallas por ajusticiar a mujeres - que disparaba el tiro de gracia procurando ejecutar los tiempos reglamentarios con la adecuada marcialidad castrense. Francia en particular y las potencias aliadas en general podían respirar tranquilas, y los periódicos y revistas ilustradas, lanzar ediciones especiales. Mata Hari, la espía, iba a seguir bailando en los infiernos. Entendámoslo. Era un mal año; hasta Proust se creía obligado a conducir ambulancias. Tras la reconquista de los fuertes de Verdún a finales del anterior, los aliados habían hecho retroceder a las tropas del Káiser hasta la línea Sigfrido; pero desde marzo los estrategas de las potencias occidentales no daban una a derechas. Inclinados sobre sus mapas, barajando cientos de miles de vidas con la insensata irresponsabilidad de quien redacta su propia hoja de servicios mientras moja la pluma en sangre ajena, matarifes con monóculo obsesionados por el bastón de mariscal alfombraban senderos de gloria con cadáveres y más cadáveres inútiles. Tras el fracaso de la ofensiva sobre Arras, las tropas británicas seguían inmovilizadas en el barro de Flandes. En cuanto a los franceses, después del desastre en las ofensivas del Aisne y la Champaña, el general Nivelle había sido relevado del mando, incapaz de reprimir el motín ocasionado en el ejército como eco de las huelgas metalúrgicas de los obreros de París. Y en los cafés, tertulias y salones de retaguardia, los emboscados que no conocían el frente más que por referencias, los estraperlistas, las esposas de los generales y los capitanes de Estado Mayor que les hacían la corte, las actrices de moda, los banqueros y políticos de zancadilla siempre lista, las putas de lujo y los periodistas a sueldo, por citar sólo unos cuantos, pedían cabezas de turco entre Moet y Moet o absenta y absenta, según las posibilidades y los casos. Y alguien tenía que pagar los platos rotos.
Lo que son las cosas de la vida. El paso del tiempo, el cine y la literatura terminarían por convertir en leyenda lo que, en rigor, fue un triste linchamiento nacional desmedido y chovinista, muy propio del lugar y de la época. Comparada con otras mujeres espía de su tiempo – la baronesa Kaulla, Marthe Richard, Lydia Stahl –, la holandesa Mata Hari no fue sino una agente infortunada y mediocre, y el breve desempeño de ese oficio no estuvo a la altura de sus brillantes veladas como exótica bailarina de strip-tease, devoradora de amantes o cortesana internacional de elevados honorarios. Había estallado la que el imbécil optimismo de algunos denominó Gran Guerra, y los tiempos cambiaban demasiado rápidamente. Al filo de la madurez, desplazada de las primeras páginas de las revistas ilustradas por imágenes de trincheras y ciudades en ruinas, acechando cada mañana ante el espejo nuevas arrugas en un rostro aún hermoso, la mujer que había tenido fortunas a sus pies comprendió que el mundo turbulento de aquellos años era su última oportunidad para retener el tiempo perdido. En realidad, a Mata Hari la perdió una prematura nostalgia de perlas y champaña.
El juicio sólo duró dos días, y todos aquellos graves y respetables espadones de la corte marcial nunca llegaron a probar gran cosa. Si de verdad lo hizo, Margaretha Zelle espió poco y mal. Su fama no corresponde a sus resultados: proezas exageradas, espía amateur que apenas llegó a ejercer, agente doble y mercenaria sin apenas conciencia real de su situación. Fue ella misma la que, por iniciativa propia, tal vez para conservar el viejo esplendor que se le escapaba entre los dedos, quiso introducirse en el espionaje, ofreciéndose a unos y otros, insinuándose a los antiguos amigos de antaño que aún conservaban el poder, la influencia, el dinero. Mitómano y ambiciosa, a quien se había hecho pasar durante tantos años ante el mundo por danzarina hindú no le costó gran trabajo adoptar la nueva personalidad de espía elegante y cosmopolita, de la mujer fatal que, en cierto modo, era. Sus relaciones con Amsterdam y Berlín ya la convertían en sospechosa cuando fue a visitar al capitán Ladoux, adjunto al jefe del contraespionaje francés, para ofrecerse como agente. Todo aquello terminó siendo un secreto a voces, y los radiogramas secretos del agregado militar alemán en Madrid, que la recién inaugurada estación de TSH en la torre Eiffel interceptó camino de Berlín, proporcionaron el pretexto oficial: se los consideró pruebas concluyentes, y el mito de la perversa Dalila devoradora de hombres y reputaciones hizo correr torrentes de tinta fácil. La guerra iba mal, luego alguien había de tener la culpa. Pero la guerra la conducían ilustres generales de acrisolado patriotismo e indiscutible competencia; casualmente, los mismos que presidían consejos de guerra. Y a falta de un Dreyfuss a quien degradar o conducir al paredón - segundas ediciones de aquel patinazo habrían sido excesivas, incluso para la Francia del 17 -, una exquisita mala reputación, un rostro aún hermoso y un nombre conocido podían resolver perfectamente la papeleta. El morbo estaba asegurado: los informes de Mata-Hari, obtenidos entre lujosas voluptuosidades de almohada, en los palcos de los teatros o en brillantes saraos internacionales, eran la verdadera causa de que tanta sangre noble y generosa se vertiera inútilmente sobre el enfangado suelo de las trincheras.
Para la imaginación popular resultaba fácil imaginar a aquella hermosa víbora de alcoba telefoneando a los alemanes en salto de cama, apenas el joven y apuesto teniente, con la carrera militar hecha polvo por tan insensata pasión, se arrancaba de sus brazos para acudir al frente, tras haberle confiado con detalle a su amante, entre arrebato y arrebato, la ubicación exacta de todas las unidades aliadas en el sector del Marne. O algo así. Lo cierto es que aquellos ministros de gabinete con frac y roseta en el ojal, aquellos honorables militares de pulcro historial castrense, lo dieron por bueno y se frotaron las manos: si Mata Hari no hubiera existido, alguien habría tenido que inventarla. Y eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Detenida en febrero a su regreso de Madrid, juzgada en julio, convicta de espionaje a favor de Alemania, fusilada el 15 de octubre. Francia podía dormir en paz. Y para los periódicos primero, para el cine y la literatura después, el melodrama estaba servido. Por lo menos se guardaron las formas, se la llamó señora hasta el final, y todo eso. Hoy las cosas habrían discurrido con mucho más ensañamiento. Con más infamia. Pobre pequeña mujer, envuelta en su abrigo, tendida allí, sobre la tierra húmeda del bosque de Vincennes, ajusticiada por hombres graves y sensatos, por patriotas dignos de sostener con mano firme las riendas de una nación en momentos de crisis, de tragedia. De hombres capaces, incluso – nos honran con su existencia en todas las épocas y países –, de sorberse una lágrima emocionada mientras cumplen su penoso deber con varonil energía. Quizá por todo esto le adeudemos a aquella mujer una última suposición. Tal vez ese amanecer de octubre, ante el pelotón de fusilamiento, los caballeros solemnes, los periodistas ávidos y la cámara del fotógrafo que retuvo en el tiempo aún erguida, en el último instante, su menuda y frágil silueta, Margaretha Zelle se encontrase, por fin, con Mata Hari: con el personaje que habían perseguido, desde niña, sus ojos muy abiertos, irisados al flotar ante ellos las imágenes del propio mito.
Tantas veces hemos visto repetirse después aquel momento con nombres distintos, con diferentes actrices, con reconstrucciones más o menos rigurosas, que resulta imposible, a estas alturas, deslindar los límites de la escena del personaje original. De recordarlo, o imaginarlo, como realmente ocurrió. Pero eso no tiene ya la menor importancia. En lo que a mí se refiere, prefiero expiar mi parte de culpa colectiva, la personal vergüenza ante el trágico destino de Margaretha Zelle, rindiéndole el tributo de evocar su último instante, no como fue, sino como pudo haber sido. Viéndola pasar bella y trágica, impasible ante el sordo redoble de los tambores que marcan, en el húmedo amanecer, el contrapunto solemne a los latidos de su corazón. Caminando, enarcada una ceja displicente, recta y sin vacilar hacia su destino; hasta el final hermosa, fría, elegante y enigmática, entre las brumosas luces y sombras del celuloide en blanco y negro. Deteniéndose un instante para retocar su maquillaje en el reflejo bruñido de la hoja del sable que sostiene ante ella, con mano trémula, su ex amante: el oficial que manda su piquete de ejecución.
18 de octubre de 1992
Lo que son las cosas de la vida. El paso del tiempo, el cine y la literatura terminarían por convertir en leyenda lo que, en rigor, fue un triste linchamiento nacional desmedido y chovinista, muy propio del lugar y de la época. Comparada con otras mujeres espía de su tiempo – la baronesa Kaulla, Marthe Richard, Lydia Stahl –, la holandesa Mata Hari no fue sino una agente infortunada y mediocre, y el breve desempeño de ese oficio no estuvo a la altura de sus brillantes veladas como exótica bailarina de strip-tease, devoradora de amantes o cortesana internacional de elevados honorarios. Había estallado la que el imbécil optimismo de algunos denominó Gran Guerra, y los tiempos cambiaban demasiado rápidamente. Al filo de la madurez, desplazada de las primeras páginas de las revistas ilustradas por imágenes de trincheras y ciudades en ruinas, acechando cada mañana ante el espejo nuevas arrugas en un rostro aún hermoso, la mujer que había tenido fortunas a sus pies comprendió que el mundo turbulento de aquellos años era su última oportunidad para retener el tiempo perdido. En realidad, a Mata Hari la perdió una prematura nostalgia de perlas y champaña.
El juicio sólo duró dos días, y todos aquellos graves y respetables espadones de la corte marcial nunca llegaron a probar gran cosa. Si de verdad lo hizo, Margaretha Zelle espió poco y mal. Su fama no corresponde a sus resultados: proezas exageradas, espía amateur que apenas llegó a ejercer, agente doble y mercenaria sin apenas conciencia real de su situación. Fue ella misma la que, por iniciativa propia, tal vez para conservar el viejo esplendor que se le escapaba entre los dedos, quiso introducirse en el espionaje, ofreciéndose a unos y otros, insinuándose a los antiguos amigos de antaño que aún conservaban el poder, la influencia, el dinero. Mitómano y ambiciosa, a quien se había hecho pasar durante tantos años ante el mundo por danzarina hindú no le costó gran trabajo adoptar la nueva personalidad de espía elegante y cosmopolita, de la mujer fatal que, en cierto modo, era. Sus relaciones con Amsterdam y Berlín ya la convertían en sospechosa cuando fue a visitar al capitán Ladoux, adjunto al jefe del contraespionaje francés, para ofrecerse como agente. Todo aquello terminó siendo un secreto a voces, y los radiogramas secretos del agregado militar alemán en Madrid, que la recién inaugurada estación de TSH en la torre Eiffel interceptó camino de Berlín, proporcionaron el pretexto oficial: se los consideró pruebas concluyentes, y el mito de la perversa Dalila devoradora de hombres y reputaciones hizo correr torrentes de tinta fácil. La guerra iba mal, luego alguien había de tener la culpa. Pero la guerra la conducían ilustres generales de acrisolado patriotismo e indiscutible competencia; casualmente, los mismos que presidían consejos de guerra. Y a falta de un Dreyfuss a quien degradar o conducir al paredón - segundas ediciones de aquel patinazo habrían sido excesivas, incluso para la Francia del 17 -, una exquisita mala reputación, un rostro aún hermoso y un nombre conocido podían resolver perfectamente la papeleta. El morbo estaba asegurado: los informes de Mata-Hari, obtenidos entre lujosas voluptuosidades de almohada, en los palcos de los teatros o en brillantes saraos internacionales, eran la verdadera causa de que tanta sangre noble y generosa se vertiera inútilmente sobre el enfangado suelo de las trincheras.
Para la imaginación popular resultaba fácil imaginar a aquella hermosa víbora de alcoba telefoneando a los alemanes en salto de cama, apenas el joven y apuesto teniente, con la carrera militar hecha polvo por tan insensata pasión, se arrancaba de sus brazos para acudir al frente, tras haberle confiado con detalle a su amante, entre arrebato y arrebato, la ubicación exacta de todas las unidades aliadas en el sector del Marne. O algo así. Lo cierto es que aquellos ministros de gabinete con frac y roseta en el ojal, aquellos honorables militares de pulcro historial castrense, lo dieron por bueno y se frotaron las manos: si Mata Hari no hubiera existido, alguien habría tenido que inventarla. Y eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Detenida en febrero a su regreso de Madrid, juzgada en julio, convicta de espionaje a favor de Alemania, fusilada el 15 de octubre. Francia podía dormir en paz. Y para los periódicos primero, para el cine y la literatura después, el melodrama estaba servido. Por lo menos se guardaron las formas, se la llamó señora hasta el final, y todo eso. Hoy las cosas habrían discurrido con mucho más ensañamiento. Con más infamia. Pobre pequeña mujer, envuelta en su abrigo, tendida allí, sobre la tierra húmeda del bosque de Vincennes, ajusticiada por hombres graves y sensatos, por patriotas dignos de sostener con mano firme las riendas de una nación en momentos de crisis, de tragedia. De hombres capaces, incluso – nos honran con su existencia en todas las épocas y países –, de sorberse una lágrima emocionada mientras cumplen su penoso deber con varonil energía. Quizá por todo esto le adeudemos a aquella mujer una última suposición. Tal vez ese amanecer de octubre, ante el pelotón de fusilamiento, los caballeros solemnes, los periodistas ávidos y la cámara del fotógrafo que retuvo en el tiempo aún erguida, en el último instante, su menuda y frágil silueta, Margaretha Zelle se encontrase, por fin, con Mata Hari: con el personaje que habían perseguido, desde niña, sus ojos muy abiertos, irisados al flotar ante ellos las imágenes del propio mito.
Tantas veces hemos visto repetirse después aquel momento con nombres distintos, con diferentes actrices, con reconstrucciones más o menos rigurosas, que resulta imposible, a estas alturas, deslindar los límites de la escena del personaje original. De recordarlo, o imaginarlo, como realmente ocurrió. Pero eso no tiene ya la menor importancia. En lo que a mí se refiere, prefiero expiar mi parte de culpa colectiva, la personal vergüenza ante el trágico destino de Margaretha Zelle, rindiéndole el tributo de evocar su último instante, no como fue, sino como pudo haber sido. Viéndola pasar bella y trágica, impasible ante el sordo redoble de los tambores que marcan, en el húmedo amanecer, el contrapunto solemne a los latidos de su corazón. Caminando, enarcada una ceja displicente, recta y sin vacilar hacia su destino; hasta el final hermosa, fría, elegante y enigmática, entre las brumosas luces y sombras del celuloide en blanco y negro. Deteniéndose un instante para retocar su maquillaje en el reflejo bruñido de la hoja del sable que sostiene ante ella, con mano trémula, su ex amante: el oficial que manda su piquete de ejecución.
18 de octubre de 1992
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