lunes, 14 de junio de 1993

El garrote y la navaja


Mi abuelo, que era un caballero de modales y casta a la vieja usanza, tenía una pésima visión histórica de los españoles. Tal vez porque nació hace un siglo, entre desastres coloniales, honra sin barcos y al runrún de las burbujas dejadas en Cavite y Santiago de Cuba por los navíos que los acorazados yanquis nos hundían sin el menor complejo, a cañonazos. «Lo que los españoles hacemos como nadie -decía mi venerable ancestro- es salir en los cuadros de Goya». Por supuesto, la sentencia no se refería a las amables escenas palaciegas, ni a los retratos o cartones para tapices, con sus bucólicas escenas de idilios entre chisperos y gallinitas ciegas. Eso eran mariconadas con las que Goya pasaba el rato. Los españoles en cuestión, aquellos cuyas almas pintó a brochazos apasionados, eran otros: enterrados hasta los muslos a cara de perro, moliéndose a garrotazos. Brazos abiertos, camisa desgarrada y un insulto, oración o blasfemia en la boca, esperando frente al agujero negro de los fusiles. Gritos que escupen desesperación y sangre, manos crispadas en torno al gatillo, el sable, la estaca o la bayoneta. Ojos febriles, navajas empalmadas entre las patas de los caballos, buscando la juntura de la coraza del gabacho de tumo o vueltas unas contra otras en reyerta desesperada y absurda, oliendo a vino de taberna. Por una mujer, por un capricho. Por un quítame allá esas pajas. Por una idea.

Durante algún tiempo, uno creyó a pies juntillas que los españoles de Goya y del abuelo estaban congelados en el tiempo y la memoria, colgados en su tremenda foto hecha de pasión y brochazos en las paredes de los museos, en las estampas de los libros de Historia y en las leyendas negras de la pérfida Albión y la taimada Galia. Pero no. Resulta que basta dar un paseo por el Museo del Prado estos días, en plena resaca postelectoral, todavía con los ecos de la reciente escabechina impresos en los tímpanos, para comprobar que hay óleos de aquel fulano, don Francisco, que parecen imágenes de ahora mismo, estampas que servirían para ilustrar, mejor que el trabajo de los reporteros gráficos, hechos, situaciones, protagonistas, estados de ánimo de una actualidad inquietante.

En el fondo tiene gracia, aunque maldita sea la gracia. Y el experimento está al alcance de cualquiera que se acerque a las salas goyescas del museo. Es suficiente con echarle un poco de imaginación al asunto: sustituyan las fisonomías al óleo, las caras de los individuos de los garrotes y las navajas, por otras más actuales. No se corten, que es grato e instructivo. Recreen sus propios personajes sin reparos, apropiándoselos de la más flamante modernidad, de las páginas de los diarios y revistas, de los informativos de la tele, y verán, oh prodigio, cómo individuos y situaciones, padres de la patria, vencedores y vencidos, hombres imprescindibles, comparsas, jaques, alfiles y esforzados peones, cada uno con su nombre, apellidos y documento nacional de identidad, se apalean y acuchillan concienzudamente ataviados con simpáticos trajes regionales, con ese particular esmero de carnicería para el que tan dotados seguimos estando en esta tierra bendita de Dios.

No es cierto, como aseguran algunos cenizos de mala ralea, que los españoles estemos perdiendo las esencias de la raza. La sociedad de consumo, el barniz de la civilización, la cosa europea, la antena parabólica y Mundicolor Iberia pueden inducirnos a error; hacernos injustos con nosotros mismos, desconfiar de nuestras posibilidades, perder la esperanza. Infundimos una errónea sensación de modernidad, de cambio en lo sustancial de nuestra esencia torera, tan castiza siempre. Tan viril y tan simpática. Cierto es que apenas se lleva la faja y las patillas en boca de hacha, que el Célica o el Bemeuve no tienen grupa donde colgar una manta jerezana, que los fines de semana empujamos el carrito del híper en chándal de cinco mil duros y Ribuks, arreglaos, pero informales, y que ahora nos llamamos Vanessa, Jenifer y Borja Luis en vez de Engracia, Paca o Manolo. Pero no hay peligro. Situaciones providenciales como una discusión de tráfico, una bronca de bar, un sálvese el que pueda, una campaña electoral como la que estamos enterrando, aún calentita, han puesto las cosas en claro: aquí seguimos mentándonos los muertos como nadie, solidarizándonos sólo en materia de linchamientos, haciendo capitán general al maestro armero, pidiendo una docena de cafés distintos -solo, cortado, doble, corto, largo, americano, expreso, con leche fría, en vaso, en taza pequeña, en taza grande, para mí un poleo- cuando entramos doce a tomar café. Todo lo otro, eso del usted primero y el eufemismo bonito, está muy bien de puertas afuera, ahora que somos políglotas, tenemos un piso en Aquisgrán, cascos azules en los Balcanes y Superlópeces marcando paquete en esa Europa que nos envidia. Pero dentro, en casa, en la cocina que sigue oliendo a aceite frito y a mala leche, la capacidad de convertir cualquier controversia en riña de gañanes, resuelta a golpe de trabuco y navaja de siete muelles, resulta infinita. A fin de cuentas, mi abuelo tenía razón. Aquel jodío sordo nos pintó bien el alma.


13 de junio de 1993

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