lunes, 28 de junio de 1993

Lejías


Mucho ha llovido desde la Melilla del comandante Franco, la Ciudad Universitaria y El Aaiún. Todavía se tropieza uno con algún residuo cuartelero, espécimen desdentado a punto de jubilarse, de esos viejos chusqueros, barbudos y grifotas de navaja fácil que conocieron los burdeles de Tauima, se tatuaban en el pecho Amor de Madre y calaban bayonetas puestos hasta arriba de coñac saltatrincheras. Reliquias que en algunos bares de los Tercios se conservan en alcohol como las especies raras en vías de extinción. Suelen estar casados con una mora que fue guapa y tienen la ternura brutal, patriotera y llorona de los viejos soldados pasados de rosca. Viva la muerte y a las órdenes de usted, Usía. Hasta no hace nada, aún salían en las fotos despechugados y con la borla en el entrecejo, cargados de cordones y medallas, marciales y bárbaros, oliendo a sudor, a correaje de cuero y a foto de Celia Gámez.

Salvo en casos concretos como el Blocao de la Muerte, Alhucemas. Edchera y cosas así, nunca despertaron mi especial admiración. Siempre encontré algo excesiva, fuera de época en los tiempos que corren, toda la agresiva parafernalia de novios de la muerte, paso legionario con el carnero abriendo calle a los gastadores y todo ese folklore de tragafuegos y matamoros, en una agrupación en la que los fugitivos de la justicia, los rusos blancos, los Waffen SS y los supervivientes de la OAS ya no pueden redimirse haciéndose matar bajo nombre falso y teniendo por sudario la bandera nacional. Entre otras cosas, porque ahora para alistarte en la Legión piden más papeles que para concederte un crédito, y sus filas se nutren, en buena parte, de soldaditos de reemplazo y voluntarios de origen marroquí y ecuatoafricano. Pero tampoco fui nunca partidario de eliminar la Legión. De una parte, la memoria de todos aquellos soldados, españoles de origen o por la sangre vertida, que pelearon bajo los guiones y banderines de los tercios merece, a mi juicio, un mínimo de perpetuidad en el respeto. De la otra, la Legión fue siempre, como ahora se demuestra, un útil esquema básico para el desarrollo de una tropa de élite altamente profesional, adecuada a las necesidades actuales de las relaciones y los compromisos internacionales.

De pronto, resulta que hay legionarios españoles que mueren en Bosnia. Como la de los toreros, la existencia de los soldados profesionales se justifica porque la muerte existe. Sólo así el resto de los ciudadanos paga o tolera, de buen grado, igual que a los matadores de toros la fama y los contratos millonarios, a los segundos las casas subvencionadas y los economatos militares. El prestigio del soldado de carrera, el respeto que se le dispensa en las sociedades normales y democráticas, no está en función de que el marcial milite lleve pistola, sino en la seguridad de que un día, a requerimiento de sus conciudadanos y compatriotas, irá a que lo maten por defender aquellos aspectos que se le encomienden. Quizá tenga suerte y nunca se le exija ese compromiso y pueda jubilarse de general con un "Valor: se le supone" en su hoja de servicios, cubierto de medallas por buena conducta. Pero si llega el caso, su obligación es acreditar el valor yendo a que le vuelen la cabeza sin rechistar.

Hay legionarios españoles muriendo en Bosnia, insisto. Y Bosnia es un lugar donde se pone de manifiesto, a diario, la desnuda condición del ser humano: el hombre es, al mismo tiempo un ser maravilloso y un perfecto hijo de puta. En Bosnia, por supuesto, no están todos los que son. Junto a los canallas que diseñan banderas y proyectan limpiezas étnicas atrincherados en despachos confortables donde nunca caen bombas, junto a los canallas de a pie que calculan distancia con el telémetro apuntando al techo del hospital o al patio de la escuela, o le pegan un tiro en la nuca a Jasmina después de habérsela pasado el uno al otro por todo el batallón, están los canallas de cuello blanco, corbata y portafolios, los representantes de esa Europa, de ese llamado Occidente, de esas Naciones Unidas que con su demagogia, su incompetencia, su cobardía y su habrá que hacer algo un día de éstos, sus embargos que no embargan y sus resoluciones que nada resuelven, llevan ya dos años largos, con las manos metidas en jofaina de Pilatos.

Miro las fotos que hacen los colegas que andan por los Balcanes y allí, entre ruinas, muertos y niños hambrientos, aparecen, a veces, soldados con aire cansado, con esa mirada que uno conoce bien, la de los mil metros, la de los hombres que han estado bajo el fuego de verdad. No fantasmas de fanfarria anclados en el pasado, supermachos apolillados, bravucones de desfile, sino profesionales adecuados al tiempo actual, voluntarios bien adiestrados, gente que va a la guerra, a una guerra ajena que no lo es tanto para hacer su trabajo con eficacia y dignidad. Saliendo de escena, cuando los matan, sin hacer ruido y sin dramatismos, Con la modestia, la serenidad y el entrañable fatalismo de quienes han hecho de su vida un servicio al ser humano. Me gustan mucho esos lejías que mueren llevando medicinas, salvando a la población civil, dejándose la piel en Bosnia y lavando con su sangre la vergüenza de Europa, nuestra vergüenza. Esos redaños se los aplaudo, si ustedes me lo permiten. Aplaudo su vida, no a la muerte, sino a la vida.

27 de junio de 1993

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