domingo, 3 de julio de 1994

Antonio Gala


Hace un par de semanas, en la Feria del Libro de Madrid, compré El Manuscrito Carmesí de Antonio Gala y me puse a la cola de la caseta donde firmaba ejemplares de sus obras. En cualquier feria de libros, la caseta donde firma Gala se conoce en el acto por la expectación y por la cola que hay formada delante. Porque en eso de las firmas hay, como en todos los órdenes de la vida, colas y colas: merecidas, inmerecidas, compactas, definitivas, vitalicias, coyunturales, accidentales, televisivas, lógicas, inexplicables o de pastel. La de Gala se reconoce en el acto porque hay en ella, siempre, un cierto orden reverencial, un silencio expectante, una especie de unción en el sentido que el María Moliner da a esa palabra: devoción, recogimiento y fervor con que alguien se entrega a un acto religioso.

Y es que acercarse a Antonio Gala en una conferencia o en una firma de libros es más un acto religioso que estrictamente literario. Uno se siente como al cruzar la nave de una iglesia, entre los feligreses, y allí, al fondo, como las vírgenes en los altares, está el maestro rodeado de asistentes y de fieles, pausado, sereno, elegante, impecable, de perfil. Con ese ligero hastío, algo desdeñoso, distante, de quien está por encima del bien y del mal y conoce, de una parte, los cimientos de las glorias de este mundo, y por la otra sabe ya que por mucho que ladren y corran los perros de la tina, no podrán alcanzarlo nunca. Con Gala no se va a que firme un libro, sino que se va a Antonio Gala como otros van a Fátima, o a la Macarena de San Gil, o a ver a Curro Romero. Sólo que para comulgar con Curro Romero hay que ser de Sevilla y estar en la Maestranza, mientras que Gala es un fenómeno nacional. Además se viste mejor y es más fino toreando.

Cada devoción tiene su aquel, claro. Para el arriba firmante, la cosa no tuvo remedio desde que, siendo jovencito, se quedaba embobado ante el televisor en blanco y negro viendo al papa Luna recorrer, trágico, orgulloso y solitario, las murallas desiertas de aquel paisaje con figuras llamado Peñíscola. Después, uno se enamoró locamente de los senos desnudos de Victoria Vera, viéndola seducir a Alberto Closas en ¿Por qué corres, Ulises? Y más tarde, en una foto de entrevista, comprobé que el maestro tenía detrás toda la colección de bolsillo de Austral cuidadosamente alineada en estantes. Y resulta que los clásicos de Austral son, para quien estas líneas teclea, mucho más que libros. Son la memoria personal de mis veinte años, un símbolo de cuando el mundo era ancho, y maravilloso, y todo era posible y todo estaba aún por descubrir y ser vivido, y había libros que valían cuarenta duros. O sea, un fetiche, un tótem. Un estado de gracia.

Ese componente casi religioso, en el que como ven me incluyo sin el más mínimo rubor, alguien tendrá que analizarlo algún día seriamente a la hora de explicar el éxito de Antonio Gala. He visto a hombres y mujeres -sobre todo a mujeres- ir a él para besarle la mano; esa mano con la que escribe, juguetea en el puño del bastón o reclama, mientras lee en voz ante un público sobrecogido por sus pausados silenciosos, un vaso de agua que el secretario acude a traerle con diligencia. Esa mano que alza a medias, expresiva y lánguida, como para impartir una bendición, actor de su propio personaje, artista de sí mismo, galán de estudiada galanura, malvado y cruel como una daga cuando lo desea, divertido e irónico siempre, capaz de ponerle elegancia y tronío, si le apetece, hasta al más brusco desplante.

Acabo de leer una biografía suya algo cursi, escrita por un tal José Infante, pero no se trata exactamente de eso. Lo que hace falta es que alguien se ocupe de analizar el componente casi místico de un misterio que trasciende al mito, más allá de la literatura. Lo que Gala necesita no es un biógrafo, ni interjecciones admirativas, ni espasmitos de placer de reinonas relamidas, sino un hagiógrafo capaz de explicarme a mí, por ejemplo, con la mili que llevo a cuestas, por qué me siento en la cola de la Feria del Libro, mientras espero con Mi manuscrito carmesí en la mano, igual que cuando iba, con corbata y repeinado, a recibir la Confirmación.

A Gala nunca le darán el Nobel ni maldita la falta que le hace. Porque si le hubieran pegado un tiro en cualquier guerra civil, sus novenas, que no las de Santa Gema, estarían de bote en bote, Es el único escritor español vivo que conozco canonizado por sufragio popular directo. Si hubiera escapularios de Antonio Gala, yo llevaría uno.

3 de julio de 1994

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