Aviso a los lectores de El Semanal, el director, Juan Fernando Dorrego, tiene la perversa costumbre de secuestrarme el correo durante un par de meses, y después, cuando uno de mis Sangrefrías no le gusta, se venga soltándomelo todo de golpe. Entonces me siento en una cafetería y durante un largo rato me agobio con los problemas de amigos desconocidos, me dejo tirar de las orejas por usar tanto la palabra hijoputa, o encajo como un hombre los insultos de los lectores a quienes no les gusta lo que escribo. Sin ir más lejos, un niño de doce años acaba de llamarme fascista por meterme con su gorra de béisbol. Y reconozco que un tío de doce años capaz de mentarme los muertos escribiendo una carta así, tiene derecho a llevar la gorra como le dé la gana.
Pero a lo que iba. A veces, les decía, llegan cartas que dan ganas de sentarse a teclear con una mala leche inaudita. Otras te dejan hecho polvo, pues explican las cosas, los problemas, las vidas de la gente, mucho mejor de lo que tú mismo serías capaz de hacer. Y ese el caso de Susana, cuya carta (12-5-94) es tan demoledora que sería una estúpida pretensión, por mi parte, adornar el asunto. Así que hoy, con permiso del respetable, esta página la llevamos a medias Susana y yo. Que les aproveche:
«Tengo 23 años, y no soy la típica chica que vive pegada a sus papas, o vive la ruta del bacalao con el sudor de su padre y el insomnio de su madre. Yo pertenezco a una minoría, a los otros, a los jóvenes que tenemos casa, hijo, perro, gato, suegros, deudas y números rojos. ¿Por qué nunca se habla de nosotros?... ¡Oh, sí! Del número de embarazos anuales imprevistos sí que se habla, Pero nunca de lo que pasa después.
Vivo en un pueblo de 700 habitantes, en una comarca pobre de Castellón, y tengo un hijo de 3 años. Hasta ahora hemos vivido con el sueldo de mi marido, imagina el sueldo: albañil y autónomo. Nos las hemos visto y deseado, pero nos queremos, y tenemos ganas de trabajar... O teníamos ganas de trabajar, hasta que hace un mes llegaron los módulos de Hacienda. Según la estimación objetiva, un albañil autónomo en un pueblo de 700 habitantes factura al año un total de (agárrate) diez millones de pesetas. Y en consecuencia debe pagar al Estado alrededor de dos millones anuales. Es para llorar, ¿verdad? Pues sí, es para llorar. Sobre todo si ves mi cartilla de ahorros, Aquí no hay trabajo para mí (como no lo hay en ningún sitio para nadie). Si mi marido sigue dado de alta tendremos que pagarle a Hacienda prácticamente todo lo que gana, y morirnos de hambre.
Aquí no hay grandes empresas, y a la pequeña la están hundiendo. No te dejan ni siquiera ser agricultor sin reunir unos requisitos mínimos. Y en este país (que no sé de qué piensa vivir dentro de poco), la tierra se deja perder porque el Estado, que nos ama y protege, prefiere que compremos pimientos italianos y cordero inglés, que son más baratos, mientras los agricultores se mueren de hambre; pero eso sí, pagando religiosamente a Hacienda. En resumen, lo único que podemos hacer es dedicarnos a la economía sumergida, estafar y ser ladrones. Como dice mi marido, la moraleja de este cuento es sé un cabrón o muérete de hambre.
Por favor. Estoy harta de oír estupideces sobre la juventud y el paro. Escribe sobre nosotros, sobre los que no tenemos trabajo pero sí bocas que alimentar. Los jóvenes estamos defraudados de las instituciones que se nos enseñó que nos protegerían y ayudarían, y que hoy sólo nos muestran corrupción y desamparo. Y no me extraña, porque en España un presidiario cobra paro, y un autónomo que se da de baja, no.
Al Estado le importa un comino que tengas hijos o no. Ahora, ya, ni siquiera los anticonceptivos entran en la Seguridad Social. Pagas un seguro del coche abusivo por ser menor de 25 años teniendo un hijo y muy pocas ganas de conducir borracho. Mientras, uno de 30 paga la mitad yéndose de fiesta cada noche. Aquí, como en la Edad Media, viene el señor feudal, cobra sus impuestos y se va. Hace sus chanchullos igual, sólo que con una sonrisa y, eso sí, mucha demagogia. Y por ahí te pudras.
Gracias por prestarme tu atención, me imagino que estarás muy ocupado. Y por favor escribe alguna vez sobre los que, igual que nosotros, los jóvenes como mi marido y yo, empiezan a creer que si alguna vez el infortunio nos lleva a dormir bajo un puente, al final nos tocará pagar alquiler.
Gracias.
Susana».
10 de julio de 1994
Pero a lo que iba. A veces, les decía, llegan cartas que dan ganas de sentarse a teclear con una mala leche inaudita. Otras te dejan hecho polvo, pues explican las cosas, los problemas, las vidas de la gente, mucho mejor de lo que tú mismo serías capaz de hacer. Y ese el caso de Susana, cuya carta (12-5-94) es tan demoledora que sería una estúpida pretensión, por mi parte, adornar el asunto. Así que hoy, con permiso del respetable, esta página la llevamos a medias Susana y yo. Que les aproveche:
«Tengo 23 años, y no soy la típica chica que vive pegada a sus papas, o vive la ruta del bacalao con el sudor de su padre y el insomnio de su madre. Yo pertenezco a una minoría, a los otros, a los jóvenes que tenemos casa, hijo, perro, gato, suegros, deudas y números rojos. ¿Por qué nunca se habla de nosotros?... ¡Oh, sí! Del número de embarazos anuales imprevistos sí que se habla, Pero nunca de lo que pasa después.
Vivo en un pueblo de 700 habitantes, en una comarca pobre de Castellón, y tengo un hijo de 3 años. Hasta ahora hemos vivido con el sueldo de mi marido, imagina el sueldo: albañil y autónomo. Nos las hemos visto y deseado, pero nos queremos, y tenemos ganas de trabajar... O teníamos ganas de trabajar, hasta que hace un mes llegaron los módulos de Hacienda. Según la estimación objetiva, un albañil autónomo en un pueblo de 700 habitantes factura al año un total de (agárrate) diez millones de pesetas. Y en consecuencia debe pagar al Estado alrededor de dos millones anuales. Es para llorar, ¿verdad? Pues sí, es para llorar. Sobre todo si ves mi cartilla de ahorros, Aquí no hay trabajo para mí (como no lo hay en ningún sitio para nadie). Si mi marido sigue dado de alta tendremos que pagarle a Hacienda prácticamente todo lo que gana, y morirnos de hambre.
Aquí no hay grandes empresas, y a la pequeña la están hundiendo. No te dejan ni siquiera ser agricultor sin reunir unos requisitos mínimos. Y en este país (que no sé de qué piensa vivir dentro de poco), la tierra se deja perder porque el Estado, que nos ama y protege, prefiere que compremos pimientos italianos y cordero inglés, que son más baratos, mientras los agricultores se mueren de hambre; pero eso sí, pagando religiosamente a Hacienda. En resumen, lo único que podemos hacer es dedicarnos a la economía sumergida, estafar y ser ladrones. Como dice mi marido, la moraleja de este cuento es sé un cabrón o muérete de hambre.
Por favor. Estoy harta de oír estupideces sobre la juventud y el paro. Escribe sobre nosotros, sobre los que no tenemos trabajo pero sí bocas que alimentar. Los jóvenes estamos defraudados de las instituciones que se nos enseñó que nos protegerían y ayudarían, y que hoy sólo nos muestran corrupción y desamparo. Y no me extraña, porque en España un presidiario cobra paro, y un autónomo que se da de baja, no.
Al Estado le importa un comino que tengas hijos o no. Ahora, ya, ni siquiera los anticonceptivos entran en la Seguridad Social. Pagas un seguro del coche abusivo por ser menor de 25 años teniendo un hijo y muy pocas ganas de conducir borracho. Mientras, uno de 30 paga la mitad yéndose de fiesta cada noche. Aquí, como en la Edad Media, viene el señor feudal, cobra sus impuestos y se va. Hace sus chanchullos igual, sólo que con una sonrisa y, eso sí, mucha demagogia. Y por ahí te pudras.
Gracias por prestarme tu atención, me imagino que estarás muy ocupado. Y por favor escribe alguna vez sobre los que, igual que nosotros, los jóvenes como mi marido y yo, empiezan a creer que si alguna vez el infortunio nos lleva a dormir bajo un puente, al final nos tocará pagar alquiler.
Gracias.
Susana».
10 de julio de 1994
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