domingo, 2 de abril de 1995

Sobre actores y actrices


Si no van nunca al teatro, ustedes se lo pierden. El arriba firmante estuvo el otro día viendo con un amigo Don Gil de las calzas verdes, dirigido por Marsillach con una docena larga de miembros de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Es un montaje delicioso, Heno de humor y de talento, en torno a uno de los más divertidos enredos de Tirso de Molina; hasta el punto de que, en varios momentos de la obra, todo el público reíamos a carcajadas. Es una lástima que en este país nuestro los teatros no se vean muy frecuentados, pues nada es tan fascinante y acogedor como una buena representación sobre un escenario, con la penumbra del patio de butacas y el decorado iluminado, las entradas y salidas, y el encanto mágico, casi infantil, de asistir a una trama que se desarrolla en vivo, ante tus ojos.

El culpable es la ignorancia, supongo. Imagino que el miedo a toparse con un plomazo aburrido, que los hay, mantiene a muchos de nosotros lejos de un patio de butacas o de un palco en familia. Y del mismo modo que en el cine y en la literatura, en el teatro hay nombres y apellidos culpables de los polvos que trajeron estos lodos. Me vienen a. la cabeza unos cuantos, entre toda la tropa de caraduras y trileros empeñados en identificar profundidad con aburrimiento, disfrazando con retórica, y oscuridad, y mucho trascendente marear la perdiz, el hecho de no tener nada que decir, y sin embargo, volviendo al escenario, cuando una obra teatral está hecha con inteligencia, ir a ella supone siempre un rato agradable. Por eso, aquella noche, el perfecto montaje del Don Gil hizo aún más intenso ese placer. Después, al terminar la función, mi amigo estuvo dándole vueltas al café hasta que se volvió de pronto y dijo: «¿Te has dado cuenta de que, incluidos los jóvenes, todos los actores eran buenos?».

Y es que ésa es otra. Porque hablamos de la crisis del cine español; pero resulta que, salvo una docena de honrosísimas excepciones, la mayor parte de nuestros buenos actores hacen teatro, hacen doblaje o no hacen nada. En el cine y en la tele, como mucho, les caen papeles secundarios. ¿No les suena sospechoso que los actores extranjeros de una película doblada al español parezcan mejores, más creíbles, que buena parte de los españoles que hablan en su lengua original? ¿Y no es igual de sospechoso que tantas películas españolas ganen una barbaridad en su versión doblada para el extranjero? O sea. Convendrán conmigo en que es como para mosquearse.

En otros lugares, un actor es alguien especializado en teatro o en cine, pero a menudo intercambiable. Estrellas de la pantalla llenan salas de teatro, y viceversa. Mas resulta que en España, no. Aquí el divorcio es total. Y lo es, entre otras, por una razón miserable: un actor de verdad, de pata negra, hecho con estudio, esfuerzo y experiencia, es un profesional que debe ser pagado como Dios manda, y además no acepta cualquier cosa, y no tiene por qué andar tomándose copas en bares de diseño con los amiguetes para que le den cuartel, pues su talento debería bastar, en principio, como aval de su vida profesional.

Pero ya ven. En este reino de la improvisación y la chapuza, donde todo vale para cualquier cosa, cualquier tetona de concurso televisivo, cualquier mozo con cara simpática, cualquier niña guapita que pasa por ahí, se autocalifica como actor o actriz y además la gente hace como que se lo traga. Y los productores, encantados; porque les sale más barato y así contratan a tres por el precio de uno. Al final, lo de menos es la credibilidad, la modulación, la voz, el gesto, el cómo decir la cosas para que la ficción parezca realidad y nos conduzca al mundo mágico de lo imaginado hasta hacerlo más real que la vida misma. Un compadre mío, Antonio Cardenal, produjo hace poco una película muy divertida que ha sido un éxito y me alegro; porque el guión, ingenioso y bien desarrollado, consigue hacer olvidar la infame actuación de una primera y primeriza joven actriz -trasplantada de un concurso de la tele- que está tremenda, eso sí; pero que supone la negación absoluta de la palabra interpretar ante una cámara.

En fin. Valgan estas líneas como saludo y homenaje a todos ellos. A esos actores de verdad que desaparecen, o se refugian en el teatro ignorados por el gran público, o malviven en las comedias de la tele y en el cine dando la réplica a personajes protagonistas encarnados por niñatos y fantasmas cuyo papel, en otro tiempo, no habría ido más allá de decir: «La cena está servida». Eso, en el caso improbable de que alguien les hubiera permitido abrir la boca.

2 de abril de 1995

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