No descubro nada al afirmar que el arriba firmante no es precisamente un meapilas. Quiero decir con eso que nadie puede imaginar, a tales alturas, que un exceso de fervor religioso inspire esta página. Salvo en casos de necesidad profesional -mi última novela- o de placer personal -misa en latín, iglesia bonita, necesidad de descanso o reflexión- no piso suelo sacro desde que Franco era cabo. De modo que, establecidos los límites de la cosa, puedo confesarles algo: cada año, a la hora de hacer la declaración de Hacienda y asignar el 0,5 por ciento, bien al sostenimiento de la Iglesia, bien a otros fines de interés social, pongo mi crucecita en el apartado referente a la Iglesia.
Sin duda, al revelar esto, acabo de darle una alegría a mi madre. Pero le aconsejo que no eche las campanas al vuelo ni se gaste alegremente la mierda de pensión que le paga el Estado en misas de acción de gracias, porque no se trata de que su descreído hijo haya visto la luz y vuelva a la recta senda. En realidad, a pesar de esa crucecita que pongo en el impreso, soy de la opinión de que a la Iglesia Católica en España deberían sostenerla, como ocurre en otros países europeos, las exclusivas aportaciones económicas de sus fieles. Diezmos y primicias, ya saben, cada cual en la medida de lo que puede. Que, por cierto, algunos pueden, y mucho. Pero en España, país donde los católicos practicantes siguen siendo numerosos, se da la curiosa circunstancia de que se llenan las iglesias los domingos; pero, aparte los veinte duros de la colecta, a la hora de rascarse el bolsillo casi todos miran para otro lado, como si pretendieran que el consuelo del alma y la vida eterna les salieran gratis. Así que menos lobos, Caperucitas. Que aquí todo el mundo se marca el folio pero luego no suelta un puto duro. Igual que mucho defender la vida y la concepción y la familia, pero a ver cuántas familias católicas españolas tienen siete hijos.
Pero a lo que iba. En cuanto a la alternativa que plantea el Estado para lo del 0,5 por ciento, tampoco es que el arriba firmante tenga nada en contra de las organizaciones no gubernamentales.
Algunas son admirables y necesarias, y otras auténticas payasadas —una se llama, literalmente, Payasos sin fronteras— pero, bueno, allá se lo monte cada cual.
Lo que ocurre es que, me guste o no, he nacido en España y la cultura y memoria histórica que pueda tener son españolas. Y tanto para lo malo como para lo bueno, la Iglesia católica forma parte de esa cultura y de esa memoria. Del mismo modo que defiendo la conservación de un museo, de una biblioteca, de aquellos lugares, paisajes y símbolos donde el hombre encuentra las claves de lo que fue y de lo que es, creo necesario defender, de algún modo. La explicación de que mis conciudadanos y yo seamos como somos, y no de otra forma. En este caso lo de menos son las creencias. Puedo no entender la música, pero me gusta que haya un Liceo. Puedo no amar la pintura, pero comprendo la necesidad de que exista el Prado. Además, mis amigos, mis vecinos, mis antepasados, aman o amaron la música, la pintura, o lo que sea: y la necesitaron, y la necesitan, para hacer mejores sus vidas.
Pero aún hay más. Del mismo modo que es posible no creer en una bandera, pero respetarla en memoria de los hombres y mujeres que sí creyeron y muñeron por ella, creo que Ángel Ganivet —cuyo Idearium español fue tan manipulado por el franquismo— acertaba al escribir, va a hacer ahora exactamente cien años, aquello de: «Habiéndonos arruinado en la defensa del catolicismo, no cabría mayor afrenta que ser traidores para con nuestros padres», lo que, bien entendido, no significa regodeo en la reacción y el fanatismo que nos convirtieron en la desgracia pública que somos, sino simple conservación de una memoria propia; de un pasado que, bueno o malo, es el nuestro. Un pasado del que el tiempo y el sentido común atenúan los aspectos siniestros para incluirlo en la categoría práctica de los símbolos y las referencias: mientras haya Iglesia católica podré seguir entendiendo por qué España es lo que es, y no otra cosa. Y seguiré a salvo de la peligrosa desmemoria del huérfano, siempre a merced del gringo, el bonzo Hermenegildo o el primer charlatán que venga a darme por saco y a llamarme hijo. (Así que dile a tu párroco, mamá, que no me dé las gracias por ese rumboso 0,5. En realidad lo pago para mí).
3 de noviembre de 1996
Sin duda, al revelar esto, acabo de darle una alegría a mi madre. Pero le aconsejo que no eche las campanas al vuelo ni se gaste alegremente la mierda de pensión que le paga el Estado en misas de acción de gracias, porque no se trata de que su descreído hijo haya visto la luz y vuelva a la recta senda. En realidad, a pesar de esa crucecita que pongo en el impreso, soy de la opinión de que a la Iglesia Católica en España deberían sostenerla, como ocurre en otros países europeos, las exclusivas aportaciones económicas de sus fieles. Diezmos y primicias, ya saben, cada cual en la medida de lo que puede. Que, por cierto, algunos pueden, y mucho. Pero en España, país donde los católicos practicantes siguen siendo numerosos, se da la curiosa circunstancia de que se llenan las iglesias los domingos; pero, aparte los veinte duros de la colecta, a la hora de rascarse el bolsillo casi todos miran para otro lado, como si pretendieran que el consuelo del alma y la vida eterna les salieran gratis. Así que menos lobos, Caperucitas. Que aquí todo el mundo se marca el folio pero luego no suelta un puto duro. Igual que mucho defender la vida y la concepción y la familia, pero a ver cuántas familias católicas españolas tienen siete hijos.
Pero a lo que iba. En cuanto a la alternativa que plantea el Estado para lo del 0,5 por ciento, tampoco es que el arriba firmante tenga nada en contra de las organizaciones no gubernamentales.
Algunas son admirables y necesarias, y otras auténticas payasadas —una se llama, literalmente, Payasos sin fronteras— pero, bueno, allá se lo monte cada cual.
Lo que ocurre es que, me guste o no, he nacido en España y la cultura y memoria histórica que pueda tener son españolas. Y tanto para lo malo como para lo bueno, la Iglesia católica forma parte de esa cultura y de esa memoria. Del mismo modo que defiendo la conservación de un museo, de una biblioteca, de aquellos lugares, paisajes y símbolos donde el hombre encuentra las claves de lo que fue y de lo que es, creo necesario defender, de algún modo. La explicación de que mis conciudadanos y yo seamos como somos, y no de otra forma. En este caso lo de menos son las creencias. Puedo no entender la música, pero me gusta que haya un Liceo. Puedo no amar la pintura, pero comprendo la necesidad de que exista el Prado. Además, mis amigos, mis vecinos, mis antepasados, aman o amaron la música, la pintura, o lo que sea: y la necesitaron, y la necesitan, para hacer mejores sus vidas.
Pero aún hay más. Del mismo modo que es posible no creer en una bandera, pero respetarla en memoria de los hombres y mujeres que sí creyeron y muñeron por ella, creo que Ángel Ganivet —cuyo Idearium español fue tan manipulado por el franquismo— acertaba al escribir, va a hacer ahora exactamente cien años, aquello de: «Habiéndonos arruinado en la defensa del catolicismo, no cabría mayor afrenta que ser traidores para con nuestros padres», lo que, bien entendido, no significa regodeo en la reacción y el fanatismo que nos convirtieron en la desgracia pública que somos, sino simple conservación de una memoria propia; de un pasado que, bueno o malo, es el nuestro. Un pasado del que el tiempo y el sentido común atenúan los aspectos siniestros para incluirlo en la categoría práctica de los símbolos y las referencias: mientras haya Iglesia católica podré seguir entendiendo por qué España es lo que es, y no otra cosa. Y seguiré a salvo de la peligrosa desmemoria del huérfano, siempre a merced del gringo, el bonzo Hermenegildo o el primer charlatán que venga a darme por saco y a llamarme hijo. (Así que dile a tu párroco, mamá, que no me dé las gracias por ese rumboso 0,5. En realidad lo pago para mí).
3 de noviembre de 1996
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