Haberme hecho llorar de pequeño con La dama y el vagabundo, Bambi o Peter Pan, no justifica sus actuales canalladas. Uno, en sus raros días de tolerancia, puede hacer la vista gorda ante el hecho de que, a falta de argumentos propios, los herederos de don Gualterio Disney anden a la caza de historias europeas a las que hincar el diente para que luego los niños hagan cola como gilipollas, y luego se coman las hamburguesas con oferta especial de muñequitos y gorros de cartón, cocacola y patatas fritas incluidas. Incluso puedo tragar, aunque concierta dificultad deglutoria, o deglutiva, o como cono se diga, que mis sobrinas se disfracen de Pocahontas o de Jasminas en su fiesta de cumple -al fin y al cabo, sus madres, que eran muy cursilonas y siempre estaban chivándose de mi hermano y de mí, se disfrazaban de Blancanieves hace treinta años-. Incluso soy capaz de aceptar que los desaprensivos de las distribuidoras cinematográficas españolas sustituyan el nombre de toda la vida, Aladino, por esa soplapollez de Aladdin; a fin, supongo, de que los gringos puedan seguir explotando el copyright y trincar más pasta con las camisetas, y las gominolas, y los cromos, y la madre que los parió.
O sea. Me hago cargo, incluso, de que en un país cuya Historia digna de mencionarse comienza, como mucho, hace menos de doscientos cincuenta años, los recursos narrativos empiezan a agotarse, y hay que echarle un vistazo a esa Europa antigua, sucia, pintoresca y decadente que está allí, en alguna parte entre África y Rusia -¿o está en África?-, al fondo a mano izquierda. Donde hay gente que fríe con aceite de oliva, come bocadillos de chorizo y bebe agua del grifo; e incluso -no te lo vas a creer, Mortimer- algunos se niegan a usar gorras de béisbol puestas del revés, y desayunan sin mirar la tele.
Todo eso, aunque rechinando los dientes, estoy dispuesto a tragármelo; entre otras cosas porque es lo que hay. Si no tengo opción, sobreviviré al hecho inevitable de que los mercachifles de ese país trasatlántico, enorme, poderoso y profundamente analfabeto, con la complicidad de la quinta columna de imbéciles locales dispuestos a venderse al primero que llega, sean quienes dicten la moda y la cultura que nos esperan. Pero lo que bajo ningún concepto estoy dispuesto a admitir sin protestar es que, además, pongan sus torpes manos sobre nuestra literatura, como es el caso de Víctor Hugo y su Jorobado de Nótre Dame, o Nuestra Señora de París, como gusten. Por hablar de su penúltimo y edulcorado producto, en lo que a mí respecta pueden hacer con Pocahontas lo que les salga, que para eso es compatriota suya: casarla o no con el pirata inglés, hacerla terminar sus días bailando el vals en la Casa Blanca o meterla a puta de alterne en Illinois. Pero manipularme al amigo Quasimodo, un francés cabal a quien conocí hace más de treinta años en la biblioteca de mi abuelo, no tiene perdón de Dios. Con magnífica factura técnica y todo lo que ustedes quieran, esos miserables del colorín y la mermelada han convertido una novela fascinante y terrible, escrita en 1831 como un viaje extraordinario y siniestro al corazón de las tinieblas de una Europa medieval supersticiosa, una nobleza ambiciosa y corrupta, en un camelo con final feliz donde, para más inri, Quasimodo hace surf en los arbotantes de la catedral, y el capitán Febo, que en la novela es un militarote de clase alta, vanidoso y estúpido, se nos convierte en héroe de la Resistencia y en paladín pionero -hay que joderse- de la liberté, la egalité y la fraternité.
Me pone los pelos de punta imaginar el futuro que les aguarda a nuestros más entrañables clásicos en manos de semejante gentuza. Ya me contarán ustedes qué jovencito va a leer Nuestra Señora de París después de haberse metido en el cuerpo la película de Disney. Y lo que es peor: el resto de su vida creerá que la historia que escribió Víctor Hugo era exactamente esa, un mundo de lucecitas, y canciones, y colores, donde los malos perecen, los guapos se casan entre sí, y los feos de buen corazón se dan por bien pagados con llevarles el botijo. Tiemblo sólo de imaginar cuando esos golfos apandadores la emprendan también impunemente con La cartuja de Parma, Madame Bovary o El Quijote. Ya veo a Alonso Quijano casado con Dulcinea mientras Campanilla revolotea alrededor y Sancho Panza canta, du-duá, du-duá, doblado por Serafín Zubiri.
24 de noviembre de 1996
O sea. Me hago cargo, incluso, de que en un país cuya Historia digna de mencionarse comienza, como mucho, hace menos de doscientos cincuenta años, los recursos narrativos empiezan a agotarse, y hay que echarle un vistazo a esa Europa antigua, sucia, pintoresca y decadente que está allí, en alguna parte entre África y Rusia -¿o está en África?-, al fondo a mano izquierda. Donde hay gente que fríe con aceite de oliva, come bocadillos de chorizo y bebe agua del grifo; e incluso -no te lo vas a creer, Mortimer- algunos se niegan a usar gorras de béisbol puestas del revés, y desayunan sin mirar la tele.
Todo eso, aunque rechinando los dientes, estoy dispuesto a tragármelo; entre otras cosas porque es lo que hay. Si no tengo opción, sobreviviré al hecho inevitable de que los mercachifles de ese país trasatlántico, enorme, poderoso y profundamente analfabeto, con la complicidad de la quinta columna de imbéciles locales dispuestos a venderse al primero que llega, sean quienes dicten la moda y la cultura que nos esperan. Pero lo que bajo ningún concepto estoy dispuesto a admitir sin protestar es que, además, pongan sus torpes manos sobre nuestra literatura, como es el caso de Víctor Hugo y su Jorobado de Nótre Dame, o Nuestra Señora de París, como gusten. Por hablar de su penúltimo y edulcorado producto, en lo que a mí respecta pueden hacer con Pocahontas lo que les salga, que para eso es compatriota suya: casarla o no con el pirata inglés, hacerla terminar sus días bailando el vals en la Casa Blanca o meterla a puta de alterne en Illinois. Pero manipularme al amigo Quasimodo, un francés cabal a quien conocí hace más de treinta años en la biblioteca de mi abuelo, no tiene perdón de Dios. Con magnífica factura técnica y todo lo que ustedes quieran, esos miserables del colorín y la mermelada han convertido una novela fascinante y terrible, escrita en 1831 como un viaje extraordinario y siniestro al corazón de las tinieblas de una Europa medieval supersticiosa, una nobleza ambiciosa y corrupta, en un camelo con final feliz donde, para más inri, Quasimodo hace surf en los arbotantes de la catedral, y el capitán Febo, que en la novela es un militarote de clase alta, vanidoso y estúpido, se nos convierte en héroe de la Resistencia y en paladín pionero -hay que joderse- de la liberté, la egalité y la fraternité.
Me pone los pelos de punta imaginar el futuro que les aguarda a nuestros más entrañables clásicos en manos de semejante gentuza. Ya me contarán ustedes qué jovencito va a leer Nuestra Señora de París después de haberse metido en el cuerpo la película de Disney. Y lo que es peor: el resto de su vida creerá que la historia que escribió Víctor Hugo era exactamente esa, un mundo de lucecitas, y canciones, y colores, donde los malos perecen, los guapos se casan entre sí, y los feos de buen corazón se dan por bien pagados con llevarles el botijo. Tiemblo sólo de imaginar cuando esos golfos apandadores la emprendan también impunemente con La cartuja de Parma, Madame Bovary o El Quijote. Ya veo a Alonso Quijano casado con Dulcinea mientras Campanilla revolotea alrededor y Sancho Panza canta, du-duá, du-duá, doblado por Serafín Zubiri.
24 de noviembre de 1996
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