Cuánto camelo y cuánta demagogia barata ha habido que tragarse en las últimas semanas con el asunto de los Grandes Lagos, y el Zaire, y la ONU, y la madre que la parió. Como esta página siempre la tecleo dos semanas antes, no sé en qué habrá parado la cosa. Igual allá abajo siguen palmando igual, pero el asunto ha pasado de moda, y resulta que el tema de actualidad es la próstata de Yeltsin, o el primer diente de la hija de Rociíto, o una Intifada nueva. Aunque, con algo de suerte para los negros de color, si ha fenecido algún blanco más, a ser posible misionero o casco azul rubio y con ojos azules, igual la CNN sigue allí, y la escalofriante tragedia etcétera continúa en titulares de telediario, y haciendo que se derrame el café en las manos solidarias, temblorosas de aflicción, de nuestro enérgico secretario general de la OTAN, don Javier Solana.
Tiene narices. Fuera de unos cuantos misioneros, miembros de organizaciones humanitarias y algún que otro periodista -Leguineche, Rojo, la tribu- que conocen aquellas latitudes y saben de qué va la cosa, los lugares comunes, las soluciones utópicas y la verborrea han llovido como granizo. El otro día un distinguido hombre público hablaba muy serio, en la tele, de reinstaurar la democracia en los países de África Central, como si allí hubiese habido democracia alguna vez. Y otro que tal apuntaba, con suma gravedad europea, la necesidad de que las fuerzas políticas locales garanticen de forma duradera los compromisos internacionales. Anda y jíñate, Martorell. Imagino que mi querida y dulce Corinne Dufka, o Enric Martí y los otros reporteros gráficos que llevan un par de años haciendo allí, en la muerte y la mierda, las fotos que tanto alteran el pulso de estos capullos de aquí arriba, se revolcarían de risa si aún les quedaran ganas de reír, que lo dudo.
A ver si consigo decirlo claro. Occidente, o sea, nosotros, destrozó África. Y después nos fuimos de mala manera: unos echados a hostias, otros porque la vaca ya no daba leche, y otros -España- porque era imposible seguir allí con todo el mundo señalándote con el dedo. Detrás dejamos países expoliados, artificiales, fronteras arbitrarias, y unas élites locales privilegiadas que, o bien fueron degolladas en el acto por sus conciudadanos, o bien se emborracharon de poder absoluto, convirtiéndose en dictadores incapaces de mantener las estructuras -pocas, pero estructuras al fin y al cabo- que dejaron los colonialistas antes de decir ahí te quedas, chaval.
De cualquier modo, es ridículo esperar que África se comporte según esquemas europeos u occidentales. Su configuración social se basa en la etnia, la tribu y el clan; y la tiranía de sus líderes, con la complicidad postcolonial de las antiguas metrópolis, dislocó los mecanismos de progreso. Además, el espejismo de la sociedad desarrollada, con la maldita tele, ha terminado de fundir los plomos. Y la guerra, que allí siempre fue especialmente cruel, tribal, pero se hacía con arcos y lanzas, se vuelve ahora matanza masiva con los fusiles automáticos, los lanzagranadas y los cañones que los países desarrollados venden a cambio de uranio, bauxita, diamantes y demás. No hay comida, ni posibilidades de educación, ni perspectivas de futuro. No hay democracia, ni la habrá en el próximo siglo, porque la hemos hecho imposible. Así, Occidente sólo puede ayudar y proteger, procurando que en vez de diez mueran cinco. Y si hace falta, recurriendo a la Guardia Civil para parar los pies a dictadorzuelos locales, jefes de tribus y clanes que asesinan a sus vecinos, a su propio pueblo o a quien se tercie. Y me importa un huevo de pato que esto suene a paternalismo occidental. Cualquiera que conozca África sabe que es preferible la Guardia civil a Teodoro Obíang, Idi Amin, Bokassa o Mobutu Sese Seko.
Por lo demás, cada vez que fui allí a ver morir de hambre o destriparse a tiros o machetazos al personal, que ese era mi antiguo oficio, me sentí, como responsable subsidiario del asunto, un perfecto hijo de puta. Y eso lo hago extensivo a Europa en general, y a los Estados Unidos y la extinta URSS en particular. La única excepción, lo único que nos salva un poco la cara, son los misioneros, las monjas y las organizaciones humanitarias que se dejan la piel, y la vida, lavando con su abnegación y su sangre nuestra vergüenza. En cuanto a esos, ole sus cojones. Incluidos los de las monjas.
1 de diciembre de 1996
Tiene narices. Fuera de unos cuantos misioneros, miembros de organizaciones humanitarias y algún que otro periodista -Leguineche, Rojo, la tribu- que conocen aquellas latitudes y saben de qué va la cosa, los lugares comunes, las soluciones utópicas y la verborrea han llovido como granizo. El otro día un distinguido hombre público hablaba muy serio, en la tele, de reinstaurar la democracia en los países de África Central, como si allí hubiese habido democracia alguna vez. Y otro que tal apuntaba, con suma gravedad europea, la necesidad de que las fuerzas políticas locales garanticen de forma duradera los compromisos internacionales. Anda y jíñate, Martorell. Imagino que mi querida y dulce Corinne Dufka, o Enric Martí y los otros reporteros gráficos que llevan un par de años haciendo allí, en la muerte y la mierda, las fotos que tanto alteran el pulso de estos capullos de aquí arriba, se revolcarían de risa si aún les quedaran ganas de reír, que lo dudo.
A ver si consigo decirlo claro. Occidente, o sea, nosotros, destrozó África. Y después nos fuimos de mala manera: unos echados a hostias, otros porque la vaca ya no daba leche, y otros -España- porque era imposible seguir allí con todo el mundo señalándote con el dedo. Detrás dejamos países expoliados, artificiales, fronteras arbitrarias, y unas élites locales privilegiadas que, o bien fueron degolladas en el acto por sus conciudadanos, o bien se emborracharon de poder absoluto, convirtiéndose en dictadores incapaces de mantener las estructuras -pocas, pero estructuras al fin y al cabo- que dejaron los colonialistas antes de decir ahí te quedas, chaval.
De cualquier modo, es ridículo esperar que África se comporte según esquemas europeos u occidentales. Su configuración social se basa en la etnia, la tribu y el clan; y la tiranía de sus líderes, con la complicidad postcolonial de las antiguas metrópolis, dislocó los mecanismos de progreso. Además, el espejismo de la sociedad desarrollada, con la maldita tele, ha terminado de fundir los plomos. Y la guerra, que allí siempre fue especialmente cruel, tribal, pero se hacía con arcos y lanzas, se vuelve ahora matanza masiva con los fusiles automáticos, los lanzagranadas y los cañones que los países desarrollados venden a cambio de uranio, bauxita, diamantes y demás. No hay comida, ni posibilidades de educación, ni perspectivas de futuro. No hay democracia, ni la habrá en el próximo siglo, porque la hemos hecho imposible. Así, Occidente sólo puede ayudar y proteger, procurando que en vez de diez mueran cinco. Y si hace falta, recurriendo a la Guardia Civil para parar los pies a dictadorzuelos locales, jefes de tribus y clanes que asesinan a sus vecinos, a su propio pueblo o a quien se tercie. Y me importa un huevo de pato que esto suene a paternalismo occidental. Cualquiera que conozca África sabe que es preferible la Guardia civil a Teodoro Obíang, Idi Amin, Bokassa o Mobutu Sese Seko.
Por lo demás, cada vez que fui allí a ver morir de hambre o destriparse a tiros o machetazos al personal, que ese era mi antiguo oficio, me sentí, como responsable subsidiario del asunto, un perfecto hijo de puta. Y eso lo hago extensivo a Europa en general, y a los Estados Unidos y la extinta URSS en particular. La única excepción, lo único que nos salva un poco la cara, son los misioneros, las monjas y las organizaciones humanitarias que se dejan la piel, y la vida, lavando con su abnegación y su sangre nuestra vergüenza. En cuanto a esos, ole sus cojones. Incluidos los de las monjas.
1 de diciembre de 1996
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