La tengo ante mí, impresa en grueso y buen papel crujiente de época, perfectamente conservado a pesar de los casi dos siglos transcurridos, Acabo de desplegarla en sus nueve dobleces sobre la mesa, y aún la miro incrédulo. En la parte superior de la orla lleva las columnas de Hércules con el Non plus Ultra y el escudo real, y en su ángulo superior izquierdo ostenta el título de Real Pasaporte de Corso para los mares de Indias. Es lo más parecido a un sueño que nunca tuve en mi poder: "Por cuanto he concedido permiso para armar en guerra con cañones y pedreros y las demás armas y municiones correspondientes, a fin de que pueda hacer el corso contra los enemigos de mi Corona y correr a este intento los mares de Indias, combatiendo y hostilizando con Bandera española las embarcaciones de naciones con las que me hallase en guerra...". Está timbrado con el sello real, y fechado en Madrid, a cinco de enero de 1820. Al pie, con tinta algo desvaída como la fecha, hay dos firmas. Una es la de José María Alós, que según la enciclopedia Espasa fue ministro de Guerra y de Marina. La otra consiste en tres palabras y una breve rúbrica: Yo, el Rey. La firma de Fernando VII.
Es un regalo de un amigo. Se llama Julio Ollero, y es un editor independiente, bigotudo, gordito, malhumorado y gruñón, que, a base de echarle afición e insomnio al asunto, edita los más bellos libros de este país. Y también es uno de esos fulanos que, en los ratos libres que le dejan sus tareas de edición, los doscientos cigarrillos y los dos mil cafés que cada día se mete entre pecho y espalda, se dedica a husmear por las trastiendas polvorientas de los libreros de viejo, los anticuarios, los baratillos donde van a parar, con la resaca, los restos de los naufragios de tantas vidas. En uno de esos recorridos de los que vuelve con los dedos sucios de polvo y el gozo en el alma, Julio apareció enarbolando la patente de corso que había encontrado bajo toneladas de papeles diversos. Y como además de ser amigo mío y estar al tanto de mi idilio con la cosa náutica tiene un corazón como el sombrero de un picador, me la regaló así, por el morro.
-¿Te has fijado -dijo- en que el nombre del beneficiario y de su barco vienen en blanco?
Me había fijado, por supuesto. Yo, el rey, y el ministro dando fe; pero lo otro en blanco y perfectamente dispuesto para ser rellenado por el mejor postor. No quiero ni imaginar la pasta que trincarían alguno, incluido ese espejo de monarcas, ese pedazo de sinvergüenza que se llamó Fernando VII, con lo que duró, el tío, por extender patentes de corso u otro tipo de beneficios y documentos en blanco, para que secretarios, ministros y correveidiles las vendieran a tercero. Imagínense el cuadro: Hombre, don Fulano, tengo un sobrino algo bala perdida, buen marino, a quien no le iría mal piratear por las Antillas. Usted y yo al veinte por ciento, y para Su Majestad un cinco. Un ocho. Un seis. Trato hecho. Y mire, casualmente aquí tengo una patente fresca. Así que dígale a su sobrino que buen viento y buenas presas. Me encanta. Y mientras tecleo estas líneas, el imbécil del hijo de un vecino tiene a tope una cinta de bakalao, atronando media sierra de Madrid. Y, mientras analizo los pros y los contras de comprar en el Corte Inglés una escopeta de caza con postas como bellotas y convertir la casa de mi vecino en una sucursal de Puerto Urraco, miro una y otra vez esa hoja en gran folio que tengo desplegada sobre la mesa, sin fecha de caducidad, y casi puedo sentir, pasando los dedos por la superficie del papel recio y amarillento, el rumor de las velas cuando empieza a rolar el viento, el aroma del café que el cocinero te sube un poco antes del amanecer a la cubierta escorada y húmeda por el relente, cuando intentas ganarle barlovento a la presa durante una caza larga por la popa. Y pienso que no estaría nada mal mandar a tomar por saco a mi vecino, y a mis editores, y al Semanal y a la madre que lo parió, poner mi nombre y el de mi velero en esa línea blanca como una tentación, armar en corso a diez metros de eslora y telefonear a tres o cuatro viejos amigos de los que llevan chirlos y tatuajes, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y después, en una noche sin luna, deslizarme a mar abierto con todo el trapo arriba, a un descuartelar, con una brisa del susuroeste susurrando suave en la jarcia. Con todos los papeles en regla y la firma del rey.
15 de diciembre de 1996
Es un regalo de un amigo. Se llama Julio Ollero, y es un editor independiente, bigotudo, gordito, malhumorado y gruñón, que, a base de echarle afición e insomnio al asunto, edita los más bellos libros de este país. Y también es uno de esos fulanos que, en los ratos libres que le dejan sus tareas de edición, los doscientos cigarrillos y los dos mil cafés que cada día se mete entre pecho y espalda, se dedica a husmear por las trastiendas polvorientas de los libreros de viejo, los anticuarios, los baratillos donde van a parar, con la resaca, los restos de los naufragios de tantas vidas. En uno de esos recorridos de los que vuelve con los dedos sucios de polvo y el gozo en el alma, Julio apareció enarbolando la patente de corso que había encontrado bajo toneladas de papeles diversos. Y como además de ser amigo mío y estar al tanto de mi idilio con la cosa náutica tiene un corazón como el sombrero de un picador, me la regaló así, por el morro.
-¿Te has fijado -dijo- en que el nombre del beneficiario y de su barco vienen en blanco?
Me había fijado, por supuesto. Yo, el rey, y el ministro dando fe; pero lo otro en blanco y perfectamente dispuesto para ser rellenado por el mejor postor. No quiero ni imaginar la pasta que trincarían alguno, incluido ese espejo de monarcas, ese pedazo de sinvergüenza que se llamó Fernando VII, con lo que duró, el tío, por extender patentes de corso u otro tipo de beneficios y documentos en blanco, para que secretarios, ministros y correveidiles las vendieran a tercero. Imagínense el cuadro: Hombre, don Fulano, tengo un sobrino algo bala perdida, buen marino, a quien no le iría mal piratear por las Antillas. Usted y yo al veinte por ciento, y para Su Majestad un cinco. Un ocho. Un seis. Trato hecho. Y mire, casualmente aquí tengo una patente fresca. Así que dígale a su sobrino que buen viento y buenas presas. Me encanta. Y mientras tecleo estas líneas, el imbécil del hijo de un vecino tiene a tope una cinta de bakalao, atronando media sierra de Madrid. Y, mientras analizo los pros y los contras de comprar en el Corte Inglés una escopeta de caza con postas como bellotas y convertir la casa de mi vecino en una sucursal de Puerto Urraco, miro una y otra vez esa hoja en gran folio que tengo desplegada sobre la mesa, sin fecha de caducidad, y casi puedo sentir, pasando los dedos por la superficie del papel recio y amarillento, el rumor de las velas cuando empieza a rolar el viento, el aroma del café que el cocinero te sube un poco antes del amanecer a la cubierta escorada y húmeda por el relente, cuando intentas ganarle barlovento a la presa durante una caza larga por la popa. Y pienso que no estaría nada mal mandar a tomar por saco a mi vecino, y a mis editores, y al Semanal y a la madre que lo parió, poner mi nombre y el de mi velero en esa línea blanca como una tentación, armar en corso a diez metros de eslora y telefonear a tres o cuatro viejos amigos de los que llevan chirlos y tatuajes, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y después, en una noche sin luna, deslizarme a mar abierto con todo el trapo arriba, a un descuartelar, con una brisa del susuroeste susurrando suave en la jarcia. Con todos los papeles en regla y la firma del rey.
15 de diciembre de 1996
No hay comentarios:
Publicar un comentario