Llevo tiempo dándole caña a la pérfida Albión, a ver si mi vecino Marías se mosquea, y mañana en la batalla piensa en mí, y me reta a duelo, pero no hay manera. De modo que, inasequible al desaliento, vuelvo a la carga. Y hoy nos vamos al colé. En enero, hartos los profesores de Su Majestad de que los alumnos violentos los tomen por el chichi de la Bernarda, el Parlamento británico votará un proyecto de ley para reintroducir el castigo corporal en las escuelas. Castigo que, si no me fallan ni la memoria ni el recorte de periódico donde lo he leído, se abolió en Europa en 1986. El recorte me lo manda mi amigo Paco, antiguo compañero de estudios a quien expulsaron de los Maristas con quince años, el mismo curso que a mi hermano y a mí. Paco, que es un tipo gordito y pacífico, con bigote, dirige un colegio en un barrio difícil, y cada vez que llama un alumno a su despacho, lo primero que hace es ponerlo contra la pared y cachearlo para quitarle la navaja. Y en casos especiales, suele llamar a otro profesor y, mientras uno sujeta al mozo, el otro le sacude un par de puñetazos en el estómago. Paco, que lleva veinte años en la docencia, dice que, al menos en su barrio y con cierto tipo de alumnos, el método es mano de santo. Y todavía no se le ha quejado ningún padre.
La cuestión, claro, es que cuando uno habla de castigos corporales se imagina a un tierno niñito indefenso y a un desaforado maestro volcando en él, de modo salvaje, sus frustraciones por no ser catedrático en Salamanca. Pero, en realidad, la cosa suele discurrir más bien por la lucha diaria entre la autoridad docente tradicional y jóvenes malas bestias radicalizados por una sociedad a la que se le fue la olla hace tiempo. Cuando a un crío se le sirve todos los días la dosis apropiada de dibujos animados japoneses, se adereza con un poco de Chuck Norris y otros expertos en artes del retraso mental, y además se le plantea por modelo de sociedad la encarnada por Jé-Jé Teníamos un Problema, Ronaldo, Santa Isabel Gemio y Rappel, uno termina teniendo los hijos -de puta- que se merece. El problema, supongo, está en el exceso. A mí me parece bien que a un niño que le dice a la directora "tú te callas, vacaburra" o le menta los muertos al profesor de Educación Física, o deja en coma a un compañero de una paliza, se le dé una colleja. Eso, claro, si está en edad para no devolverla. En cuanto a recibirla en la época adecuada, al arriba firmante le dieron unas cuantas, y no conservo de ellas especiales traumas. Ni siquiera cuando a la Ballena Alegre se le fue la mano y me sacudió a traición en clase de Geografía, y telefoneé a mi tío Antonio, y mi tío, que era marino mercante y acababa de desembarcar con ganas de juerga, se fue al colegio y quiso romperle la cara al agresor. Pero a lo que iba. No se puede tolerar, les decía, que un niño se convierta en un monstruiíto impune, porque al final crece en impunidad y en años y estatura y mala leche, y se convierte, invariablemente, en un adulto impune y peligroso. La cuestión radica en cómo controlas la colleja. En quién vela por la aplicación equitativa del castigo para que estén ausentes el sadismo, la injusticia o la desmesura. Y para no encontrarte al día siguiente en el pasillo con un padre dispuesto a romperte la cara.
El asunto es peliagudo, y me alegro de no tener que ser yo quien lo resuelva. Así, desde fuera, creo que a edades tempranas, la colleja blanda, simbólica, ejercida por un profesor respetado y que goza de la confianza de los padres del enano, sigue teniendo efectos saludables. Lo que pasa es que, tal y como están las cosas, ya me contarán quién se atreve a eso, arriesgándose a salir al día siguiente en los periódicos en plan carnicero sin piedad. En cualquier otro caso, la expulsión temporal o definitiva del alumno me parece la mejor solución, siempre y cuando no caigamos en la gilipollez de los gringos con el besito en el cole y el acoso sexual, y a dos críos que se peleen en el recreo terminemos aplicándoles la ley antiterrorista. En cuanto a los ingleses de Inglaterra, si están dispuestos a resucitar el vergajo y el bájese los pantalones, Flanagan, allá ellos. A fin de cuentas, y en mi línea de xenofobia habitual, antes de que se hagan grandes y rubios y asolen Europa con sus equipos de fútbol ciegos de cerveza y apaleando a la gente, me place que alguien les aplique, a domicilio, algo de estiba. Así que, por mí, que les vayan dando.
8 de diciembre de 1996
La cuestión, claro, es que cuando uno habla de castigos corporales se imagina a un tierno niñito indefenso y a un desaforado maestro volcando en él, de modo salvaje, sus frustraciones por no ser catedrático en Salamanca. Pero, en realidad, la cosa suele discurrir más bien por la lucha diaria entre la autoridad docente tradicional y jóvenes malas bestias radicalizados por una sociedad a la que se le fue la olla hace tiempo. Cuando a un crío se le sirve todos los días la dosis apropiada de dibujos animados japoneses, se adereza con un poco de Chuck Norris y otros expertos en artes del retraso mental, y además se le plantea por modelo de sociedad la encarnada por Jé-Jé Teníamos un Problema, Ronaldo, Santa Isabel Gemio y Rappel, uno termina teniendo los hijos -de puta- que se merece. El problema, supongo, está en el exceso. A mí me parece bien que a un niño que le dice a la directora "tú te callas, vacaburra" o le menta los muertos al profesor de Educación Física, o deja en coma a un compañero de una paliza, se le dé una colleja. Eso, claro, si está en edad para no devolverla. En cuanto a recibirla en la época adecuada, al arriba firmante le dieron unas cuantas, y no conservo de ellas especiales traumas. Ni siquiera cuando a la Ballena Alegre se le fue la mano y me sacudió a traición en clase de Geografía, y telefoneé a mi tío Antonio, y mi tío, que era marino mercante y acababa de desembarcar con ganas de juerga, se fue al colegio y quiso romperle la cara al agresor. Pero a lo que iba. No se puede tolerar, les decía, que un niño se convierta en un monstruiíto impune, porque al final crece en impunidad y en años y estatura y mala leche, y se convierte, invariablemente, en un adulto impune y peligroso. La cuestión radica en cómo controlas la colleja. En quién vela por la aplicación equitativa del castigo para que estén ausentes el sadismo, la injusticia o la desmesura. Y para no encontrarte al día siguiente en el pasillo con un padre dispuesto a romperte la cara.
El asunto es peliagudo, y me alegro de no tener que ser yo quien lo resuelva. Así, desde fuera, creo que a edades tempranas, la colleja blanda, simbólica, ejercida por un profesor respetado y que goza de la confianza de los padres del enano, sigue teniendo efectos saludables. Lo que pasa es que, tal y como están las cosas, ya me contarán quién se atreve a eso, arriesgándose a salir al día siguiente en los periódicos en plan carnicero sin piedad. En cualquier otro caso, la expulsión temporal o definitiva del alumno me parece la mejor solución, siempre y cuando no caigamos en la gilipollez de los gringos con el besito en el cole y el acoso sexual, y a dos críos que se peleen en el recreo terminemos aplicándoles la ley antiterrorista. En cuanto a los ingleses de Inglaterra, si están dispuestos a resucitar el vergajo y el bájese los pantalones, Flanagan, allá ellos. A fin de cuentas, y en mi línea de xenofobia habitual, antes de que se hagan grandes y rubios y asolen Europa con sus equipos de fútbol ciegos de cerveza y apaleando a la gente, me place que alguien les aplique, a domicilio, algo de estiba. Así que, por mí, que les vayan dando.
8 de diciembre de 1996
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