El Paraná baja sucio al atardecer, arrastrando maleza y fango, y los barcos fondeados proa a la corriente, en mitad del río, encienden sus primeras luces ante Rosario. Desde mi mesa, junto a la fachada del viejo bar Sunderland -minutas a todas horas, exchange of money- miro cómo desde la orilla y los muelles abandonados suben la cuesta, lentamente, los fantasmas cansados de marineros muertos que nunca abandonaron este lugar. Los cascos oxidados de sus vapores y barcazas se pudren desde hace un siglo en otras aguas o en el fondo el río, entre móviles bajos de arena que ninguna carta señala, y ellos no tienen otra cosa que hacer, otra justificación para continuar existiendo, que venir cada noche al Sunderland, como antaño, a beberse esa primera cerveza que tiembla en el vaso, entre sus manos inciertas de malaria, hasta que la tercera o cuarta caña termina por templar les un poco el pulso. En alguna parte suenan un acordeón y un tango, y la voz de un hombre que también está muerto hace mucho tiempo se lamenta de que el mundo siga andando y de que la boca que era suya ya no lo bese más. Y los marineros que hablan sin pronunciarlas lejanas lenguas y llevan exóticos tatuajes, beben en silencio junto a sombras de mujeres que sonríen y esperan.
Tengo una fotografía del viejo Sunderland a principios de siglo, cuando aún figuraba en la muestra pintada bajo el alero, junto al rótulo del bar-restaurante, el nombre de Severino Gal, el español que abrió el primer boliche, casa de comidas y almacén cuando aún se llegaba hasta aquí a caballo y en carreta, por veredas y entre fogatas que los vecinos encendían en atardeceres como éste. En la foto están sus amigos con canotiers de paja, chalecos, y en mangas de camisa blanca, y las mujeres cuyos espectros me observan ahora desde la penumbra aparecen en la imagen setenta u ochenta años atrás, aún vivas, jóvenes y bellas, cruzada una pierna y la falda sobre el tobillo, con jarras de cerveza en las manos. A Severino Gal le gustaban los amigos, los automóviles y los abrazos; y en las paredes del local, junto a las puertas que en otro tiempo llevaban a los private room y que hoy se abren sobre el vacío de ninguna parte, fotos amarillentas evocan, brazos cruzados y sonrisa irónica, a su fantasma sediento.
Un incendio no podía faltar en la historia. En 1989 el Sunderland se quemó por completo, como tiene que suceder en esos extraños rituales, inevitables, de algunos lugares cuya magia consiste en ser fieles a sí mismos y a lo que significan. Pero ciertos sueños se niegan a morir, o tal vez es que hay hombres que se niegan a traicionar ciertos sueños. De cualquier modo, en 1992 un argentino italiano y un argentino español lo compraron y reconstruyeron ladrillo a ladrillo. Y ahora, en sus mesas de la orilla del río y en el interior, entre el olor de puchero español, picada argentina y pasta italiana, vitrinas con antiguos porrones y botellas de la fábrica Pujol y Suñol, y botellas de agua mineral Cristal para las damas, el viajero puede acodarse en una barra de estaño que en otro tiempo cobijó a los guapos sonrientes y acuchilladores del barrio Refinerías, pedir un aperitivo Lusera, una ensalada de molleja, un bife o una empanada, y mezclar memoria y presente, amigos, amores y fantasmas entre la música de un piano aporreado por Fito Páez, el aroma del último cigarro que Osvaldo Soriano fumó antes de morir, o la voz guasona y cálida del negro Fontanarrosa, que te cuenta el último partido del Rosario Central. Se puede consultar el horario de trenes que hace muchos años dejaron de salir de la Estación Córdoba, o folletos con el día de llegada improbable de barcos que nunca llegaron y que ahora descansan en el fondo de mares lejanos. Se puede recibir como regalo un soldadito de plomo que pelea con espada y daga, pintado minuciosa y pacientemente por Reinaldo Sietecase, o pararse ante un viejo almanaque en el que uno puede borrar, si se lo propone, el día en que perdió aquel sueño, aquel amor, aquel amigo. Se puede sacar del bolsillo, lenta y solemnemente, plegada en cuatro dobleces, una fotocopia de la partida de nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como Che Guevara, nacido aquí, en Rosario, el14 de junio de 1928. Se puede desplegar esa hoja sobre la mesa, ponerla junto a la vieja foto del Sunderland, mirar una vez más hacia el río, y brindar con todos los fantasmas que en este atardecer acompañan al silencio.
19 de abril de 1998
Tengo una fotografía del viejo Sunderland a principios de siglo, cuando aún figuraba en la muestra pintada bajo el alero, junto al rótulo del bar-restaurante, el nombre de Severino Gal, el español que abrió el primer boliche, casa de comidas y almacén cuando aún se llegaba hasta aquí a caballo y en carreta, por veredas y entre fogatas que los vecinos encendían en atardeceres como éste. En la foto están sus amigos con canotiers de paja, chalecos, y en mangas de camisa blanca, y las mujeres cuyos espectros me observan ahora desde la penumbra aparecen en la imagen setenta u ochenta años atrás, aún vivas, jóvenes y bellas, cruzada una pierna y la falda sobre el tobillo, con jarras de cerveza en las manos. A Severino Gal le gustaban los amigos, los automóviles y los abrazos; y en las paredes del local, junto a las puertas que en otro tiempo llevaban a los private room y que hoy se abren sobre el vacío de ninguna parte, fotos amarillentas evocan, brazos cruzados y sonrisa irónica, a su fantasma sediento.
Un incendio no podía faltar en la historia. En 1989 el Sunderland se quemó por completo, como tiene que suceder en esos extraños rituales, inevitables, de algunos lugares cuya magia consiste en ser fieles a sí mismos y a lo que significan. Pero ciertos sueños se niegan a morir, o tal vez es que hay hombres que se niegan a traicionar ciertos sueños. De cualquier modo, en 1992 un argentino italiano y un argentino español lo compraron y reconstruyeron ladrillo a ladrillo. Y ahora, en sus mesas de la orilla del río y en el interior, entre el olor de puchero español, picada argentina y pasta italiana, vitrinas con antiguos porrones y botellas de la fábrica Pujol y Suñol, y botellas de agua mineral Cristal para las damas, el viajero puede acodarse en una barra de estaño que en otro tiempo cobijó a los guapos sonrientes y acuchilladores del barrio Refinerías, pedir un aperitivo Lusera, una ensalada de molleja, un bife o una empanada, y mezclar memoria y presente, amigos, amores y fantasmas entre la música de un piano aporreado por Fito Páez, el aroma del último cigarro que Osvaldo Soriano fumó antes de morir, o la voz guasona y cálida del negro Fontanarrosa, que te cuenta el último partido del Rosario Central. Se puede consultar el horario de trenes que hace muchos años dejaron de salir de la Estación Córdoba, o folletos con el día de llegada improbable de barcos que nunca llegaron y que ahora descansan en el fondo de mares lejanos. Se puede recibir como regalo un soldadito de plomo que pelea con espada y daga, pintado minuciosa y pacientemente por Reinaldo Sietecase, o pararse ante un viejo almanaque en el que uno puede borrar, si se lo propone, el día en que perdió aquel sueño, aquel amor, aquel amigo. Se puede sacar del bolsillo, lenta y solemnemente, plegada en cuatro dobleces, una fotocopia de la partida de nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como Che Guevara, nacido aquí, en Rosario, el14 de junio de 1928. Se puede desplegar esa hoja sobre la mesa, ponerla junto a la vieja foto del Sunderland, mirar una vez más hacia el río, y brindar con todos los fantasmas que en este atardecer acompañan al silencio.
19 de abril de 1998
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