Desde hace treinta años patea el mundo con una cámara de televisión y un par de cojones. Hace cuatro le dediqué Territorio Comanche, y ahora el Club Internacional de Prensa acaba de premiar su trabajo; así que hoy me van a permitir ustedes que también le dedique esta página. Se llama José Luis Márquez León y está a pique de cumplir cincuenta tacos. Entre la gente del oficio su nombre es toda una leyenda. En aquel libro lo describí como rubio, duro y bajito; y Carmelo Gómez, que lo encarnó en el cine, supo imitar su tono de voz áspero y desgarrado, su valor profesional y frío, su hosquedad y sus silencios. Después de la última campaña de los Balcanes, Márquez estuvo haciendo reportajes escalofriantes en aquella merienda de negros que fue Liberia, y luego vino un tiempo en dique seco, en Madrid, hasta que Eva, su mujer, y sus dos hijas, hartas de tenerlo todo el día gruñendo por casa, le dijeron que o se iba a otra guerra o ellas pedían el divorcio. Así que firmó por tres años en la corresponsalía de Oriente Medio, como quien se alista en la Legión. Y allí sigue, con base en Israel, contándoles a ustedes las intimadas en los telediarios. El año pasado le abrieron la cabeza de una pedrada, y lo telefoneé para reírme un rato. Estás viejo, cacho cabrón, le dije. Antes te disparaban y nada, y ahora un niñato te descalabra con medio ladrillo. Jubílate ya.
Me mando a mamarla, claro. A Parla. La cicatriz del coco se le ha sumado a las otras – Vietnam, Eritrea, etcétera-, y sigue cámara al hombro, carrera va y carrera viene, entre palestinos, israelíes, Líbano e Irak, sabiendo perfectamente que el día en que se detenga, que se pare y se mire al espejo y reflexione sobre esas cicatrices, y las arrugas nuevas que se van sumando a las viejas, y el cansancio resignado y escéptico que desborda sus ojos azules, todo lo que lo mantiene vivo y en pie habrá terminado: y entonces no tendrá más remedio que resignarse a envejecer como todo el mundo, recordando en silencio. Porque Márquez es de ese tipo de hombres y mujeres capaces de recordar en silencio, junto a un amigo o con la única compañía de una botella de algo adecuado a la circunstancia. Su biografía bastaría para llenar varias vidas: en la profesión se le considera uno de los tres o cuatro mejores cámaras de guerra del mundo, y yo he visto a los compañeros, fulanos de las más importantes televisiones internacionales, tratarlo con envidia y respeto. Fue el único cámara presente en la matanza de Tiannamen, y escapó de allí escondido bajo un montón de cadáveres apilados en un camión. Filmó los misiles de crucero norteamericanos segundos antes de impactar sobre Bagdad, y son suyas – Petrinja, Vukovar, Sarajevo las mejores imágenes de la guerra de los Balcanes. La famosa secuencia en que las balas trazadoras serbias pasan entre las piernas de Márquez y le aciertan a un soldado croata que está en el suelo con un lanzagranadas dio la vuelta al mundo. Y la historia de su maldito puente yugoslavo es ya legendaria en el oficio, y mítica en las facultades de periodismo.
He dicho también alguna vez que si Márquez hubiera sido anglosajón, sólo por lo que hizo en China, el Golfo o Yugoslavia, ahora estaría ganando una fortuna como cámara de la CNN o la BBC. Pero tuvo la desgracia de ser español y trabajar en este país, teniendo como jefes a capataces mediocres y envidiosos, a directores sectarios como María Antonio Iglesias y Jordi García Candau (Diccionario de la RAE: “Sectario: secuaz, fanático e intransigente, de un partido o una idea”) y a productores miserables, capaces hasta de regatear una botella de Whisky para su cumpleaños. Tan mezquinos todos que, cuando dediqué a Márquez Territorio Comanche, ante la imposibilidad de meterme mano a mí pasaron una temporada vengándose en él, encomendándole las tareas más humillantes y rutinarias –llegaron a tenerlo de guardia permanente ante los juzgados de Madrid-, a él, que había hecho a TVE ganar tantas veces una fortuna, jugándose durante años los huevos y la vida por cuarenta mil cochinos duros al mes.
Así que me alegro de ese premio, y de que ahora lo dejen seguir trabajando en lo único que sabe hacer y ha hecho toda su puta vida. Y le dedico esta página porque me sale del morro, y porque sé que la tribu, Manu Leguineche, Alfonso Rojo, Gerva Sánchez, Miguel de la Cuadra y cuantos tienen el privilegio de haberlo conocido en Sarajevo o en el culo del mundo, se alegran tanto como yo. Así que enhorabuena, hermano. Y buena caza.
12 de abril de 1998.
Me mando a mamarla, claro. A Parla. La cicatriz del coco se le ha sumado a las otras – Vietnam, Eritrea, etcétera-, y sigue cámara al hombro, carrera va y carrera viene, entre palestinos, israelíes, Líbano e Irak, sabiendo perfectamente que el día en que se detenga, que se pare y se mire al espejo y reflexione sobre esas cicatrices, y las arrugas nuevas que se van sumando a las viejas, y el cansancio resignado y escéptico que desborda sus ojos azules, todo lo que lo mantiene vivo y en pie habrá terminado: y entonces no tendrá más remedio que resignarse a envejecer como todo el mundo, recordando en silencio. Porque Márquez es de ese tipo de hombres y mujeres capaces de recordar en silencio, junto a un amigo o con la única compañía de una botella de algo adecuado a la circunstancia. Su biografía bastaría para llenar varias vidas: en la profesión se le considera uno de los tres o cuatro mejores cámaras de guerra del mundo, y yo he visto a los compañeros, fulanos de las más importantes televisiones internacionales, tratarlo con envidia y respeto. Fue el único cámara presente en la matanza de Tiannamen, y escapó de allí escondido bajo un montón de cadáveres apilados en un camión. Filmó los misiles de crucero norteamericanos segundos antes de impactar sobre Bagdad, y son suyas – Petrinja, Vukovar, Sarajevo las mejores imágenes de la guerra de los Balcanes. La famosa secuencia en que las balas trazadoras serbias pasan entre las piernas de Márquez y le aciertan a un soldado croata que está en el suelo con un lanzagranadas dio la vuelta al mundo. Y la historia de su maldito puente yugoslavo es ya legendaria en el oficio, y mítica en las facultades de periodismo.
He dicho también alguna vez que si Márquez hubiera sido anglosajón, sólo por lo que hizo en China, el Golfo o Yugoslavia, ahora estaría ganando una fortuna como cámara de la CNN o la BBC. Pero tuvo la desgracia de ser español y trabajar en este país, teniendo como jefes a capataces mediocres y envidiosos, a directores sectarios como María Antonio Iglesias y Jordi García Candau (Diccionario de la RAE: “Sectario: secuaz, fanático e intransigente, de un partido o una idea”) y a productores miserables, capaces hasta de regatear una botella de Whisky para su cumpleaños. Tan mezquinos todos que, cuando dediqué a Márquez Territorio Comanche, ante la imposibilidad de meterme mano a mí pasaron una temporada vengándose en él, encomendándole las tareas más humillantes y rutinarias –llegaron a tenerlo de guardia permanente ante los juzgados de Madrid-, a él, que había hecho a TVE ganar tantas veces una fortuna, jugándose durante años los huevos y la vida por cuarenta mil cochinos duros al mes.
Así que me alegro de ese premio, y de que ahora lo dejen seguir trabajando en lo único que sabe hacer y ha hecho toda su puta vida. Y le dedico esta página porque me sale del morro, y porque sé que la tribu, Manu Leguineche, Alfonso Rojo, Gerva Sánchez, Miguel de la Cuadra y cuantos tienen el privilegio de haberlo conocido en Sarajevo o en el culo del mundo, se alegran tanto como yo. Así que enhorabuena, hermano. Y buena caza.
12 de abril de 1998.
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