El parroquiano entró en el bar y pidió un coñac a palo seco, así, por el morro, aunque todavía no eran las ocho de la mañana de un día festivo. Era bajo, muy chupaillo y moreno, con una camisa blanca limpia y recién planchada y el pelo negro, todavía abundante y con pocas canas, aún húmedo y muy bien repeinado hacia atrás. Tal vez tuviera cincuenta y tantos años largos. En el antebrazo izquierdo llevaba un tatuaje verdoso, casi borrado por el tiempo, lavado de sol yagua del mar.
Hay fulanos que me gustan sin remedio, y aquél era uno de ellos. Ya he dicho que era muy temprano, a esa hora de Levante en que no hay viento y la luz es un disco rojizo que apenas se despega del agua. El pueblo era un lugar de pescadores, de los que tienen muelle, barcas y viejas casas con tejas y grandes ventanas enrejadas casi a ras de suelo; casas donde todavía, en las tardes calurosas de verano, señoras mayores y abuelos en camiseta se sientan a la puerta, a ver pasar la vida.
Aquél era el único bar abierto. No se trataba de una cafetería con pretensiones, sino de una buena tasca portuaria de toda la vida, con mostrador desvencijado, sillas de formica, fotos de equipos de fútbol en la pared y una Virgen del Carmen entre botellas de Fundador. Uno de esos lugares supervivientes de otros tiempos; de cuando los puertos tenían bares como Dios manda, con estibadores de manos rudas, marineros, pescadores y mujeres cansadas que fumaban y hablaban a los hombres de tú.
El tipo flaco y repeinado había despachado el coñac sin pestañear. El resto de parroquianos eran un bolinga medio dormido y tres fulanos sin afeitar, con aspecto de haber amarrado tras una noche de mucha mar y poco beneficio. Todos tenían copas de coñac junto a las tazas de café, pese a lo temprano de la hora. Y yo me dije: ya ves, a éstos no se los imagina uno haciéndose un zumo de zanahoria en la licuadora, o haciéndose infusiones de hierbas, ni saliendo al horno de la esquina en busca de croissants calientes. Eran de esos que los meapilas califican a quemarropa de alcohólicos, tan temprano y ya privando, etcétera. Como cuando en un bar de carretera ves llegar a un camionero a las seis de la mañana y calzarse un chinchón seco a pulso, cagüendiela, qué te debo, Mariano, antes de ponerse al volante de nuevo, y la gente dice anda la leche. Pero es que hay oficios que no se prestan a delicatessen. Trabajos donde la vida es tan dura que si no te pegas un lingotazo que temple las tripas antes de ir al tajo, no hay cristo que aguante sin blasfemar cada tres minutos. Ni siquiera blasfemando. Como esas láguenas o reparos que se echan al cuerpo los mineros, a base de aguardiente, o los asiáticos de los pescadores, donde la leche condensada y el café no son sino un pretexto para calzarse tres dedos de coñac antes de salir de madrugada a la mar, a buscársela.
El tipo flaco y repeinado pidió un Magno y el encargado se lo puso. Vi que encendía un cigarrillo, echando el humo mientras se llevaba la nueva copa a los labios. Tenía una cara angulosa y curtida, llena de arrugas; cara de duro de verdad. Olía a limpio, recién lavado y afeitado. Por un momento me pregunté qué hacía en la calle a tales horas y en festivo, hasta que comprendí, por su manera de apoyarse en el mostrador, de beber a sorbos el coñac y de fumarse el Ducados, que en realidad aquel tipo se había estado levantando temprano durante toda su vida, fuera festivo o no. Que los suyo no era más que rutina, costumbre de lo más natural, y que aquellos dos coñacs que acababa de meterse en el cuerpo no eran sino la continuación de cientos, de miles de coñacs que lo habían ayudado a tenerse en pie, a afrontar cada amanecer y lo que éste deparaba.
En otro momento habría intentado invitarlo a otra copa, para darle conversación y tirarle de la lengua; pero uno tiene mili en esas cosas, y aquéllas no eran horas. El del tatuaje no eran de los que dicen tres palabras seguidas antes de las siete de la tarde. Lo vi terminarse el segundo coñac sin prisas, aunque apuró de golpe el último trago, echando hacia atrás la copa y la cabeza. Luego pagó sin preguntar qué se debía ni decir nada, y lo vi irse despacio en dirección a los muelles. El sol ya estaba un poco más alto y reverberaba cegador en el agua quieta, entre los pesqueros amarrados, los montones de redes y las banderolas de los palangres. Entorné los ojos y durante un rato aún pude ver moverse por allí su silueta, en el contraluz de los reflejos, caminando hacia ninguna parte.
18 de octubre de 1998
Hay fulanos que me gustan sin remedio, y aquél era uno de ellos. Ya he dicho que era muy temprano, a esa hora de Levante en que no hay viento y la luz es un disco rojizo que apenas se despega del agua. El pueblo era un lugar de pescadores, de los que tienen muelle, barcas y viejas casas con tejas y grandes ventanas enrejadas casi a ras de suelo; casas donde todavía, en las tardes calurosas de verano, señoras mayores y abuelos en camiseta se sientan a la puerta, a ver pasar la vida.
Aquél era el único bar abierto. No se trataba de una cafetería con pretensiones, sino de una buena tasca portuaria de toda la vida, con mostrador desvencijado, sillas de formica, fotos de equipos de fútbol en la pared y una Virgen del Carmen entre botellas de Fundador. Uno de esos lugares supervivientes de otros tiempos; de cuando los puertos tenían bares como Dios manda, con estibadores de manos rudas, marineros, pescadores y mujeres cansadas que fumaban y hablaban a los hombres de tú.
El tipo flaco y repeinado había despachado el coñac sin pestañear. El resto de parroquianos eran un bolinga medio dormido y tres fulanos sin afeitar, con aspecto de haber amarrado tras una noche de mucha mar y poco beneficio. Todos tenían copas de coñac junto a las tazas de café, pese a lo temprano de la hora. Y yo me dije: ya ves, a éstos no se los imagina uno haciéndose un zumo de zanahoria en la licuadora, o haciéndose infusiones de hierbas, ni saliendo al horno de la esquina en busca de croissants calientes. Eran de esos que los meapilas califican a quemarropa de alcohólicos, tan temprano y ya privando, etcétera. Como cuando en un bar de carretera ves llegar a un camionero a las seis de la mañana y calzarse un chinchón seco a pulso, cagüendiela, qué te debo, Mariano, antes de ponerse al volante de nuevo, y la gente dice anda la leche. Pero es que hay oficios que no se prestan a delicatessen. Trabajos donde la vida es tan dura que si no te pegas un lingotazo que temple las tripas antes de ir al tajo, no hay cristo que aguante sin blasfemar cada tres minutos. Ni siquiera blasfemando. Como esas láguenas o reparos que se echan al cuerpo los mineros, a base de aguardiente, o los asiáticos de los pescadores, donde la leche condensada y el café no son sino un pretexto para calzarse tres dedos de coñac antes de salir de madrugada a la mar, a buscársela.
El tipo flaco y repeinado pidió un Magno y el encargado se lo puso. Vi que encendía un cigarrillo, echando el humo mientras se llevaba la nueva copa a los labios. Tenía una cara angulosa y curtida, llena de arrugas; cara de duro de verdad. Olía a limpio, recién lavado y afeitado. Por un momento me pregunté qué hacía en la calle a tales horas y en festivo, hasta que comprendí, por su manera de apoyarse en el mostrador, de beber a sorbos el coñac y de fumarse el Ducados, que en realidad aquel tipo se había estado levantando temprano durante toda su vida, fuera festivo o no. Que los suyo no era más que rutina, costumbre de lo más natural, y que aquellos dos coñacs que acababa de meterse en el cuerpo no eran sino la continuación de cientos, de miles de coñacs que lo habían ayudado a tenerse en pie, a afrontar cada amanecer y lo que éste deparaba.
En otro momento habría intentado invitarlo a otra copa, para darle conversación y tirarle de la lengua; pero uno tiene mili en esas cosas, y aquéllas no eran horas. El del tatuaje no eran de los que dicen tres palabras seguidas antes de las siete de la tarde. Lo vi terminarse el segundo coñac sin prisas, aunque apuró de golpe el último trago, echando hacia atrás la copa y la cabeza. Luego pagó sin preguntar qué se debía ni decir nada, y lo vi irse despacio en dirección a los muelles. El sol ya estaba un poco más alto y reverberaba cegador en el agua quieta, entre los pesqueros amarrados, los montones de redes y las banderolas de los palangres. Entorné los ojos y durante un rato aún pude ver moverse por allí su silueta, en el contraluz de los reflejos, caminando hacia ninguna parte.
18 de octubre de 1998
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