Madrid es una ciudad zafia y grosera, martirizada por conductores insolidarios y ruidosos, obras interminables, guardias de tráfico y grúas municipales que nunca están donde deben estar, y por un alcalde que se maquilla con cemento, impávido, el pétreo rostro cada mañana. Un alcalde a quien mi vecino Marías, que además de perro inglés es tigre chamberilero y morador actual de la Plaza de la Villa, y como tal sufre a diario el asunto en sus carnes y sentimientos, asesta de vez en cuando indignadas catilinarias que el arriba firmante, o sea, yo, suscribo sin reservas, de alfa a omega. Sin embargo, pese a ediles sin escrúpulos ya otros elementos de la misma reata, a Madrid no han conseguido quitarle todos sus encantos, alguno de los cuales ya cité en esta página. y entre esas pequeñas reservas apaches, bastiones que resisten más o menos victoriosamente el embate de la ordinariez, la estupidez y la codicia, y aún ofrecen refugio a las gentes de buena voluntad, se cuenta todavía, gracias a Dios o a quien sea, la cuesta de Claudio Moyano.
Ahora que vienen esas largas mañanas luminosas e invernales, cuando las ramas desnudas de los árboles dejan que el sol caliente los tenderetes y los puestos pintados de gris que se escalonan calle arriba, la vieja y querida cuesta Moyano, feria permanente del libro de segunda mano, es punto obligado para quienes saben pasear por ella como por una playa fascinante, donde los naufragios de miles de bibliotecas y saldos editoriales arrojan sus restos entre resacas de tinta y papel. Si el viajero que llega a Madrid es uno de esos felices contaminados por el virus singular, incurable, que se adquiere al tocar las páginas del primer libro hermoso, uno de sus itinerarios obligados se iniciará en el paseo de Recoletos, con un cortado sobre los viejos veladores de mármol del café Gijón, a esa hora en que hay pocos clientes y Alfonso el cerillero, entre bostezo y bostezo, hojea el periódico junto a sus cajetillas y décimos de lotería. Luego, tras saludar en silencio a todos los venerables fantasmas que acechan entre aquellas paredes y espejos venerables, el viajero bajará acompañado por uno de ellos -Jardiel, Valle, Baroja o cualquier otro- hacia Cibeles y el paseo del Prado, y por la margen izquierda, sin prisas, llegará a la verja del jardín Botánico para luego, torciendo también a la izquierda, subir por Moyano deteniéndose entre los puestos de libros que allí aguardan a que un afortunado poseedor les dé calor, utilidad y vida. y tal vez, si ese día el buen fantasma de turno le sonríe por encima del hombro, el paseante hallará, con un ligero sobresalto de placer emociona-do, ese volumen nuevo o amarillento, ese título que busca, que intuye o que espera, destinado a él desde que alguien, quizá muerto hace siglos, lo imaginó y escribió en la soledad de un estudio, en una buhardilla, en el velador de un café, antes de darlo a la imprenta como quien pone un mensaje dentro de una botella capaz de recorrer el curso del tiempo.
Después, con su botín maravilloso bien apretado contra el pecho, el paseante continuará camino calle arriba, mirando otros puestos con la esperanza de que el milagro se repita. Pasará ante libreros de guardapolvo gris o chaquetón de cuello alzado que se calientan al amor de una estufa eléctrica, rostros curtidos por años de estar bajo la lluvia, el sol y el viento, como viejos marinos varados en un puerto imposible frente a la estación de Atocha. Hallará en ellos, sin que nada tenga eso que ver con la mágica mercancía que exponen, inteligencia o estupidez, mezquindad o simpatía. Cruzará ante tenderos para quienes un libro sólo es algo que compras y vendes, y también ante hombres y mujeres seguros de que su oficio es el más bello del mundo. y junto a malhumorados gruñón es que murmuran si manoseas tal o cual volumen que no tienes intención de comprar, hallará indulgentes ancianos, pacientes asesores, corteses compañeros. y también a toda esa entrañable generación de libreros jóvenes, Boris, Paco, Antonio Méndez, Alberto y algún otro, que antes leen lo que luego venden, que heredaron de sus padres y abuelos sus viejos puestos de libros, o los compraron embarcándose en arriesgadas aventuras, y sueñan con que la cuesta Moyano vuelva a serlo que fue, e imaginan modos de mejorar aquello, y acarician proyectos e ilusiones, y pronuncian palabras como solidaridad, renovación, esfuerzo, trabajo. Ya veces piden a los amigos, entre caña y caña de cerveza, que escriban artículos como éste.
6 de diciembre de 1998
Ahora que vienen esas largas mañanas luminosas e invernales, cuando las ramas desnudas de los árboles dejan que el sol caliente los tenderetes y los puestos pintados de gris que se escalonan calle arriba, la vieja y querida cuesta Moyano, feria permanente del libro de segunda mano, es punto obligado para quienes saben pasear por ella como por una playa fascinante, donde los naufragios de miles de bibliotecas y saldos editoriales arrojan sus restos entre resacas de tinta y papel. Si el viajero que llega a Madrid es uno de esos felices contaminados por el virus singular, incurable, que se adquiere al tocar las páginas del primer libro hermoso, uno de sus itinerarios obligados se iniciará en el paseo de Recoletos, con un cortado sobre los viejos veladores de mármol del café Gijón, a esa hora en que hay pocos clientes y Alfonso el cerillero, entre bostezo y bostezo, hojea el periódico junto a sus cajetillas y décimos de lotería. Luego, tras saludar en silencio a todos los venerables fantasmas que acechan entre aquellas paredes y espejos venerables, el viajero bajará acompañado por uno de ellos -Jardiel, Valle, Baroja o cualquier otro- hacia Cibeles y el paseo del Prado, y por la margen izquierda, sin prisas, llegará a la verja del jardín Botánico para luego, torciendo también a la izquierda, subir por Moyano deteniéndose entre los puestos de libros que allí aguardan a que un afortunado poseedor les dé calor, utilidad y vida. y tal vez, si ese día el buen fantasma de turno le sonríe por encima del hombro, el paseante hallará, con un ligero sobresalto de placer emociona-do, ese volumen nuevo o amarillento, ese título que busca, que intuye o que espera, destinado a él desde que alguien, quizá muerto hace siglos, lo imaginó y escribió en la soledad de un estudio, en una buhardilla, en el velador de un café, antes de darlo a la imprenta como quien pone un mensaje dentro de una botella capaz de recorrer el curso del tiempo.
Después, con su botín maravilloso bien apretado contra el pecho, el paseante continuará camino calle arriba, mirando otros puestos con la esperanza de que el milagro se repita. Pasará ante libreros de guardapolvo gris o chaquetón de cuello alzado que se calientan al amor de una estufa eléctrica, rostros curtidos por años de estar bajo la lluvia, el sol y el viento, como viejos marinos varados en un puerto imposible frente a la estación de Atocha. Hallará en ellos, sin que nada tenga eso que ver con la mágica mercancía que exponen, inteligencia o estupidez, mezquindad o simpatía. Cruzará ante tenderos para quienes un libro sólo es algo que compras y vendes, y también ante hombres y mujeres seguros de que su oficio es el más bello del mundo. y junto a malhumorados gruñón es que murmuran si manoseas tal o cual volumen que no tienes intención de comprar, hallará indulgentes ancianos, pacientes asesores, corteses compañeros. y también a toda esa entrañable generación de libreros jóvenes, Boris, Paco, Antonio Méndez, Alberto y algún otro, que antes leen lo que luego venden, que heredaron de sus padres y abuelos sus viejos puestos de libros, o los compraron embarcándose en arriesgadas aventuras, y sueñan con que la cuesta Moyano vuelva a serlo que fue, e imaginan modos de mejorar aquello, y acarician proyectos e ilusiones, y pronuncian palabras como solidaridad, renovación, esfuerzo, trabajo. Ya veces piden a los amigos, entre caña y caña de cerveza, que escriban artículos como éste.
6 de diciembre de 1998
1 comentario:
Nunca olvidaré aquella ocasión que me encontré en este “rastro” un volumen en perfecto estado de las “Fontes Hispaniae Antiquae” del profesor alemán (como no) Adolf Schulten. Remataba así años de búsqueda que, entonces sin internet aunque ahora incluso con él, me resultaba casi imposible de completar los nueve volúmenes de la colección, el número siete incluso se publicó 68 años después de la aparición del primero (estamos en España ¿Qué esperaban?), aunque éste último ya no estaba escrito por el viejo profesor, evidentemente, pues no somos Matusalen como debe creer la Judicatura de este país viendo las resoluciones judiciales lustros después de acontecidos los hechos (ya saben…, España).
Adolf Schulten ha sido criticado por descontextualizar parte de los textos clásicos para adecuarlos a sus propios teorías, incluso de traducir erróneamente parte de algunos de ellos con, al parecer, el mismo propósito. Los críticos sobre estos hechos en parte tienen razón, pero no resta el mérito de ser el único, y además extranjero, que en una única colección registró todo lo escrito en época clásica sobre Hispania. Los historiadores de aquí, aparten de los que sirven a intereses espurios, manipulando la verdad, o de independentismos interesados, los españolitos, con ser latinos y tener directamente la herencia de los griegos y romanos (que se constata en nuestro propio idioma, fiestas, costumbres, arqueología, etc…), no tenemos una “Real Enciclopedia de los Clásicos” (Pauly-Wissowa) como los alemanes, ¡ya en el siglo XIX!. Somos tercermundistas, las ediciones con el original en lengua clásica y con comentarios críticos, los del C.S.I.C., o los incipientes T.H.A., casi se pueden considerar anecdóticos si lo comparamos con la colección francesa de clásicos “Belles Lettres”, ni tan siquiera tenemos todos traducidos, en la editorial Gredos incluso sin aparato crítico profuso ni lengua original (salvo pocas excepciones), como lo tienen alemanes, franceses, ingleses, norteamericanos, etc…, ni tan siquiera de obras principales. En nuestra vergonzosa indolencia tenemos que recordar la frase de Miguel de Unamuno: “Que inventen ellos”, o dicho de otro modo…, que traduzcan e investiguen ellos (los extranjeros, como no; aquí basta con ponerse corbata y vivir del cuento…, perdón he querido decir de la Historia).
Olvidándome de las amarguras del conformismo funcionarial, prefiero volver a este magnífico artículo y recordar las palabras del bibliófilo cordobés del siglo X, Muhammad Ben Wadak: “…, el placer de un amante de los libros se encuentra más en el comprar que en otra cosa… Tener el libro entre las manos, hojearlo, acariciarlo, sentirlo tuyo sabiendo que para que así sea has de reducir lo dispuesto para el alimento o para la comodidad. Quizá en este sacrificio reside la verdadera felicidad”.
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