domingo, 5 de diciembre de 1999

Tómbola


Pues los siento por los fariseos y los sepulcros blanqueados que juran ver sólo la Dos de TVE, las entrevistas de Pedro Ruiz y la vida íntima de la tórtola pirenaica. Pero yo a veces veo Tómbola. Y aunque ya lo he dicho alguna vez, vuelvo —que diría cualquier ministro o político semianalfabeto— a reiterarme en la reiterada reiteración de lo dicho. Ese programa es representativo y esclarecedor. La exacta, rigurosa radiografía de nuestra esencia. La prueba palpable, continuada y semanal, de que somos un país de soplapollas.

Técnicamente la cosa es correctísima en plan sota, caballo y rey. En cuanto a Chimo Rovira, me parece uno de los mejores fulanos que he visto comportarse ante una cámara. Hace falta mucho cuajo y naturalidad para torear eso sin perder los papeles, manteniendo la sonrisa lo justo, convirtiendo un rol que por definición es de perfecto cabroncete, encargado de azuzar y controlar el cotarro, en el personaje de chaval simpático que ha logrado imponer. Chimo es el yerno perfecto, el buen chico que sólo pasaba por allí. Y en tal putiferio, salir con la camisa limpia tiene un mérito im–prezionante. En cuanto al elenco habitual, o juzgado de guardia donde nunca faltan la pedorra ordinaria y el tonto del haba que ejerce de presunto gracioso, hacen con eficacia su papel de tribunal sumarísimo, pese a su tendencia a creerse Tom Wolfe o a quitarse la palabra cuando el colega no ha terminado de insultar al imbécil o a la chocholoco invitado de turno; eso crea a veces un poco de barullo. De cualquier modo, resulta fascinante el aplomo y la prepotencia con que imparten justicia o conceden gracia a los mierdecillas de enfrente. La cosa, todo hay que decirlo, sería un guirigay bajuno, un chismorreo tiñalpa y de muy poco talla, de no mediar la presencia casi patriarcal, la autoridad profesional por todos acatada, de Jesús Mariñas. Jesús, que es una veterana puta del oficio y tiene más recursos que el inspector Gadget, se ha ido convirtiendo con el tiempo en presidente del tribunal, y a su veredicto final se vuelven los ojos del espectador después de cada tercer grado, en espera de que apague el teléfono móvil y dicte sentencia. Es la autoridad indiscutida; se le respeta porque —algo natural en este país de arribistas y cobardes— se le teme. Y todos los invitados, incluso los que pone como hoja de perejil, le echan sonrisitas y le dicen Jesús, qué malo eres, pero ya sabes que yo te quiero mucho. Y Jesús, claro, pone cara de guasa y se descojona. El muy víbora.

Pero lo bonito y lo selecto es lo que desfila por los asientos de enfrente. La gentuza que, por cobrar cuatro duros o sólo por salir en la tele, se somete al tratamiento infame que le aplica el personal. Ahí es donde de veras me quedo enganchado al televisor, cuando compruebo de qué materia están hechos los sueños que llevan a tanto cretino y tanto golfo a perseguir cierto tipo de fama, o conozco a los personajes y los asuntos que tienen en vilo a este país y ocupan las portadas y acaparan los minutos previos a los telediarios. Cuando veo, por ejemplo, a una guarra de lujo contar por dinero cómo se lo hizo a Fulano o por qué se divorcia de Mengano; y a su lado a otra guarra de menos lujo —de momento sólo se pretende top model, acaba de empezar la carrera y aún no ha dado el braguetazo— explicando sus quimeras de gloria o quién le ha operado las tetas. Cuando veo a un payaso de Marbella decir gilipolleces sentado entre un cabrón notorio —en el sentido literal del término— y un chuloputas italiano. O cuando veo a una torda, que no ha hecho nada en su vida, comportarse como una rutilante estrella de Hollywood mientras su marido, o su ex marido, que a lo mejor también es ex picoleto, desfila como modelo, que manda huevos, y se pasea en Mercedes por el morro. Y toda ese abyección de diseño, toda esa España morbosa de decorado y de mierda, que nada tiene que ver con la España real, pero que la suplanta, ocupa los momentos estelares de máxima audiencia. Porque es exactamente eso, y no otro cosa, lo que los españoles queremos ver. Lo que a doña Maruja y a mí nos tiene enganchados —a veces por los mismos motivos, y a veces no—, ante la pantalla de la tele: una basura admirablemente empaquetada. Pero ninguna basura, por muy bien presentada que venga, cuela sin la avidez cómplice del consumidor. Ustedes y yo tenemos la Tómbola que cada semana nos ganamos a pulso.

5 de diciembre de 1999

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