No sé qué será peor, si la enfermedad o el remedio. Me alegra imaginar el debate sobre la enseñanza y las humanidades, cuando se reanude el curso político. No se trata de que unos tengan razón y otros no, porque las cosas nunca son simples. Lo inquietante es que el problema existe desde hace tiempo, y a ningún gobernante ni miembro de la oposición pareció preocupar nunca lo más mínimo hasta que, ale hop, por necesidades tácticas sale ahora a relucir con el daño ya hecho. De cualquier modo, es sospechoso que ese rifirrafe sobre los trileros de pueblo que engañan a los niños en el cole no se haya planteado antes. Porque no pretenderán convencernos, los sucesivos ministros de Educación y Cultura de los últimos quince o veinte años, de que ellos acaban de saber hace dos días de que en algunos libros de texto el Ebro nace en tierra extraña, y Felipe II era un genocida o cosa así. Lo que me preocupa es que, ya en el conflicto planteado a principios de verano con el informe de la Academia de la Historia, a cada perro se le vio la oreja. Quiero decir que, del mismo modo que la cultura ha sido siempre aquí instrumento manipulable por los golfos de turno, en el debate que se avecina florecerá una vez más la semilla de la guerra civil que este país de hijos de puta lleva en el alma. Ya ahora, según el periódico que uno se eche a la cara o la radio que oiga, es posible advertir ajustes de cuentas, maniobras de desmarque o aprovechamiento de los huecos para meter el pasteleo, la larga cambiada y la mala leche de cada cual. En previsión de que se exijan responsabilidades, los que gobernaron durante trece años y se fueron de rositas dejando la educación y la cultura patas arriba, ahora matizan cautos que ojo, mejor analfabetos que afiliados al club de fans del Cid Campeador, como si no existieran las distancias medias. Al otro lado están los que se pasaron esos trece años en la oposición, calladitos mientras Solana y Maragall nos dejaban sin memoria y sin vergüenza; y ahora llevan legislatura y pico gobernando igual de mudos, no vayan a llamarlos fascistas por hablar de Indíbil o de Almanzor o de Blas de Lezo; y sólo cuando tienen holgura parlamentaria osan, tímidamente, hablar de la conveniencia, quizás, que por su parte no quede, por supuesto de modo nunca coactivo —no sé por qué cojones no puede coaccionarse cuando se hacen las cosas con derecho legítimo, consenso general y cordura— de devolver a los libros de texto cuando aquellos irresponsables, ayudados por el silencio cómplice de la propia derecha, o centro derecha, o lo que carajo sea ahora, y de todos los demás, quitaron, o dejaron quitar a cambio de votos para ir tirando de legislatura en legislatura. Mejor gobernar una España desmantelada, se decían, que no gobernar nada de nada. Y ahí quedó eso.
Lo malo es que sobre los libros de texto revisados por bandos vencedores ya tuvimos unos cuantos ejemplos en el pasado reciente; y no sabes qué es peor, si esto o aquel folletín excluyente de esencias patrias, reyes buenos, curas santos y conquistadores heroicos y piadosos. Para agravar el panorama, y resueltos a sacar partido del envilecimiento de unos y otros, están los caciques de pueblo con eruditos a sueldo dispuestos a reescribir la historia a su gusto, a ponerles en el catre a su señora, o a lo que se tercie: mierdecillas que plagian una leyenda negra que ni siquiera tuvieron el talento de inventar ellos —quien no pare Césares mal puede tener Plutarcos— y tan mediocres en su fanatismo que, a su lado, fray Prudencio de Sandoval o el padre Mariana eran Tácito y Suetonio. El caso es que, con el hueso de las humanidades disputado por la jauría habitual —imagínense a ciertos diputados (y diputadas), con esa sintaxis y esa fluidez retórica que los caracteriza, defendiendo las Etimologías de San Isidoro—, mucho me temo que quien no tendrá voz ni voto en estos asuntos será la gente decente: los historiadores que exigen una revisión crítica pero rigurosa, que se sienten asqueados con la coexistencia de 17 historias de España diferentes, y que defienden una disciplina educativa que no sólo consiste en fechas, reyes y emperadores, sino que pasa también por los museos, las bibliotecas, los teatros: por la huella que todo el pasado, sin exclusión, dejó en nuestro presente. Por la noble complejidad que nos permite comprender que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Pero ya verán como no. Verán como el debate será estéril y ahondará el daño, al pretender contentar a los tres vértices de ese triángulo viciado y miserable: la insolidaria mezquindad y mala fe de los caciques provincianos, el nefasto refranero y el casticismo noventayochista de una derecha elemental y analfabeta, y el bobo psicologismo educativo de los imbéciles que pretenden igualarnos a todos en la cultura de la nada.
6 de agosto de 2000
Lo malo es que sobre los libros de texto revisados por bandos vencedores ya tuvimos unos cuantos ejemplos en el pasado reciente; y no sabes qué es peor, si esto o aquel folletín excluyente de esencias patrias, reyes buenos, curas santos y conquistadores heroicos y piadosos. Para agravar el panorama, y resueltos a sacar partido del envilecimiento de unos y otros, están los caciques de pueblo con eruditos a sueldo dispuestos a reescribir la historia a su gusto, a ponerles en el catre a su señora, o a lo que se tercie: mierdecillas que plagian una leyenda negra que ni siquiera tuvieron el talento de inventar ellos —quien no pare Césares mal puede tener Plutarcos— y tan mediocres en su fanatismo que, a su lado, fray Prudencio de Sandoval o el padre Mariana eran Tácito y Suetonio. El caso es que, con el hueso de las humanidades disputado por la jauría habitual —imagínense a ciertos diputados (y diputadas), con esa sintaxis y esa fluidez retórica que los caracteriza, defendiendo las Etimologías de San Isidoro—, mucho me temo que quien no tendrá voz ni voto en estos asuntos será la gente decente: los historiadores que exigen una revisión crítica pero rigurosa, que se sienten asqueados con la coexistencia de 17 historias de España diferentes, y que defienden una disciplina educativa que no sólo consiste en fechas, reyes y emperadores, sino que pasa también por los museos, las bibliotecas, los teatros: por la huella que todo el pasado, sin exclusión, dejó en nuestro presente. Por la noble complejidad que nos permite comprender que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Pero ya verán como no. Verán como el debate será estéril y ahondará el daño, al pretender contentar a los tres vértices de ese triángulo viciado y miserable: la insolidaria mezquindad y mala fe de los caciques provincianos, el nefasto refranero y el casticismo noventayochista de una derecha elemental y analfabeta, y el bobo psicologismo educativo de los imbéciles que pretenden igualarnos a todos en la cultura de la nada.
6 de agosto de 2000
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