domingo, 18 de febrero de 2001

"El Ideal Gallego" me toca las narices


Hoy vengo caliente, porque es de esos días en que me avergüenza haber sido del oficio; aunque cuando lo pienso llego a la conclusión de que el oficio que desempeñé durante veintiún años –alguna vez dije que yo era un mercenario honrado- nada tiene que ver con lo que hoy comento. El caso es que hace unos días estuve en La Coruña, con los alumnos de varios colegios. Hace tiempo que no doy conferencias ni charlas, salvo en caso de que me líen los amigos a quienes no puedes mandar a hacer puñetas; pero con los colegios es diferente. Algunos leen tus libros y trabajan con ellos, y no puedes negarte a dar la cara ante los chicos, si dispones de tiempo. Además, te hacen la tentadora oferta económica de un bocata y una coca-cola; y ya me contarán quién se resiste a eso. El caso es que varios colegios de La Coruña habían estado trabajando con las aventuras de Alatriste; y como estoy algo mayor para andar de colegio en colegio, decidieron juntarse todos los alumnos en un mismo sitio, y someterse a un tercer grado sobre el asunto. Acudí, charlamos hora y media, y yo aprendí más que ellos. Lo de siempre.

Hablé de libros y de lectores, claro. Respondí a sus preguntas lo mejor que pude, e insistí en lo que insisto a menudo: en la cultura como antídoto frente a la estupidez y el fanatismo. Una cuestión delicada la planteó un jovencito al preguntar cuáles son los valores que más admiro. Tengan en cuenta que el problema cuando hablas con chicos es que el más tonto navega por internet, y con ellos no puedes pasarte ni quedarte corto. Así que dije la verdad. Tras advertirles de que podía estar tan equivocado como cualquiera, hablé un rato sobre el valor, la dignidad y la consecuencia del que lucha por aquello en lo que cree. El problema con eso, dije, es que a veces te lleva a contradicciones y terrenos peligrosos; porque al final, según ese razonamiento, puedes terminar respetando más a un terrorista que mata que a un político tramposo y sin escrúpulos. Y dicho aquello, siendo obvio que no pueden dejarse así las cosas ante chicos de quince a diecisiete años, añadí que, naturalmente, hasta la coherencia personal tiene una frontera que no se puede traspasar: “Por eso quiero dejar claro que hay un límite: el fanatismo y la estupidez. La consecuencia debe llevar hasta el límite que te da el sentido común. Por eso, para evitar el fanatismo y la estupidez es tan necesaria la Cultura”.

Todo parecía estar claro, pero había periodistas en la sala. O para ser precisos, había algunos que recogieron con exactitud lo que allí se dijo. Y también había un redactor de El Ideal Gallego. Su información, según comprobé con el fax que un amigo me hizo llegar al día siguiente, era razonable. Pero en los periódicos, ya se sabe. El redactor resume y a veces titula, el jefe de sección corrige el título, y al final el redactor jefe o el director, según los casos, sacan a portada tal o cual titular, modificándolo si lo creen conveniente. De ese modo, pese a que mis palabras estaban recogidas en cinta magnetofónica –de ahí las acabo de reproducir- y pese a que el texto de la información reflejaba más o menos lo dicho, el titular que salió en páginas interiores era una peligrosa simplificación: Pérez-Reverte: “Prefiero a un terrorista convencido que a un político tramposo”. Lo que, convendrán ustedes conmigo, es una forma subjetiva y sobre todo incompleta de plantear el asunto. Sin embargo, el redactor jefe, subdirector o tonto del haba cualquiera que estuviese de guardia esa noche en el Ideal, decidido a honrar mi visita a los colegios coruñeses con honores de portada, la cosa debió de parecerle excesivamente larga, o con poca garra; pues, fiel al viejo principio periodístico de que la realidad nunca debe estropearnos un titular, decidió anunciar en primera página: “Pérez-Reverte dice que prefiere a un terrorista que a un político” Con dos cojones. Y con lo cual, supongo, si yo fuera padre de un joven gallego o de cualquier otra variante de joven, lo primero que haría sería pedir que se prohíban, no ya los textos, sino la entrada del mentado Pérez-Reverte en cualquier centro escolar decente, amén de exigir que quienes llevaron a sus alumnos para que el antedicho les soltara tamañas barbaridades fueran expulsados para siempre de la enseñanza y, a ser posible, fusilados por la espalda y al amanecer.

No hay moraleja, o que la ponga cada cual. He sido del gremio y sé cómo se cuecen estas cosas, y también sé lo que pasa cuando intervienen la irresponsabilidad o la mala fe. Son gajes del oficio; lances a los que está expuesto quien abre la boca en público. Pero resulta que a veces las cosas llegan demasiado lejos, y entonces tú vas y te dices, pardiez, por qué voy a dejar que estos tíos se vayan de rositas, si puedo responder, o matizar. Así que ustedes dispensarán si utilizo –creo que por primera vez en ocho años- esta página para esa clase de asuntos tan particulares. Pero hoy necesitaba decir que en El Ideal Gallego trabajan dos o tres soplapollas.

18 de febrero de 2001

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