Supongo que se habrán fijado, como yo, en la manía que le ha dado a la gente que gana premios y carreras y cosas así de coger una botella de champaña, agitarla bien para que coja fuerza, splash, splash, y luego regar a la concurrencia con el chorro de espuma, poniendo perdido a todo cristo. Ahora ya no hay Gordo de lotería, ni fiesta de cumpleaños, ni carrera de motos, de coches o de lo que sea, que no termine con espuma de champaña a diestro y siniestro mientras el personal parece encantado de que lo chorreen, yupi, yupi, y todavía pide más, dispuesto a gastarse lo que haga falta en lavandería con tal de participar en la fiesta. Uno, es un suponer, recorre cinco mil kilómetros haciendo el niñato gilipollas en un coche que vale una pasta, y después de atropellar a un dromedario, dos perros y siete negros, llega el primero de vuelta a Madrid o a Dakar o a donde le salga de la punta del clarinete, y entonces, para expresar su alegría, al muy imbécil no se le ocurre otra cosa que agarrar un mágnum de cinco litros y poner perdidos a los fotógrafos y a las cámaras de la tele, y a las topmodel pedorras esas que suben al podio para dar el premio y dos besos y siempre sonríen caiga lo que caiga, a la espera de poder contar en Tómbola cómo se lo hicieron con Jesulín, trámite imprescindible para hacerse famosas y enseñar el felpudo en Interviú.
Aunque peor es lo de los premios. Porque el del Gordo que acaba de embolsarse trescientos kilos, para dejarlo claro y que sepan lo contento que está y la marcha que lleva en el cuerpo, entra en el bar de la esquina, invita a los amigos, agarra el Codorniz o el Gaitero, según haya cobrado ya o todavía deba pasar por el banco, y a todos los que no han tenido premio ni han tenido nada y andan por allí cerca blasfemando para su coleto, los salpica con el chorro de espuma para que compartan su alegría, el muy soplapollas. Y si hay cámaras delante y posibilidad de verse en el telediario, entonces, en vez de agarrar al de la botella e inflarlo a hostias, que es lo natural y lo que antes solía hacerse en tales casos, la gente se ríe, y baila, y se abraza y aplaude al borde del mismo orgasmo, y dice suerte, suerte, que esta espumita trae suerte, y hasta saca a la suegra con un vasito de plástico en la mano para que salga con la permanente chorreando en lo de María Teresa Campos. Los subnormales.
Decía el otro día el gran Manolo Vicent, que es amigo y es marino y es mediterráneo, algo que no me resisto a transcribir literalmente: “No creo que haya existido una época en que los cretinos hayan sido tan apabullantes, ni los tontos hayan mandado más, ni la idiotez haya tratado de meterse como la humedad por todas las ventanas de las casas y los poros del cuerpo”. Y eso es algo rigurosamente cierto. Nunca en la historia de la Humanidad hubo un tiempo como éste, en el que gracias a ese multiplicador perverso de conductas que es la puta tele y sus consecuencias, gracias al mimetismo social que imita hasta el infinito la propia imbecibilidad y nos la devuelve bien gorda y lustrosa, alimentada de sí misma, el ser humano ha alcanzado cotas en apariencia insuperables, pero que demuestra ser capaz de superar día a día.
Hubo otros tiempos, claro, de memez y fanatismo, porque eso va ligado a lo irracional de la condición humana. Hubo, naturalmente, histerias colectivas, epidemias mentales, modas ridículas y todas esas murgas. Pero nunca hasta ahora fue tan rápido el contagio ni tan devastadores sus efectos. Cualquier gilipollez, la más tonta frase, canción, gesto, moda, difundida por la televisión a una hora de máxima audiencia, es adoptada en el acto por millones de personas a quienes uno supone en su sano juicio; y luego te la tropiezas aquí y allá, en todas partes, imitada, superada, desorbitada hasta límites increíbles, machacona y definitiva, cantada, bailada, repetida en el metro, en el autobús, en boca incluso de quienes por su posición o criterio deberían precisamente mantenerse al margen de todo eso. Y así terminas viendo a Clinton bailar Macarena en vísperas de que la OTAN bombardee Kosovo, a un ministro justificando su gestión política con una frase de Gran hermano, a presuntos respetables abuelos de ochenta años bailando los pajaritos en Benidorm, a irresponsables cretinos conduciendo cual si llevasen de copiloto a Carlos Sainz, o a un gilipollas con un décimo de lotería en el bolsillo salpicando a los transeúntes como si estuviera en el podio del Roland Garros, con los salpicados mostrándose felices con la cosa, y locos por que les llegue el turno para hacer lo mismo. Y comprendes que unos y otros no son sino manifestaciones del mismo fenómeno y de la misma estupidez colectiva, que nos tiene a todos bien agarrados por las pelotas. Y miras todo eso y te preguntas, si tú lo ves tan claro, cómo es que no lo ven claro los demás. Hasta que un día, como el padre Damián en Molokai, te miras al espejo y dices: maldita sea mi estampa. También yo he trincado la misma lepra.
4 de marzo de 2001
Aunque peor es lo de los premios. Porque el del Gordo que acaba de embolsarse trescientos kilos, para dejarlo claro y que sepan lo contento que está y la marcha que lleva en el cuerpo, entra en el bar de la esquina, invita a los amigos, agarra el Codorniz o el Gaitero, según haya cobrado ya o todavía deba pasar por el banco, y a todos los que no han tenido premio ni han tenido nada y andan por allí cerca blasfemando para su coleto, los salpica con el chorro de espuma para que compartan su alegría, el muy soplapollas. Y si hay cámaras delante y posibilidad de verse en el telediario, entonces, en vez de agarrar al de la botella e inflarlo a hostias, que es lo natural y lo que antes solía hacerse en tales casos, la gente se ríe, y baila, y se abraza y aplaude al borde del mismo orgasmo, y dice suerte, suerte, que esta espumita trae suerte, y hasta saca a la suegra con un vasito de plástico en la mano para que salga con la permanente chorreando en lo de María Teresa Campos. Los subnormales.
Decía el otro día el gran Manolo Vicent, que es amigo y es marino y es mediterráneo, algo que no me resisto a transcribir literalmente: “No creo que haya existido una época en que los cretinos hayan sido tan apabullantes, ni los tontos hayan mandado más, ni la idiotez haya tratado de meterse como la humedad por todas las ventanas de las casas y los poros del cuerpo”. Y eso es algo rigurosamente cierto. Nunca en la historia de la Humanidad hubo un tiempo como éste, en el que gracias a ese multiplicador perverso de conductas que es la puta tele y sus consecuencias, gracias al mimetismo social que imita hasta el infinito la propia imbecibilidad y nos la devuelve bien gorda y lustrosa, alimentada de sí misma, el ser humano ha alcanzado cotas en apariencia insuperables, pero que demuestra ser capaz de superar día a día.
Hubo otros tiempos, claro, de memez y fanatismo, porque eso va ligado a lo irracional de la condición humana. Hubo, naturalmente, histerias colectivas, epidemias mentales, modas ridículas y todas esas murgas. Pero nunca hasta ahora fue tan rápido el contagio ni tan devastadores sus efectos. Cualquier gilipollez, la más tonta frase, canción, gesto, moda, difundida por la televisión a una hora de máxima audiencia, es adoptada en el acto por millones de personas a quienes uno supone en su sano juicio; y luego te la tropiezas aquí y allá, en todas partes, imitada, superada, desorbitada hasta límites increíbles, machacona y definitiva, cantada, bailada, repetida en el metro, en el autobús, en boca incluso de quienes por su posición o criterio deberían precisamente mantenerse al margen de todo eso. Y así terminas viendo a Clinton bailar Macarena en vísperas de que la OTAN bombardee Kosovo, a un ministro justificando su gestión política con una frase de Gran hermano, a presuntos respetables abuelos de ochenta años bailando los pajaritos en Benidorm, a irresponsables cretinos conduciendo cual si llevasen de copiloto a Carlos Sainz, o a un gilipollas con un décimo de lotería en el bolsillo salpicando a los transeúntes como si estuviera en el podio del Roland Garros, con los salpicados mostrándose felices con la cosa, y locos por que les llegue el turno para hacer lo mismo. Y comprendes que unos y otros no son sino manifestaciones del mismo fenómeno y de la misma estupidez colectiva, que nos tiene a todos bien agarrados por las pelotas. Y miras todo eso y te preguntas, si tú lo ves tan claro, cómo es que no lo ven claro los demás. Hasta que un día, como el padre Damián en Molokai, te miras al espejo y dices: maldita sea mi estampa. También yo he trincado la misma lepra.
4 de marzo de 2001
1 comentario:
Jo, ¡macho!
¡Lo has calcado!
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