Hace tiempo, teniendo en casa a un colega norteamericano que estuvo en Vietnam, me contaba éste lo chachis que eran los pilotos de helicóptero de aquella guerra. Unos virtuosos del molinillo, decía. Aterrizando y despegando y tal. Así que, harto de oírlo tirarse pegotes aeronáuticos, para cerrarle la boca le puse una cinta de video rodada hace doce años a bordo del helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera de Algeciras, persiguiendo a planeadoras contrabandistas de noche y a cinco palmos del agua. Tus pilotos, le dije al gringo, eran una puñetera mierda. Chaval. Este es un piloto.
Hace un par de días volví a ver a ese piloto. Entre otras cosas, porque lo veo de vez en cuando. Se llama Javier Collado, tiene cuarenta y pocos años, y es un hombre introvertido, modesto, silencioso, con nervios de acero templado en horchata. No bebe, ni fuma. Hasta es guapo todavía, el muy cabrón. Y de Cáceres. También tiene 11.000 horas de vuelo persiguiendo a traficantes en el estrecho de Gibraltar. Y es mi amigo. En realidad somos más que amigos, pues nos une cierta complicidad singular y fiel, fruto de antiguas aventuras. Por eso sé que si Javier vuela de día y de noche es porque le va la marcha: porque volar es su pasión y su vida. Porque es feliz allá arriba, lejos de una tierra firme que lo incomoda y en la que parece casi tímido. Sin embargo, cuando vuela se transforma en otro hombre, y hace con un helicóptero cosas que nadie hizo nunca. Ignoro si llegará a viejo; pero como él mismo dice, nadie lo sabe. Quizá por eso sube a jugársela a diario suspendido en el cielo, y sus tácticas personalísimas de rastreo y caza, combinadas con la actuación de los otros pilotos y las turbolanchas aduaneras del SVA, son pieza clave en la lucha contra el contrabando de droga en el Estrecho.
En aquel ambiente de tipos duros, tanto entre los teóricamente buenos como entre los teóricamente malos, Javier es leyenda viva: de los que entran en un bar donde hay contrabandistas y éstos dicen joder, y se dan con el codo, y alguno hasta le manda una copa que nunca se bebe. He visto a curtidos traficantes hablar con respeto de "eze hihoputa de ahí jarriba", y a un piloto de planeadoras al que apresó en una playa llamarlo Javi, en plan familiar, como si lo conociera de toda la vida. Alberto, un joven gibraltareño que después pasaría años de pesadilla en una cárcel marroquí, me contó una vez la impresión que sentía cuando a toda velocidad, en mitad del mar y la noche «como un ghost», fueron sus palabras—, aparecía el helicóptero detrás de su planeadora. Javier localizaba las lanchas contrabandistas y se pegaba como una lapa, acosándolas y desconcertando a sus pilotos mientras las turbolanchas del SVA acudían para abordarlas antes de que se refugiaran en Gibraltar. Algunos de ustedes lo recordarán de la tele: persecuciones increíbles a ras del agua, a cuarenta y tantos nudos, a oscuras y con la única luz del foco oscilante, los rostros de los contrabandistas mirando atrás, los fardos arrojados por la borda, el aguaje de la planeadora cegando al helicóptero, la adrenalina, el miedo, la caza... En fin. Ahora escribo novelas. Qué tiempos.
Tengo en mi casa dos objetos preciosos, directamente relacionados con Javier. Uno es su casco de piloto, que me regaló la última vez que volamos juntos. La otra es un trozo de antena de una planeadora a la que perseguimos durante una noche negra de cojones, con Valentín -el cámara de TVE- filmando con medio cuerpo fuera del helicóptero, tan a flor de agua que la estela de la Phantom nos empapaba a todos. Aquella noche tocamos con un patín una ola, y estuvimos a punto de irnos todos a tomar por saco, y se disparó un flotador y todas las alarmas, y Javier nos subió de allí con una sangre fría que todavía hoy me deja patedefuá. La misma sangre fría que en otra ocasión -fuerte marejada, a oscuras y en mitad del Estrecho-, le permitió casi meter la panza del helicóptero en el mar mientras su observador de a bordo, de pie en un patín, sacaba del agua a los marroquíes de una patera naufragada -ya se había ahogado la mitad cuando los encontraron en plena noche- que al subir a bordo lo besaban, muá, muá. La misma sangre fría con la que otro día, dejando la palanca al copiloto, Javier se tiró al agua para salvar a un contrabandista cuya lancha había zozobrado, aunque ahí llegó tarde y al pobre lo sacó ya tieso. O la que le hizo aterrizar hace pocas semanas en una playa persiguiendo a otro traficante, varar el malo su lancha y salir zumbando entre las dunas, bajarse Javier del helicóptero, correr tras él y darse de hostias -esta vez ganó el bueno-, como quien deja un coche con las puertas abiertas en mitad de la calle.
Así que ya lo saben. Ése es Javier, mi amigo. Y seguro que se mosqueará conmigo cuando publique esta página. Pero me da igual. A lo mejor, dentro de algunos años, alguien lee este recorte y dice: ése era mi papi.
3 de junio de 2001
Hace un par de días volví a ver a ese piloto. Entre otras cosas, porque lo veo de vez en cuando. Se llama Javier Collado, tiene cuarenta y pocos años, y es un hombre introvertido, modesto, silencioso, con nervios de acero templado en horchata. No bebe, ni fuma. Hasta es guapo todavía, el muy cabrón. Y de Cáceres. También tiene 11.000 horas de vuelo persiguiendo a traficantes en el estrecho de Gibraltar. Y es mi amigo. En realidad somos más que amigos, pues nos une cierta complicidad singular y fiel, fruto de antiguas aventuras. Por eso sé que si Javier vuela de día y de noche es porque le va la marcha: porque volar es su pasión y su vida. Porque es feliz allá arriba, lejos de una tierra firme que lo incomoda y en la que parece casi tímido. Sin embargo, cuando vuela se transforma en otro hombre, y hace con un helicóptero cosas que nadie hizo nunca. Ignoro si llegará a viejo; pero como él mismo dice, nadie lo sabe. Quizá por eso sube a jugársela a diario suspendido en el cielo, y sus tácticas personalísimas de rastreo y caza, combinadas con la actuación de los otros pilotos y las turbolanchas aduaneras del SVA, son pieza clave en la lucha contra el contrabando de droga en el Estrecho.
En aquel ambiente de tipos duros, tanto entre los teóricamente buenos como entre los teóricamente malos, Javier es leyenda viva: de los que entran en un bar donde hay contrabandistas y éstos dicen joder, y se dan con el codo, y alguno hasta le manda una copa que nunca se bebe. He visto a curtidos traficantes hablar con respeto de "eze hihoputa de ahí jarriba", y a un piloto de planeadoras al que apresó en una playa llamarlo Javi, en plan familiar, como si lo conociera de toda la vida. Alberto, un joven gibraltareño que después pasaría años de pesadilla en una cárcel marroquí, me contó una vez la impresión que sentía cuando a toda velocidad, en mitad del mar y la noche «como un ghost», fueron sus palabras—, aparecía el helicóptero detrás de su planeadora. Javier localizaba las lanchas contrabandistas y se pegaba como una lapa, acosándolas y desconcertando a sus pilotos mientras las turbolanchas del SVA acudían para abordarlas antes de que se refugiaran en Gibraltar. Algunos de ustedes lo recordarán de la tele: persecuciones increíbles a ras del agua, a cuarenta y tantos nudos, a oscuras y con la única luz del foco oscilante, los rostros de los contrabandistas mirando atrás, los fardos arrojados por la borda, el aguaje de la planeadora cegando al helicóptero, la adrenalina, el miedo, la caza... En fin. Ahora escribo novelas. Qué tiempos.
Tengo en mi casa dos objetos preciosos, directamente relacionados con Javier. Uno es su casco de piloto, que me regaló la última vez que volamos juntos. La otra es un trozo de antena de una planeadora a la que perseguimos durante una noche negra de cojones, con Valentín -el cámara de TVE- filmando con medio cuerpo fuera del helicóptero, tan a flor de agua que la estela de la Phantom nos empapaba a todos. Aquella noche tocamos con un patín una ola, y estuvimos a punto de irnos todos a tomar por saco, y se disparó un flotador y todas las alarmas, y Javier nos subió de allí con una sangre fría que todavía hoy me deja patedefuá. La misma sangre fría que en otra ocasión -fuerte marejada, a oscuras y en mitad del Estrecho-, le permitió casi meter la panza del helicóptero en el mar mientras su observador de a bordo, de pie en un patín, sacaba del agua a los marroquíes de una patera naufragada -ya se había ahogado la mitad cuando los encontraron en plena noche- que al subir a bordo lo besaban, muá, muá. La misma sangre fría con la que otro día, dejando la palanca al copiloto, Javier se tiró al agua para salvar a un contrabandista cuya lancha había zozobrado, aunque ahí llegó tarde y al pobre lo sacó ya tieso. O la que le hizo aterrizar hace pocas semanas en una playa persiguiendo a otro traficante, varar el malo su lancha y salir zumbando entre las dunas, bajarse Javier del helicóptero, correr tras él y darse de hostias -esta vez ganó el bueno-, como quien deja un coche con las puertas abiertas en mitad de la calle.
Así que ya lo saben. Ése es Javier, mi amigo. Y seguro que se mosqueará conmigo cuando publique esta página. Pero me da igual. A lo mejor, dentro de algunos años, alguien lee este recorte y dice: ése era mi papi.
3 de junio de 2001
5 comentarios:
Arturo te acuerdas de cuando "la turbo" pilló una piedra en el jet en la playa de los catalanes?, bien...pues recuerdos del patrón de aquella y paisano tuyo. Ese mismo día salimospor patas con esa "turbo" del moro pues casi nos trincan allí.
Un abrazo a todos mis compañeros del SVA.
Joer con tu amigo Javier...sin desmerecerte, a ver si Orson Scott Card le conoce y escribe pensando en él
Pues yo tb lo conozco, es un viejo amigo, fue mi querido y viejo...
Pedazo de artista es mi paisano me lo imagino en el helicóptero igual que cuando saltaba con la moto y nosotros con la boca abierta ...................
Tu pueblo Arroyo de la luz nunca te olvida un SALUDO Javier.
Pues tienes razón Arturo,algunos años después alguien lee este recorte y también puede decir: ése es Javier mi amigo de Arroyo de la Luz.
No he tenido la oportunidad de volar en su helicóptero como tu, ya me gustaría...Pero, hace ya unos añitos, casi vuelo en su moto, jeje
Un saludo para los dos. Una amiga
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