El otro día amarré en uno de esos puertos del Mediterráneo español, con casas blancas y orillas azules. Quedaban un par de horas de luz, así que, después de arrancharlo todo y ponerle tomadores a la vela de la mayor para que estuviese más pinturera aferrada en su botavara, me dispuse a leer tranquilamente en la popa, disfrutando del lugar y del paisaje. Y en ésas estaba, prometiéndomelas tan felices -el libro era una vieja edición de El canto de la tripulación, de Pierre Macorian- cuando retumbó por la dársena un estrépito de megafonía con una canción machacona y veraniega, anunciando que el espectáculo taurino estaba a punto de comenzar. Lajiñaste, Burt Lancaster, pensé, cerrando el libro. Luego me puse en pie para echar un vistazo y comprobé que no tenía escapatoria. Era el día de la Virgen de Nosequé, patrona local; y pegada a uno de los muelles había instalada media de esas plazas de toros portátiles, con barcos y botes con espectadores por la parte del agua, todo muy castizo y muy de fiesta de pueblo de toda la vida, con los graderíos ocupados a tope por algunos aborígenes locales y densas manadas de turistas guiris en calzoncillos y entusiasmados con el asunto. Y en la arena que habían extendido sobre el muelle, una vaquilla correteaba, desconcertada y torpe, entre una nube de animales bípedos que la atormentaban entre las carcajadas y el entusiasmo del respetable.
Que conste, como ya les he contado alguna vez, que me gustan las corridas de toros. Las veo más por la tele que en la plaza, pero siempre que puedo. Además, cada verano tengo una cita obligada en Burgos, donde mi amigo Carlos Olivares me invita siempre al mejor cartel de la feria; y gracias a eso viví hace un par de años la tarde inolvidable del toro de Enrique Ponce que fue indultado por su valor y su casta. Me gustan las corridas de toros, insisto, a pesar de que en mi caso sea una flagrante contradicción, pues juro por mis muertos más frescos que amo a los animales más que a la mayor parte de las personas que conozco. La razón no sé cuál es. Quizá tenga que ver con las ideas de cada cual sobre el valor y sobre la muerte, o vete a saber. En la plaza, en una corrida de verdad, el toro tiene la oportunidad -todos morimos- de vender cara su vida y llevarse por delante al torero. Con dos cojones. Y debo confesar que me parece de perlas que los toreros paguen el precio de la cosa viéndose empitonados y de cuerpo presente de vez en cuando. Me parece lógico y justo, porque si los toros traen cortijos en los lomos, como dicen, también debe pagarse un precio por eso. El que torea se la juega y lo sabe. Son las reglas. Del mismo modo que tampoco me altera la digestión, en un encierro de verdad, que un toro de quinientos kilos le ventile el duodeno a alguien que corra delante buscando emociones fuertes; y más si es un guiri al que nadie ha dado vela en su propio entierro, y luego en Liverpool le pongan una lápida donde diga, en inglés: Aquí yace un soplapollas. Resumiendo: quien quiera tirarse el pingüi con un toro de verdad, que se atenga a las consecuencias.
Por eso detesto tanto la vertiente chusma e impune del asunto, y me revuelve las tripas la charlotada de pueblo, cuando el toro, que suele ser una indefensa vaquilla, ni siquiera tiene la oportunidad de hacerle pagar cara la juerga a la gentuza que la atormenta. Antes, al menos, quedaba la excusa de la incultura y la barbarie de esta España cenutria, cateta y negra. Pero ahora, que somos igual de tarugos pero un poquito más informados y un poquito más tontos del culo, las excusas ya no sirven, y no hay otra explicación que nuestra infame condición humana. Pocos espectáculos tan viles como el de un pinchalomos carnicero atormentando a un novillo con los cuernos aserrados, o una turba de gañanes borrachos correteando alrededor de un pobre animal asustado, al que, según las bonitas costumbres de cada sitio, a menudo se destroza impunemente en la plaza, sin el menor riesgo para nadie, a estacazos, a golpes, a pedradas, a navajazos. Ahí no hay belleza, ni dignidad, ni valor, ni otra cosa que no sea la abyección más cobarde y más baja.
Cada vez que me cruzo con uno de esos repugnantes linchamientos que suelen organizarse -que tiene delito- bajo el manto de la Virgo Clemens o el santo local, no puedo menos que pensar, ay, gentuza, valerosos mozos de la localidad, turistas apestando a cerveza en busca de emociones y de una foto, cómo me gustaría que de pronto apareciera el hermano mayor de ese pobre animal cuyas peripecias arrancan tantas carcajadas a la gente de los tendidos, y os metiera bien metido un pitón en la femoral, a ver si empalados ahí arriba seguíais haciendo posturitas y risas. Peazo machos. No sentí largar amarras de ese puerto, aquella misma madrugada. Me gusta el sitio y volveré, me dije. Pero nunca más en estas fechas. Nunca más el día de su bonita fiesta popular. Y de su santa patrona.
19 de agosto de 2001
Que conste, como ya les he contado alguna vez, que me gustan las corridas de toros. Las veo más por la tele que en la plaza, pero siempre que puedo. Además, cada verano tengo una cita obligada en Burgos, donde mi amigo Carlos Olivares me invita siempre al mejor cartel de la feria; y gracias a eso viví hace un par de años la tarde inolvidable del toro de Enrique Ponce que fue indultado por su valor y su casta. Me gustan las corridas de toros, insisto, a pesar de que en mi caso sea una flagrante contradicción, pues juro por mis muertos más frescos que amo a los animales más que a la mayor parte de las personas que conozco. La razón no sé cuál es. Quizá tenga que ver con las ideas de cada cual sobre el valor y sobre la muerte, o vete a saber. En la plaza, en una corrida de verdad, el toro tiene la oportunidad -todos morimos- de vender cara su vida y llevarse por delante al torero. Con dos cojones. Y debo confesar que me parece de perlas que los toreros paguen el precio de la cosa viéndose empitonados y de cuerpo presente de vez en cuando. Me parece lógico y justo, porque si los toros traen cortijos en los lomos, como dicen, también debe pagarse un precio por eso. El que torea se la juega y lo sabe. Son las reglas. Del mismo modo que tampoco me altera la digestión, en un encierro de verdad, que un toro de quinientos kilos le ventile el duodeno a alguien que corra delante buscando emociones fuertes; y más si es un guiri al que nadie ha dado vela en su propio entierro, y luego en Liverpool le pongan una lápida donde diga, en inglés: Aquí yace un soplapollas. Resumiendo: quien quiera tirarse el pingüi con un toro de verdad, que se atenga a las consecuencias.
Por eso detesto tanto la vertiente chusma e impune del asunto, y me revuelve las tripas la charlotada de pueblo, cuando el toro, que suele ser una indefensa vaquilla, ni siquiera tiene la oportunidad de hacerle pagar cara la juerga a la gentuza que la atormenta. Antes, al menos, quedaba la excusa de la incultura y la barbarie de esta España cenutria, cateta y negra. Pero ahora, que somos igual de tarugos pero un poquito más informados y un poquito más tontos del culo, las excusas ya no sirven, y no hay otra explicación que nuestra infame condición humana. Pocos espectáculos tan viles como el de un pinchalomos carnicero atormentando a un novillo con los cuernos aserrados, o una turba de gañanes borrachos correteando alrededor de un pobre animal asustado, al que, según las bonitas costumbres de cada sitio, a menudo se destroza impunemente en la plaza, sin el menor riesgo para nadie, a estacazos, a golpes, a pedradas, a navajazos. Ahí no hay belleza, ni dignidad, ni valor, ni otra cosa que no sea la abyección más cobarde y más baja.
Cada vez que me cruzo con uno de esos repugnantes linchamientos que suelen organizarse -que tiene delito- bajo el manto de la Virgo Clemens o el santo local, no puedo menos que pensar, ay, gentuza, valerosos mozos de la localidad, turistas apestando a cerveza en busca de emociones y de una foto, cómo me gustaría que de pronto apareciera el hermano mayor de ese pobre animal cuyas peripecias arrancan tantas carcajadas a la gente de los tendidos, y os metiera bien metido un pitón en la femoral, a ver si empalados ahí arriba seguíais haciendo posturitas y risas. Peazo machos. No sentí largar amarras de ese puerto, aquella misma madrugada. Me gusta el sitio y volveré, me dije. Pero nunca más en estas fechas. Nunca más el día de su bonita fiesta popular. Y de su santa patrona.
19 de agosto de 2001
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