Hace un par de semanas me acusaron de plagio. En realidad nos acusaron a tres: al productor y a los dos guionistas de Gitano, aquella película con Leticia Casta y Joaquín Cortés. Por lo visto —tienen mi palabra de honor de que yo lo ignoraba—, a otro guionista se le había ocurrido antes escribir una historia con música flamenca, droga, patriarcas y gitanos que salen de la cárcel, y nosotros le habíamos fusilado, dice, la original trama por todo el morro. Es, para entendernos como si un guionista acusa al equipo de una película del oeste de haberle plagiado la trama porque en la película salen también unos cuatreros, un sheriff, una chica del salón, una partida de póquer, indios que hablan de rostros pálidos, de agua de fuego y de hablar con lengua de serpiente, y uno de los pistoleros le dice al otro: «¡Yo de ti no lo haría, forastero!». Habida cuenta que Gitano respondía precisamente a la idea de jugar con todos los tópicos del mundo de la gitanería flamenca, resolviéndolos en una especie de videoclip musical lleno de guiños —algunas asociaciones gitanas nos acusaron de racistas y más de un crítico de usar tópicos a punta de pala— lo extraño, lo verdaderamente preocupante, digo yo, seria que en el guión de Gitano —título que por cierto ya había utilizado en un espectáculo el también bailarín Antonio Canales— hubiéramos coincidido en meter un vikingo, un saxofonista húngaro y un pastor anglicano aficionado a la zoofilia. Ahí reconozco que se nos habría visto el plumero. Sobre todo en lo del vikingo.
Pero así son las cosas. En este mundo y en este oficio, ese tipo de enojosas cuestiones van incluidas en el jornal, así que nadie se llevó las manos a la cabeza cuando el demandante, después de pedir primero dinero amenazando con la mala publicidad que el asunto iba a hacerme, y luego intentar que el productor le rodase una película con otro guión que había escrito —de cuyo contenido, por Dios, espero seguir ignorando la materia, no sea que se me ocurra plagiarlo en mi próxima novela—, resolvió presentar querella, respaldado por un informe de una asociación de guionistas, colegas profesionales suyos. Una asociación, por cierto, que preside el cineasta Montxo Armendáriz, casualmente también acusado de plagio —vaya coincidencia más tonta—, por mi amigo el escritor Alfons Cervera a causa de la película Silencio roto. Así que, cuando olí el pastel, decidí pasar de esa murga. Para algo, dije, están los jueces, y los abogados, y llegado el momento bastará para poner las cosas en su sitio el simple hecho de leerse los dos guiones.
De modo que resolví no preocuparme del tema ni hacer declaraciones al respecto. Silencio administrativo: quien calla, niega. Pero a raíz de la presentación de la querella, o la demanda, o de lo que sea, un par de revistas semanales, Época e Interviú, me hicieron el honor de dedicarme la portada, la última con foto incluida junto a un par de tetas bastante potables. Luego intentaron localizarme, claro, para que confirmara o desmintiera o lo que fuera, y así tener materia para tirar del asunto un par de semanillas más, en este mes de agosto en que tanto escasean las cosas serias. Pero fui periodista durante casi toda mi vida, tengo el colmillo más retorcido que un tornillo del número seis, y no estoy dispuesto a resolverle a nadie un par de páginas por la cara, dándole cuartel para prolongar la murga gitanesca. Ni siquiera después de comprobar la previsible reacción de algún periodista y colega. Porque compruebo, agradecido, que la mayor parte de los que se ocupan de estos asuntos se han mantenido a distancia, sin dar al asunto mayor relieve del que tiene, o abordándolo en su justa medida y con razonables reservas; pero esta no sería España si hubiera faltado, tertulia radiofónica incluida, quien se frotó pública y visiblemente las manos, en absoluto preocupado con establecer si hay o no hay plagio, sino encantado con la mera posibilidad, por remota que sea, de que eso pudiera ser cierto, en el ejercicio de esa afición nacional —tantas veces comentada en esta misma página— de meter la navaja aprovechando el barullo. Lo bueno de tales cosas es que te recuerdan la de gente que palmea tu espalda mientras espera que pises la piel de plátano. A estas alturas algunos lo sabemos de sobra; pero es bueno que te lo recuerden de vez en cuando. Ayuda a mantenerse lúcido y vivo.
En fin. Por todo lo dicho, disculparán ustedes que, faltando a una costumbre de nueve años, hoy utilice esta página para un asunto que afecta a mis intereses directos. No estoy dispuesto a dar cuentas a nadie, ni a entrar en dimes y diretes a través de la prensa, como ha ocurrido en otros casos. Esa película ya la he visto muchas veces y no me gusta. Pero por nada del mundo consentiría que ustedes, ante quienes doy en esta página la cara cada domingo, se quedaran sin la explicación que sin duda merecen. Los demás, excepto el juez que en su momento esclarezca la cosa, pueden irse a hacer puñetas.
12 de agosto de 2001
Pero así son las cosas. En este mundo y en este oficio, ese tipo de enojosas cuestiones van incluidas en el jornal, así que nadie se llevó las manos a la cabeza cuando el demandante, después de pedir primero dinero amenazando con la mala publicidad que el asunto iba a hacerme, y luego intentar que el productor le rodase una película con otro guión que había escrito —de cuyo contenido, por Dios, espero seguir ignorando la materia, no sea que se me ocurra plagiarlo en mi próxima novela—, resolvió presentar querella, respaldado por un informe de una asociación de guionistas, colegas profesionales suyos. Una asociación, por cierto, que preside el cineasta Montxo Armendáriz, casualmente también acusado de plagio —vaya coincidencia más tonta—, por mi amigo el escritor Alfons Cervera a causa de la película Silencio roto. Así que, cuando olí el pastel, decidí pasar de esa murga. Para algo, dije, están los jueces, y los abogados, y llegado el momento bastará para poner las cosas en su sitio el simple hecho de leerse los dos guiones.
De modo que resolví no preocuparme del tema ni hacer declaraciones al respecto. Silencio administrativo: quien calla, niega. Pero a raíz de la presentación de la querella, o la demanda, o de lo que sea, un par de revistas semanales, Época e Interviú, me hicieron el honor de dedicarme la portada, la última con foto incluida junto a un par de tetas bastante potables. Luego intentaron localizarme, claro, para que confirmara o desmintiera o lo que fuera, y así tener materia para tirar del asunto un par de semanillas más, en este mes de agosto en que tanto escasean las cosas serias. Pero fui periodista durante casi toda mi vida, tengo el colmillo más retorcido que un tornillo del número seis, y no estoy dispuesto a resolverle a nadie un par de páginas por la cara, dándole cuartel para prolongar la murga gitanesca. Ni siquiera después de comprobar la previsible reacción de algún periodista y colega. Porque compruebo, agradecido, que la mayor parte de los que se ocupan de estos asuntos se han mantenido a distancia, sin dar al asunto mayor relieve del que tiene, o abordándolo en su justa medida y con razonables reservas; pero esta no sería España si hubiera faltado, tertulia radiofónica incluida, quien se frotó pública y visiblemente las manos, en absoluto preocupado con establecer si hay o no hay plagio, sino encantado con la mera posibilidad, por remota que sea, de que eso pudiera ser cierto, en el ejercicio de esa afición nacional —tantas veces comentada en esta misma página— de meter la navaja aprovechando el barullo. Lo bueno de tales cosas es que te recuerdan la de gente que palmea tu espalda mientras espera que pises la piel de plátano. A estas alturas algunos lo sabemos de sobra; pero es bueno que te lo recuerden de vez en cuando. Ayuda a mantenerse lúcido y vivo.
En fin. Por todo lo dicho, disculparán ustedes que, faltando a una costumbre de nueve años, hoy utilice esta página para un asunto que afecta a mis intereses directos. No estoy dispuesto a dar cuentas a nadie, ni a entrar en dimes y diretes a través de la prensa, como ha ocurrido en otros casos. Esa película ya la he visto muchas veces y no me gusta. Pero por nada del mundo consentiría que ustedes, ante quienes doy en esta página la cara cada domingo, se quedaran sin la explicación que sin duda merecen. Los demás, excepto el juez que en su momento esclarezca la cosa, pueden irse a hacer puñetas.
12 de agosto de 2001
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