domingo, 16 de marzo de 2003

El Piloto largó amarras


Se ha muerto Paco el Piloto, y yo no estaba. No pude ir. No pude verlo. No lo sabía. Me telefonearon lejos, a Italia, para contarme que estaba listo de papeles. «Muy malico», resumió la hija. Cáncer. Cuando los médicos le abrieron el asunto, se lo volvieron a cerrar y se fumaron un pitillo. Nada que rascar, Paco. Así que lo metieron en un hospital de Cartagena, a esperar. Entonces lo supe. Estaba en Milán mientras el Piloto agonizaba, y no podía volver hasta una semana más tarde. «No me llama ni se acuerda de mí», fueron sus palabras. Y se murió creyéndolo. Cuando telefoneé y pude hablar con su mujer, él estaba en la cama con la mascarilla de oxígeno, y ya no se enteró de nada. Se fue al desguace pensando que no me acordaba de él. Al enterarme, llamé a Paco Escudero, de la tele local, que es un periodista respetado y mi hermano de toda la vida, desde que traducíamos juntos Arma virumque cano. Está palmando el Piloto, dije. No tiene remedio y no sé si aguantará hasta que yo vuelva; pero quiero que la gente sepa que ha muerto un tío como Dios manda. Un hombre de bien, un marino y una leyenda. Y a él le habría gustado saber que no casca ignorado como un perro. Que lo recuerdo y que lo recordamos. Tranquilo, dijo Paco, que es un señor. Yo me encargo.

Ahora Telecartagena me ha mandado la cinta que emitió en el informativo, y en ella veo al Piloto con su piel atezada, los ojos azules y el pelo rizado y blanco, algo más gordo que en los años de mi adolescencia, pasear conmigo por el puerto, beber cerveza en el bar Sol, en la Obrera y en el Valencia, o pararse ante el gran bar de la calle Mayor cuando acababa de salir La carta esférica, aquella novela sobre el mar y sobre los marinos donde al Piloto lo llamé Pedro en vez de Paco, pero donde todo Cristo pudo reconocerlo en los gestos, palabras y silencios. Aunque eso de los silencios ya era relativo; porque en los últimos tiempos el Piloto se había vuelto más hablador que de costumbre. Los años, quizá: saber que te vas poco a poco, y hay cosas que no has soltado nunca y quisieras no llevártelas dentro. El Piloto era uno de los últimos supervivientes de otra época: cuando los hombres se ganaban la vida en los puertos trabajando en lo que podían, trampeando, contrabandeando un poquito si era preciso, viviendo siempre, además de sobre una movediza cubierta de barco, en el foso margen exterior de la legalidad vigente.

No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos. Sabía de mar y de la vida; que, como él decía, son iguales uno que otra. Quizá en los últimos años se había vuelto más hablador para echar afuera los diablos que le dejaron dentro las autoridades portuarias, y el ayuntamiento, y las normas legales la madre que parió a todos quienes lo obligaron malvender el barco con el que se ganaba la vida dejándolo a él en tierra, jubilado forzoso a veinticuatro mil cochinas pesetas de pensión al puto mes. Ahí reconozco a cierta gente de mi tierra. Hace un par de años propuse a las personas adecuadas comprar yo mismo el barco del Piloto y restaurarlo -costaba sólo cuatro duros- y que ellos lo colocaran en algún sitio, con el compromiso de conservarlo para que no se perdiera ese modesto trocito de la historia portuaria de Cartagena. Pero les importó un carajo, y pasaron del barco igual que habían pasado de su patrón; y El Piloto, que así se llamaba en realidad el otro barco que aparece con el nombre de Carpanta en mi novela -el Piloto era hijo de un marinero también apodado Piloto y nieto de Paca la Pilota- se pudrió al sol varado en el muelle comercial, y nunca más de él se supo.

Por eso hoy escribo estas líneas para recordar a mi amigo. Al navegante de piel atezada y ojos azules que parecía recién desembarcado del Argo, que me llamaba zagal y que me guió por el mar color de vino. El hombre con quien saqué ánforas romanas que llevaban dos mil años abajo. El zorro mediterráneo que me enseñó a pescar calamares al atardecer, frente a la Podadera, con la misma naturalidad que a contrabandear tabaco rubio y whisky. El marinero que en el Cementerio de los Barcos sin Nombre me dio el primer cigarrillo y dijo que los hombres y los barcos deberían hundirse en el mar antes que verse desguazados en tierra. Hoy escribo para atenuar el remordimiento de no haber estado allí para ayudarlo a largar amarras en su último viaje y gritarle mientras se alejaba del muelle, lo que nunca le dije: que era el amigo leal, valiente y silencioso que todo niño desea tener mientras pasa las páginas de libros del mar y de la aventura.

16 de marzo de 2003

2 comentarios:

Capitán Boone dijo...

Neptuno tenga el alma de un marinero de pro.

Casandra dijo...

¿Porqué será que todo lo que tiene que ver con el mar es siempre evocador? Desde que me vine a vivir a Madrid lo primero que eché de menos fue a él, así que cuando he leído este entrañable artículo, dedicado a un marino sabio de olas y amaneceres, no he tenido mas remedio que acordarme de que casi he nacido en un astillero.
Es terrible no saber nunca cuándo va a ser la última vez que vas a ver a alguien...Precioso artículo.