Algunas veces, en otro tiempo menos académico, vi torturar. Sé que no suena políticamente correcto, pero no siempre eliges la letra pequeña, o bastardilla, de tu biografía. Hablo de torturar de verdad; cuando importa un carajo que el paciente salga inválido para toda la vida, o no salga. Pongamos Nicaragua, por ejemplo. Hace veinticinco años estuve con los rangers somocistas en el combate del Paso de la Yegua. Después, en una cabaña, había un prisionero herido que gritaba más de lo normal. Me acerqué a echar un vistazo; y cuando asomé la cabeza y vi el panorama, un teniente al que llamaban El Gringo, y con quien hasta entonces había tenido muy buen rollo, dejó la faena para mirarme de una manera –«¿Qué hace aquí este hijueputa?», preguntó– que me puso la piel de gallina. Supongo que esos héroes mediáticos que van a la guerra tres días, de turistas y acompañados por cámaras de televisión y oenegés, y a la vuelta hacen mesas redondas y escriben ensayos sobre el corazón de las tinieblas, habrían protestado, hablándole al teniente de derechos humanos y afeándole su conducta. Pero yo era un puto reportero y estaba solo con aquellos fulanos, en el culo del mundo. Así que decidí irme al otro lado de la aldea, a buscar una cerveza. No sé si me explico.
Otra vez, en Mozambique, conocí a un ex militar portugués. Nos hicimos colegas emborrachándonos en un puticlub. El tipo era simpático, y obtuve de él informaciones interesantes. Siempre hablan, dijo al fin. Y era evidente que lo que sabía del asunto no se lo había contado nadie. Si el operador –él decía operador– es inteligente y tiene paciencia, terminan contándotelo todo. Lo que pasa es que hay mucho aficionado, malas bestias con prisas, y esos destrozan a la gente y se les mueren entre las patas. «Hasta para eso hacen falta profesionales», remataba el cabrón, mirándome por encima del whisky. Y lo extraño es que aquel fulano, que a lo largo de la conversación me proporcionó argumentos objetivos suficientes para afirmar que era un hijo de la gran puta, me había estado cayendo bien. No por lo que contaba, claro, sino por la cara que tenía, sus gestos, la forma de explicar las cosas, el modo de bromear con el camarero, la cortesía exquisita con que trataba a las lumis negras del local. Pretendo decirles con esto que un torturador no lleva la T mayúscula tatuada en la frente; y que, si desconocemos su currículum, muy bien podemos tomarlo por uno de nosotros. O tal vez –lo que ya resulta más inquietante–, algunos de nosotros, en el contexto adecuado, podrían convertirse en torturadores.
A finales de los setenta, con motivo de un reportaje en la Antártida, conocí a varios oficiales jóvenes de la Armada argentina. Tenían mi edad, les caí bien, y ellos a mí. Eran apuestos y educados. Encantadores. Salimos un par de veces a cenar y de copas por Buenos Aires. A un par de ellos – Marcelo, Martín– llegué a considerarlos amigos. Yo era un reportero que cubría conflictos, revoluciones y guerras. Eso formaba parte de mi trabajo, y aquellos chicos eran contactos útiles que atesoraba en mi agenda. En esos tiempos aún coleaba la represión militar en Argentina, y los Ford Falcon circulaban todavía como sombras siniestras por la ciudad. Pero cuando yo mencionaba eso, ellos encogían los hombros. Nada que ver, decían. O muy poquito. Lo nuestro, decían, se limitó a algún operativo cumpliendo órdenes. Y cambiaban de conversación.
Años más tarde, el diario Pueblo me envió a cubrir la guerra de las Malvinas. Tiré de agenda, y mis amigos marinos, que entonces estaban destinados en embajadas argentinas europeas y en Inteligencia Naval de Buenos Aires, me fueron utilísimos. Obtuve de ellos muy buena información, y gracias a su ayuda viajé al escenario del conflicto y firmé muchos días en primera página. Después me fui a otras guerras. Entretanto, en Argentina había caído la dictadura militar, y empezaban a conocerse de veras los detalles de la represión, las torturas y los asesinatos. Un día abrí una revista y encontré una relación de torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada, con fotos. Mis amigos estaban allí. Todos. A uno de ellos, Marcelo, he vuelto a verlo hace poco, fotografiado en una cárcel española. Sigue teniendo cara de buen chico y conserva el bigote rubio, aunque ha engordado un poco. En el pie de foto figura su nombre real: Ricardo Cavallo.
24 de agosto de 2003
Otra vez, en Mozambique, conocí a un ex militar portugués. Nos hicimos colegas emborrachándonos en un puticlub. El tipo era simpático, y obtuve de él informaciones interesantes. Siempre hablan, dijo al fin. Y era evidente que lo que sabía del asunto no se lo había contado nadie. Si el operador –él decía operador– es inteligente y tiene paciencia, terminan contándotelo todo. Lo que pasa es que hay mucho aficionado, malas bestias con prisas, y esos destrozan a la gente y se les mueren entre las patas. «Hasta para eso hacen falta profesionales», remataba el cabrón, mirándome por encima del whisky. Y lo extraño es que aquel fulano, que a lo largo de la conversación me proporcionó argumentos objetivos suficientes para afirmar que era un hijo de la gran puta, me había estado cayendo bien. No por lo que contaba, claro, sino por la cara que tenía, sus gestos, la forma de explicar las cosas, el modo de bromear con el camarero, la cortesía exquisita con que trataba a las lumis negras del local. Pretendo decirles con esto que un torturador no lleva la T mayúscula tatuada en la frente; y que, si desconocemos su currículum, muy bien podemos tomarlo por uno de nosotros. O tal vez –lo que ya resulta más inquietante–, algunos de nosotros, en el contexto adecuado, podrían convertirse en torturadores.
A finales de los setenta, con motivo de un reportaje en la Antártida, conocí a varios oficiales jóvenes de la Armada argentina. Tenían mi edad, les caí bien, y ellos a mí. Eran apuestos y educados. Encantadores. Salimos un par de veces a cenar y de copas por Buenos Aires. A un par de ellos – Marcelo, Martín– llegué a considerarlos amigos. Yo era un reportero que cubría conflictos, revoluciones y guerras. Eso formaba parte de mi trabajo, y aquellos chicos eran contactos útiles que atesoraba en mi agenda. En esos tiempos aún coleaba la represión militar en Argentina, y los Ford Falcon circulaban todavía como sombras siniestras por la ciudad. Pero cuando yo mencionaba eso, ellos encogían los hombros. Nada que ver, decían. O muy poquito. Lo nuestro, decían, se limitó a algún operativo cumpliendo órdenes. Y cambiaban de conversación.
Años más tarde, el diario Pueblo me envió a cubrir la guerra de las Malvinas. Tiré de agenda, y mis amigos marinos, que entonces estaban destinados en embajadas argentinas europeas y en Inteligencia Naval de Buenos Aires, me fueron utilísimos. Obtuve de ellos muy buena información, y gracias a su ayuda viajé al escenario del conflicto y firmé muchos días en primera página. Después me fui a otras guerras. Entretanto, en Argentina había caído la dictadura militar, y empezaban a conocerse de veras los detalles de la represión, las torturas y los asesinatos. Un día abrí una revista y encontré una relación de torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada, con fotos. Mis amigos estaban allí. Todos. A uno de ellos, Marcelo, he vuelto a verlo hace poco, fotografiado en una cárcel española. Sigue teniendo cara de buen chico y conserva el bigote rubio, aunque ha engordado un poco. En el pie de foto figura su nombre real: Ricardo Cavallo.
24 de agosto de 2003
1 comentario:
Estimado:
Lo jodido del horror es que uno se lo tropieza a cada paso.
Soy argentino, tengo 65 años y alguna militancia propia a la gente de mi generación.
En mi pasado laboral, como burocrata manejando dineros ajenos, llevando billetes de aqui para alla ,tuve que lidiar con ese engorro que se llama custodia de seguridad.
El rol lo cumplian en parte policias de la provincia de buenos aires retirados.
En lo personal era distante con esa gente a la que miraba con desconfianza.
Uno de ellos especialmente solícito conmigo por aquello de la condición de " jefe" me despertaba un poco de repugnancia.
Era miembro de una secta cristiana evangelica, un día explico que se había convertido en la epoca de la
"lucha contra la subversión" y que Cristo le había guiado el camino.
Lo apreté un poco y le pregunte acerca de como conseguia información, la respuesta no por esperada nos dejo mal.
Facil dijo, 220, haciendo referencia a los vatios de electricidad,
En ese momento a mí, familiar de desaparecidos y perseguido en algun momento y ateo por nacimiento y formacion , en ese momento digo el cielo me inspiro una respuesta
Castro ( su apellido) la tortura mortifica a quien la recibe y degrada moralmente a quien la aplica, su alma inmortal está en peligro, si no se arrepiente ardera por siempre en los infiernos
El tipo,morocho subido se puso gris
y quedo sin habla.
Desde entonces me cambiaron la custodio,los tipos me miraban con particular inquina
Saludos Cordiales
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